Los pescadores de esponjas

La memoria es loca, lo tengo muy estudiado; a veces es también idiota, pero la locura por suerte puede más y en todo caso provoca conductas desordenadamente extravagantes del pensamiento y sus productos escritos. José de la Colina demuestra que en los míos falta una lógica, esperable y elemental referencia a Ramón Gómez de la Serna. (…) La relojería de la memoria no me trajo jamás el nombre de Ramón mientras escribía Rayuela y mientras tantas sombras queridas iban y venían por La vuelta al día en ochenta mundos y por Último Round; tal vez lo más penoso frente al reproche que ahora se me hace es la certidumbre interna pero indemostrable de que sí, de que Ramón estaba y está ahí, por la sencilla razón de que no podía y no puede no estar; por amor, por admiración, por enseñanza, Ramón estaba y está.

(…) Cuando Ramón llegó a Buenos Aires yo conocía una parte de su obra y de su leyenda, los amigos nos tirábamos greguerías a la cara en los cafés y en los vagabundeos nocturnos. En esa época leí Gustavo el Incongruente, y el episodio de los pisapapeles en la playa me obsesionó visualmente largo tiempo. Ismos me ayudó a comprender mucho de lo que mis amigos pintores y poetas tendían a convertir en un mazacote sin abuela, y también los retratos contemporáneos.

(…) Para un escritor sin complejos de inferioridad siempre es bueno que la crítica le señale influencias, y especialmente cuando las influencias están a la altura de un Ramón Gómez de la Serna. Yo en eso de las influencias soy de una considerable ceguera, por la sencilla razón de que nunca les he tenido miedo y por lo tanto no me las planteo jamás como problema. Escribo como me viene, a veces en estado casi mediúmnico, y a veces porque me gusta ver cómo salen nadando en el papel los pescaditos de las palabras. Un día, gracias a una tesis o un artículo, me entero de que Edgar Allan Poe o Franz Kafka (nunca he creído en la influencia de Kafka pero hay que hacerles caso a los hombres sabios) o John Keats (de veras, me lo han probado) o Ramón… Esta última es una buena noticia para mí, pues estar influido por Ramón es mucho más que la influencia en sí, abre una inmensa pantalla porosa por la que se mete una gran poesía, una aprehensión lúdica del mundo, un animismo de la palabra por así decirlo, y sobre todo una gran ternura por la vida y sus criaturas.

Cuando José de la Colina cita pasajes de Ramón y míos en los que ambos nos adaptamos (cito a Ramón) “al punto de vista de la esponja… la visión varia, neutralizada, sin predilecciones, multiplicada”, no sabe hasta qué punto me hace feliz. Mi pasaje correspondiente habla de participar lo más posible (me cito) “de esa respiración de la esponja en la que continuamente entran y salen peces del recuerdo, alianzas fulminantes de tiempos y estados y materias que la seriedad, esa señora demasiado escuchada, consideraría inconciliables”. Oh, Ramón, qué alegría descubrir que los dos éramos pescadores de esponjas, que bajamos juntos a buscarlas y a ser como ellas en nuestra vivencia de las cosas y su paso a la escritura. Por supuesto no me acuerdo de tu texto espongiario, pero es bien posible que lo haya leído allá en los años cuarenta y que un día haya puesto la mano sobre esa esponja que tú, mejor buzo que yo, habrías entrevisto primero entre las rocas del fondo.

(…) Seguimos respirando el aire de Ramón, su lección inigualada de libertad y de imaginación, su búsqueda de diagonales cuadriculadas en las vías demasiado cuadriculadas de la realidad aparente. Yo le debo a Ramón conocimientos y líneas de fuga (…) Cuando se ha vivido en la intimidad de un agitador semejante, nada de lo que se escriba podrá situarse al margen de esa gran ventana sobre la libertad mental.

Julio Cortázar, 1977. “Los pescadores de esponjas” fue publicado en Clarín, Buenos Aires, 26 de octubre de 1978, en respuesta al artículo de José de la Colina “El caso Ramón Gómez de la Serna” publicado en Vuelta, México, 8 de julio de 1977. Puede leerse el texto completo en Obra Crítica. Volumen VI de las Obras Completas. Galaxia Gutemberg. Círculo de Lectores. Barcelona, 2006.


“Bien hace Ramón, al prologar este libro, en recordarnos que es “un primer grito de evasión en la literatura novelesca al uso”. Escrito en 1922, El incongruente conserva con redonda juventud sus valores de creación pura, de demiurgia jubilosa y sin fronteras, en un clima que el surrealismo llenaría pronto de consignas y duros espejos. Esta indefinible novela, donde capítulos cerrados y abiertos a la vez como caracoles participan del cuento, el poema y la biografía, admite ser leída en cualquier punto de su transcurso, no termina jamás y está empezando a cada página, saltando de un mundo a otro mundo, de un tiempo a otro tiempo, mientras el liviano y algo triste Gustavo –dolido de incongruencia mágica– confunde cuadros con espejos (y sospecha espejos en los cuadros), descubre playas llenas de pisapapeles y mujeres enamoradas, y vive una vida de involuntario poeta para quien la poesía irrumpe en las cosas antes que en los versos.”

Julio Cortázar. "El incongruente, por Ramón Gómez de la Serna", Cabalgata, año II, número 13, noviembre de 1947.

Julio Cortázar habla de Último Round

Si “La vuelta al día” llevó a decir a muchísimos críticos que se trataba de una “obra menor” (con esa especie de autozarpazo vicario que se pretende provocar en el autor-mayor bruscamente degradado por el mismo autor-menor, en un acto que participa de la autofagia, el masoquismo y otras agresiones), imagínate lo que se podrá decir de un nuevo libro que no tiene en cuenta para nada tan aleccionante advertencia. Por supuesto, detrás de esta noción de obras “mayores” y “menores” se esconde la persistencia de un subdesarrollo intelectual. Todavía no hemos conseguido liquidar del todo la noción de que una obra (¡huna hobra, doctor!) tiene que ser “seria”; es inútil que una nueva generación de lectores les demuestre diariamente a los magísteres de la crítica pontificia que sus tablas de valores están apolilladas, y que la “seriedad” no se mide por cánones que huelen de lejos a un humanismo esclerosado y reaccionario. Mientras la nueva generación elige resueltamente a sus autores, prescindiendo con una espléndida insolencia de los dictámenes que emanan de las altas cátedras, los titulares de estos venerables mausoleos siguen hablando de géneros, de estilