Notas sobre la novela contemporánea (1948)

El análisis de una novela muestra que, si reducimos el alcance del término a instancias verbales, de lenguaje, el estilo novelesco consiste en un compromiso del novelista con dos usos idiomáticos peculiares: el científico y el poético.

Rigurosamente hablando no existe lenguaje novelesco puro, desde que no existe novela pura. La novela es un monstruo, uno de esos monstruos que el hombre acepta, alimenta, mantiene a su lado; mezcla de heterogeneidades, grifo convertido en animal doméstico. Toda narración comporta el empleo de un lenguaje científico, nominativo, con el que se alterna imbricándose inextricablemente un lenguaje poético, simbólico, producto intuitivo donde la palabra, la frase, la pausa y el silencio valen trascendentemente a su significación idiomática directa. El estilo de un novelista (considerándolo siempre desde este punto de vista sólo verbal) resulta de la dosificación que conceda a ambos usos del lenguaje, la alternación de sentido directo e indirecto que vaya dando a las estructuras verbales en el curso de su narración.

Creo mejor calificar aquí de enunciativo el uso científico, lógico si se quiere, del idioma. Una novela comportará entonces asociación simbiótica del verbo enunciativo y el verbo poético, o mejor, la simbiosis de los modos enunciativos y poéticos del idioma.

(…)

Mas he aquí que tal orden ha dejado de merecer la confianza del escritor característico de las tres últimas décadas, e importa mostrar ya cómo se nos propone en la etapa moderna de la novela el modus vivendi de lo enunciativo y lo poético, para ver con más claridad el brusco desacuerdo interno que estalla en la novela (…). Es el elemento poético el que de pronto se agita en ciertas novelas contemporáneas y muestra creciente voluntad imperialista, asume contra el canon tradicional una función rectora en la novela, procura desalojar el elemento enunciativo que gobernaba en la ciudad literaria. Lo poético irrumpe en la novela porque ahora la novela será una instancia de lo poético; porque la dicotomía fondo y forma marcha hacia su anulación, desde que la poesía es, como la música, su forma.

(…)

El escritor rebelde da el paso definitivo, y el reclamo de un lenguaje solamente poético prueba que su mundo novelesco es ya sólo poesía, un mundo donde se continúa relatando (…) y se cumplen accidentes, destinos y situaciones complejísimas, todo ello dentro de una visión poética que comporta, natural y necesariamente, el lenguaje que es la situación. Y así esta novela en la que lo enunciativo lógico se ve reemplazado por lo enunciativo poético, en que la síntesis estética de una situación con dos usos del lenguaje resulta superada por el hecho poético libre de mecanismos dialécticos, se ofrece como una imagen continua, un desarrollo en el que sólo el desfallecimiento del novelista mostrará la recidiva del lenguaje enunciativo (…).

Mas seguir hablando de “novela” carece ya de sentido en este punto. Nada queda –adherencias formales a lo sumo- del mecanismo rector de la novela tradicional. El paso del orden estético al poético entraña y significa la liquidación del distingo genérico Novela-Poema.

La idea central de Rayuela es una especie de petición de autenticidad total del hombre (I)

Usted me decía que algunas preocupaciones permanentemente suyas (el salto fuera del tiempo, la persecución de una realidad otra, la búsqueda de un centro), a partir de “El Perseguidor” cambian de centro de gravedad.

Si, en el caso de Johnny, esas angustias, si usted quiere metafísicas, están centradas en el hombre; porque lo que Johnny está buscando, en realidad, a su manera primitiva, es lo que Oliveira va a buscar con un poco más de bagaje cultural –aunque no sea mucho– en Rayuela: en definitiva Johnny se está buscando a sí mismo y está buscando a su prójimo, en una nueva escala, lo que podríamos llamar el hombre nuevo, visto con otra óptica.

Un hombre que ha conquistado un territorio más amplio, que ha violado sus límites presentes.

Claro, un hombre que por una serie de operaciones de tipo espiritual, de satoris, como dirían los maestros del Zen, haya roto una serie de limitaciones que lo convierten en una criatura desgraciada, desdichada, como se siente el mismo Johnny, el mismo Oliveira.

Aquí aparece algo que tampoco comparto en algunas críticas sobre su obra: esa afirmación de que ese intento de captar una realidad otra, la conquista de esos territorios inéditos, fracasa tanto en un Oliveira como en un Johnny por una especie de desajuste entre el propósito y la capacidad intelectual de que disponen. Si la apertura no se va a dar con los instrumentos que manejamos, la razón de que disponemos sino, digamos, a través de mecanismos parasicológicos o pararracionales, ¿dónde estaría la explicación de esa imposibilidad?

Creo, con usted, que esas críticas son totalmente falsas. Y podríamos ampliar un poco esto, preguntarnos porqué los vi y los creé así a esos personajes. Todo escritor tiene la tentación de crear personajes lo más complejos posible: primero porque facilitan su propio juego de escritor y, segundo, es más agradable trabajar con alguien que tiene, como personaje, una gran posibilidad de recursos.

A mí todo esto me pareció demasiado fácil porque me acordaba de Thomas Mann, que representa un humanismo muy respetable en su época pero totalmente quebrado que no tiene para mí, en este momento, ninguna vigencia. Cuando Mann escribe “La Montaña Mágica” o “El Doctor Fausto”, elige siempre personajes hiperintelectuales, hipercultos, y se maneja con ellos.

A mí me pareció que el tipo de búsqueda de Johnny y de Oliveira no solamente no reclamaba esa clase de intelectuales sino más bien una especie de inocencia, sobre todo en el caso de Johnny, esa especie de naïveté que se produce en el aduanero Rousseau cuando pinta obras maestras sin tener la menor idea de que lo está haciendo, desde el plano en que lo verían los críticos.

Lo que en cierta forma supone una negación de lo puramente intelectual.

Claro, pero no tome usted esa negación como una cosa demasiado sistemática. No es que yo esté ahora pretendiendo instaurar una especie de culto de la ignorancia o de la mediocridad; no, en absoluto.

Lo que pasa es que cuanto más frecuento a la gente popular, a la gente no muy culta, más me asombra la capacidad de intuición y de apertura que tiene para ciertas cosas, que no siempre tienen los eruditos y los hiperintelectuales.

Lo que usted impugna es una cierta concepción de la razón.

A la razón –aunque la palabra es un poco ambigua- entendida aristotélicamente, es decir, toda la herencia judeo-cristiana aristotélico-tomista del Occidente, que desemboca en el humanismo de nuestros tiempos. Eso es lo que Oliveira pone en crisis en Rayuela. Pero ojo, no se trata en ningún caso de prescindir de ella.

Eso parece conducir a nuevas paradojas: si Rayuela es un intento de dinamitar unos valores, una cultura determinada a través del lenguaje y determinadas formas narrativas, ¿no es bastante contradictorio que usted lo intente a través de valores, cultura y lenguaje que, quiérase o no, son también los suyos?

Siempre supe perfectamente bien eso. Por eso Rayuela está construida sobre diferentes plataformas, aunque eso no se vea siempre con claridad en el libro.

Hay por un lado –y eso es a lo que se refiere usted ahora- esa tentativa de dinamitar la razón excesivamente intelectual o intelectualizada, pero hay además en Rayuela la tentativa de hacer volar en pedazos el instrumento mismo de que se vale la razón, que es el lenguaje; de buscar un lenguaje nuevo. Al modificarse las raíces lingüísticas, lógicamente se modificarían también todos los parámetros de la razón. Es una operación dialéctica: una cosa no puede hacerse sin la otra.

De manera que no crea usted que yo no tenía plena conciencia de que estaba combatiendo a un enemigo con sus propias armas. Pero es que un escritor no tiene otras.

Pero sí, en su caso, una buena vocación de “terrorista”.

Sí, pero hay que tener cuidado de no verme como demasiado “terrorista”: yo no estoy tratando de hacer tabla rasa de la civilización occidental. De lo que se trata, más bien, es de provocar una especie de autocrítica total de los mecanismos por los cuales hemos llegado a esa serie de encrucijadas, de callejones sin aparente salida que es como ve Oliveira el mundo en el momento en que escribí Rayuela.

Alguno de esos puntos de vista han cambiado pero, en ese momento, en la década del cincuenta al sesenta, esa era también mi encrucijada. La idea de Rayuela es una especie de petición de autenticidad total del hombre; que deje caer, por un mecanismo de autocrítica y de revisión despiadada, todas las ideas recibidas, toda la herencia cultural, pero no para prescindir de ellas sino para criticarlas, para tratar de descubrir los eslabones flojos, dónde se quebró algo que podía haber sido mucho más hermoso de lo que es.

En este orden de cosas, ¿qué influencias han tenido en usted las filosofías orientales, el Zen, el Vedanta?

Creo que no hay que exagerar la influencia que esas tendencias hayan tenido en mí. Siempre me gustó la filosofía occidental. Desde muchacho la estudié bastante en Argentina: me interesaron los presocráticos y luego Platón; no me metí demasiado en la filosofía escolástica, aunque la leí un poco también, y luego, la filosofía moderna.

El vocabulario filosófico, las ideas y, sobre todo, las intenciones de la filosofía me parecieron siempre fascinantes.

Después aquí en Europa, por primera vez, empecé a leer libros de metafísica oriental, pero sin ningún espíritu de sistema; es decir, que no tengo ninguna cultura de tipo orientalista; habré leído una decena de libros sobre el Vedanta y textos vedánticos y habré leído algo sobre el Zen y algunos ensayos complementarios. Esas lecturas, por someras que hayan sido, fueron para mí, digamos, como esos cuadros medievales en dos panneaux; me daba la impresión de que yo había conocido bastante bien uno pero que el otro había quedado plegado y, de golpe, se abrió y sentí hasta qué punto el Occidente ve los sistemas filosóficos como cerrados y, en cambio, el Oriente es todo lo contrario, la apertura total y, en la medida de lo posible, la negación de los conceptos causales, en el caso del tiempo y del espacio.

Todo esto me pareció metodológicamente muy aprovechable para un hombre occidental.

Usted sabe muy bien que aquí en Europa existe el orientalista empecinado que sostiene que toda la filosofía occidental es prescindible y que hay que volverse al Vedanta. Por mi parte, creo simplemente que el Oriente ha desarrollado una estructura mental que le ha dado una metafísica diferente…

¿… que a usted le interesa como provocación a su propia cultura?

… como confrontación, además. Es decir, que cada vez que me encuentro frente a una demostración de tipo occidental sobre algo, trato de preguntarme “bueno, ¿cómo vería esto un hombre del Vedanta, cómo lo vería un monje Zen?”. Esto me resulta muy útil como experiencia personal.

Y lo contrario, ¿cómo resultará el punto de vista occidental para un hombre oriental?

También muy útil. Cada vez que he estado en la India y he tenido oportunidad de hablar con mis amigos hindúes, es muy curioso ver cómo reaccionan cuando uno les propone la versión occidental: se entusiasman, descubren una serie de cosas. Esto demuestra que estas confrontaciones son útiles en las dos direcciones.

Pero bueno: ¿qué consecuencia tiene para Rayuela el hecho de que su autor sea argentino y no japonés?

Es curiosa la pregunta y creo que está bien que me la haya hecho. Creo que Rayuela es un libro muy argentino. Porque finalmente, una característica de los argentinos es su falta de certidumbre y de bases de tipo cultural, por salir de la mezcla que salimos.

Cuando uno habla con el francés medio, ve que está perfectamente seguro de sí mismo, intelectualmente. Y es porque tiene a su espalda al abuelito Pascal, al abuelito Descartes, al abuelito Montaigne. Si para este francés todo está resuelto, nosotros, los argentinos no tenemos eso, y ustedes, los uruguayos, tampoco lo tienen.

Tampoco.

Y eso que aparentemente es una desventaja de argentinos y uruguayos, en el caso de Rayuela trata de volverse un arma positiva: utilizar esa falta de continuidad, de certidumbre cultural, para tratar de moverse en terrenos nuevos. Nosotros tenemos la necesidad y la posibilidad de explorar.

Y eso es lo que los críticos europeos más inteligentes ven en lo que estamos escribiendo todos nosotros: a ellos les asombra mucho nuestra actitud iconoclasta, el hecho de que tiramos las cosas por la borda; inventamos.

A un francés le cuesta mucho inventar. Un experimento, una nueva experiencia, en Francia es un parto difícil. En la Argentina cuando se tiene talento no es muy difícil lanzarse por caminos nuevos: mire usted Borges cómo se lanzó por su camino, y Macedonio Fernández, y, entre ustedes, Felisberto Hernández, Juan Carlos Onetti, vaya…

En usted esa falta de solemnidad que usa en Rayuela –y no solamente en Rayuela, esa irreverencia ante lo consagrado, ¿de dónde arranca?

¡Ah! Ese es uno de los cócteles Molotov que yo tiro en Rayuela. Y se lo tiro a la cara a toda una clase social y a una estructura intelectual de raíz hispánica; porque una de las peores herencias que nos dejaron los españoles es la tendencia a la seriedad, al engolamiento; en otras palabras: la falta de sentido del humor. Eso explica ese ataque contra la seriedad con mayúscula.

La “Gran Costumbre”

O “Esa Señora Demasiado Escuchada” de la que hablo a veces. Ese ataque, que es un acto de guerra, forma parte de la estrategia de Rayuela.

Usted me preguntaba de dónde viene esa actitud mía y se lo voy a decir, ¿por qué no? No creo demasiado en las influencias, en un sentido académico, pero tampoco las ignoro. Sé cómo se hace una cultura, porque conozco la de los demás y la mía propia.

La influencia de la literatura anglosajona ha sido determinante para mí. El humor, o mejor, el respeto hacia el humor, a su eficacia como arma literaria, lo he aprendido de los ingleses y consecuentemente de los norteamericanos, pero sobre todo del humor inglés, de la gente del siglo XVIII.

¿Y Jarry?

Sí, claro, el humor francés también, pero es otra cosa. El humor de Jarry es el humor moderno, negro, bastante siniestro, absolutamente destructor.

Jarry demolió un montón de ídolos aquí. Claro que demoler es una forma de construir o, por lo menos, de preparar el camino; en ese sentido su valor es muy grande. Como muchos de los surrealistas, que utilizaron también muy bien el humor.

Algo muy argentino, también.

Sí, creo que sí, pero que no se refleja en la literatura. El humor de Macedonio, por ejemplo, es extraordinario, pero no hay muchos casos más.

Cierto. Pero yo pensaba en el humor del argentino como tipo humano, al margen de la literatura.

Yo diría del rioplatense: el humor del uruguayo es extraordinario también. Pero a la hora de escribir, todos nos ponemos muy serios.

Observe –parece broma- pero es lo mismo que le pasa al paisano que habla con usted con toda naturalidad y cuando tiene que escribir la cartita, se pone serio y lo único que le sale es “tomo la pluma en la mano” y “al recibo de la presente”.

No se da cuenta de que si escribiera la carta con la misma soltura con que habla con usted, no tendría ningún problema.

Eso se nota ya con los niños, a la hora de hacer la composición. Ellos que son unos vagos, unos tipos comiquísimos, al escribir se ponen serios y las maestras les fomentan eso porque hay toda una mecánica de tipo pequeño burgués que viene del fondo español, que está funcionado ahí.

Creo que había que luchar contra todas esas deformaciones, y lo intenté en Rayuela.

Ernesto González Bermejo. Conversaciones con Cortázar. Editorial Hermes. México, 1978.

El lenguaje que abre ventanas

Creo que hay dos maneras de entender el lenguaje: está el lenguaje de tipo libresco, el lenguaje por el lenguaje mismo, que a mí no me merece ningún respeto (…): la masturbación verbal; como creo que dijo Borges, una forma de “desordenar el diccionario”. Lenguaje masturbatorio en el sentido de la serpiente que se muerde la cola: todo sucede en el plano del lenguaje, sin auténtica correlación objetiva.

El lenguaje que cuenta para mí es el que abre ventanas en la realidad; una permanente apertura de huecos en la pared del hombre, que nos separa de nosotros mismos y de los demás.

Julio Cortázar en Ernesto González Bermejo. Conversaciones con Cortázar. Editorial Hermes. México, 1978.

Rita Gnutzmann - Vida, obra y compromiso político

Parecería fácil alegar aquí que Rayuela no tiene nada que ver con un compromiso político, ni de su autor, ni de los personajes que en ella se mueven. Sin embargo, el compromiso sociohistórico es tan importante para el escritor que no debe ser olvidado. Aunque el propio Cortázar suele insistir en que, hasta 1963 –es decir, escrita ya Rayuela-, a raíz de su viaje a Cuba, no tomó conciencia de la realidad latinoamericana, ello es cierto sólo en parte. El compromiso político no le llegó como una caída del caballo, sino que fue preparado desde mucho tiempo antes.

A través de la poesía de García Lorca toma conciencia de la situación política en la España de la Guerra Civil y, naturalmente, se pone a favor de la República; y poco después, critica el nazismo que abrasa el continente europeo.

En 1945 participa activamente en la ocupación de la Universidad de Cuyo, en la que ejerce como profesor, contra el peronismo, lo que le cuesta una breve detención.

Por razones políticas, por una parte, y personales por otra, al sentirse sofocado en la sociedad argentina estancada, lo mismo que le sucede a Horacio Oliveira, el protagonista de Rayuela, decide hacer en pocos meses todos los exámenes oficiales de traductor y, en noviembre de 1951, con una beca del gobierno francés, se embarca para Francia.

En los años cincuenta toma conciencia de la lucha argelina por la emancipación, y, en 1957, comienza a interesarse por la lucha guerrillera en Cuba.

Recientemente, la crítica ha dejado de repetir la afirmación de que el primer texto firmado con su nombre, el poema dramático Los reyes (1949), era un mero ejercicio estilístico. En realidad, Cortázar invierte el mito y lo politiza: el Minotauro resulta ser lo positivo en el hombre y Minos y Teseo el poder y la represión: “Teseo: ‘Ya ningún monstruo vivo’; Minos: ‘Sólidos, nuestros tronos’”.

El compromiso de Cortázar es más el resultado de su conciencia y actitud humanísticas que del choque de una situación política concreta:

“La novela revolucionaria no es solamente la que tiene un contenido revolucionario, sino la que procura revolucionar la novela misma, la forma novela, y para ello utiliza todas las armas de la hipótesis de trabajo, la conjetura, la trama pluridimensional, la fractura del lenguaje”

Para Cortázar, el efecto sobre el lector y el cambio en éste es el máximo objetivo del escritor; su literatura debe ayudar a este efecto, a crear “el hombre nuevo”, el hombre emancipado, por un lado, sociopolíticamente, y liberado de sus prejuicios y convencionalismos interiores, por otro.

¿Qué tiene que ver Rayuela con el compromiso político? Rayuela es un mojón en la evolución del autor, un momento de discusión consigo mismo que luego le ayudó a descubrir un horizonte históricamente más amplio. El mismo lo declaró a González Bermejo: “Sin todo lo que traduce Rayuela yo no habría podido dar este paso que me llevó bruscamente a descubrir, a través de la Revolución Cubana, una América Latina…” ¿No dicen ya Oliveira y Morelli en Rayuela: “mi salvación… tiene que ser también la salvación de todos, hasta el último de los hombres”?

Rita Gnutzmann. “Rayuela. Julio Cortázar”. Guías de Lectura Alhambra. Editorial Alhambra. Madrid, 1989. 149 páginas.

Una novela de símbolos

No se han subrayado las páginas decisivamente excepcionales de Rayuela del descenso de Oliveira a la heladera de los muertos, que señalan una nueva marca en la novelística americana. Los símbolos están encontrados con una terrible precisión. El viejo, cuya locura consiste en acariciar una paloma, ha ascendido de las profundidades –el sótano de la clínica en cuyo refrigerio se guardan los muertos-. Reaparece Oliveira tomando a Talita por La Maga, evocando la rayuela, temblando de miedo por el pasillo. Así, como estaba convencido ya de sufrir la terrible condena, ahora en la heladera infernal, precisa que no hay ninguna Eurídice que rescatar. Se tomará una cerveza. Del club de la serpiente a un circo, del circo a una casa de enajenación, de allí al sitio donde un loco con una paloma conversa con una muerta. Oliveira ha descendido a los infiernos…

J. Lezama Lima, “Cortázar y el comienzo de la otra novela”. Casa de las Américas, núm. 49, julio-agosto, 1968.

Alejo Carpentier – Papel social del novelista

(…) Balzac expresa perfectamente su época (…) ¿Han visto ustedes en su obra una angustia en lo que concierne a la expresión de las realidades que le rodean? ¡Jamás! Él es amo y señor. Posee su época. Zola también, y con una satisfacción de dominar el panorama que llena toda su obra. (…) En Proust, el lenguaje no crea ninguna angustia entre lo que quiere ser dicho y lo conocido. El lenguaje de Proust está por encima de lo que es necesario conocer.

(…) Después de Ulises, hay que decirlo, los novelistas quedan atónitos. (…) Se han publicado muchas novelas después de Ulises. Pero la novela después de Ulises sufre de un complejo de Ulises. (…) El hombre es el mismo, evidentemente, pero está rodeado de fuerzas, de técnicas, de medios de acción, de comunicación, que se valen de un lenguaje que lo supera. Y este lenguaje, que supera al hombre de cada día, supera también al novelista.

(…) Éste no es el mundo de Balzac; éste no es el mundo de Zola; éste no es el mundo de Proust, ni aun el de Joyce. Ellos eran señores de sus mundos. Nosotros, los novelistas de 1967, estamos retrasados con respecto a un mundo que es en realidad el mundo actual. De esta verdad puede deducirse una hipótesis sobre la decadencia de la novela. En efecto, si la novela deja de alcanzar a su época, si no puede ya traducirla, expresarla, fijarla, ¿cuál es el destino de la novela?

Conferencia dada en los Rencontres Internationales de Ginebra, 1967. En “Alejo Carpentier. La novela latinoamericana en vísperas de un nuevo siglo y otros ensayos. Siglo XXI, México, 1981”.

Alejo Carpentier. La novela latinoamericana en vísperas de un nuevo siglo

(…) Con la búsqueda o utilización de nuevas técnicas narrativas, tienden los novelistas a diferenciarse entre sí.

Entre las novelas de tipo “nativista”, había siempre un cierto “aire de familia” en cuanto a la manera de narrar, de llevar los diálogos, etcétera. Ahora, cada novelista de ese periodo concibe el mecanismo narrativo de manera peculiar.

Hay autonomía narrativa, sin interpretaciones, en autores como Julio Cortázar, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, García Márquez, Roa Bastos y yo.

No podría decirse que hay, entre nosotros, el peculiar “aire de familia” que se observa entre los novelistas de la generación anterior.

Búsqueda de un idioma que, sin ser estrictamente tipicista, acepta los giros latinoamericanos por lo que tiene a menudo de elípticos, metafóricos, plásticos, o, sencillamente, porque su conocimiento se ha generalizado a través de todo el continente.

Por lo tanto: aceptación de giros sintácticos y de modismos esencialmente latinoamericanos. Forja de un nuevo idioma, sin rechazar aquellos vocablos, tomados de otros idiomas, que se nos han colado en el habla cotidiana por acción de la técnica.

Contaminación inevitable del idioma castellano por la acción de la técnica. Ninguna necesidad sentimos aún de “dinamitar el idioma”, como quiere Samuel Beckett y alguna vez logró Raymond Queneau en francés, por la sencilla razón de que, habiendo emancipado el idioma de la tutela del castellano tradicional (a lo Pereda o Galdós), estamos forjando el español de América.

En esta etapa se realiza un fenómeno nuevo en la cultura, las letras, y las artes de América Latina: la expansión internacional del arte latinoamericano, y la penetración del artista y del escritor latinoamericanos en centros de la cultura donde, hasta mediados de este siglo, sus manifestaciones disfrutaban de una mediana o muy escasa atención. (…) Y esto ha sido posible gracias a una evolución del novelista de América Latina hacia la adquisición de una cultura cada vez más vasta, más ecuménica, más enciclopédica, por decirlo todo, que ha brotado de lo local para alcanzar lo universal (…) Y yo diría que esa facultad de pensar inmediatamente en otra cosa cuando se mira una cosa determinada, es la facultad mayor que puede conferirnos una cultura verdadera.

(…)

No veo más camino para el novelista nuestro en este umbral del siglo XXI que aceptar la muy honrosa condición de cronista mayor, Cronista de Indias, de nuestro mundo sometido a trascendentes mutaciones, cuyos signos anunciadores aparecen ya en muchos lugares del mapa.

Pero, para cumplir esa función de nuevo Cronista de Indias, nuestro novelista deberá admitir (…) tres elementos inseparables de la vida actual (…): El melodrama, el maniqueísmo, el compromiso político. (…)

¿Cómo (…) va el novelista actual a sustraerse al hábito del melodrama que lo envuelve? ¿Temor a lo excesivo, a lo sangriento, a lo tremebundo? Todo está en el modo de tratar los temas. (…) La realidad es que algunos de los escritores que más admiramos, jamás tuvieron miedo al melodrama. (…) No busquemos deliberadamente el melodrama, pero no lo esquivemos tampoco. América Latina está llena de trágicos melodramas cotidianos.

En cuanto al maniqueísmo (…) nuestro críticos usan a menudo el término de “maniqueísmo” de modo enteramente erróneo, puesto que el maniqueísmo, en función de la doctrina misma de Manés o Mani, puede enfocarse de dos maneras. 1) De modo general. El mundo es el teatro de una perpetua lucha entre el Bien y el Mal, la Luz y las Tinieblas, Ormuzd y Archiman (…); 2) Hay un maniqueísmo, de lucha individual, entre el Bien y el Mal situado dentro del hombre –lo que hace que el “personaje maniqueo” no sea el personaje tallado de una sola pieza (…) sino el personaje complejo, alternativamente dominado por pasiones contradictorias (…).

Reconozco que la elección entre causas justas y causas injustas se hace sumamente difícil en un continente capaz de ofrecer tan múltiples y distintas opciones como Europa. Pero en América Latina, la elección se vuelve sumamente fácil. (…) Me dirán que una toma de posición ante tales realidades implica un compromiso político por parte del novelista. Es evidente que sí. (…) Hablar, en América Latina, de la neutralidad de la cultura es un absurdo.

Pero existe, para ciertos críticos literarios, el concepto de que el compromiso político pone en peligro la calidad de la obra literaria o artística. Lo cual es absolutamente falso. El juicio es válido si la novela “comprometida” ofrecida al lector es novela de arenga, púlpito, tribuna y moraleja. Pero nos basta echar un vistazo a la literatura y a las artes del mundo entero para ver que, precisamente, algunas de las obras maestras que más nos enorgullecen han sido inspiradas por la pasión política.

(…) El novelista latinoamericano, en este nuevo fin de siglo, será un novelista políticamente comprometido por la fuerza de las circunstancias.

(…) ¿Para quién escribe usted? –suelen preguntar periódicamente al escritor europeo, a tenor de encuesta, ciertos periódicos literarios de Europa. Y el escritor de Europa designa, en respuesta, al sector del público que él mismo ha elegido para recibir su obra.

La novela latinoamericana en vísperas de un nuevo siglo. Conferencia en la Universidad de Yale, 1979. En "Alejo Carpentier. La novela latinoamericana en vísperas de un nuevo siglo y otros ensayos. Siglo XXI, México, 1981."

Sobre el Tablero de dirección

París, 21 de mayo de 1963

Querido Paco:

Bueno, ya está. Esta mañana, entre mate y mate, llegué al no-final de Rayuela. (…) Tengo tanto que decirte sobre tantas cosas que no sé por dónde embocar. Si querés, arrancamos por lo más peliagudo, la famosa nota inicial. He escrito cerca de veinte textos, hasta llegar a éste (…) El título irónico y liviano de “Tablero de dirección” me lo inspiran los automóviles, como comprenderás. Si no te gusta, pensá otro y sugerímelo. He querido quitarle toda pedantería a esas instrucciones, cosa bastante difícil. De ahí la referencia a las estrellitas, que me gusta mucho, y el tono liviano de la redacción.

(…)

En el famoso orden o lista de lectura, he señalado que al final sería mejor que en vez de un punto dejaran un guión, para que el lector vea que el libro sigue “abierto” y comprenda el juego de ese vaivén final entre 131, 58, otra vez 131, y así al infinito. Vos verás si se puede.

Desde luego, a lo que más miedo le tengo es a una errata de último momento en este Orden o Lista de lectura. Si en algo te pido que te fijes número a número es en eso. En las pruebas, taché demasiado el número final (queriendo señalar eso que te digo más arriba, o sea sustituir el punto por un guión); pero no vayan a creer que ahí va otro número o cosa parecida. Es siempre el 131.

Julio Cortázar. Cartas (volumen 1, 1937-1963). Biblioteca Cortázar. Alfaguara, Buenos Aires, 2000.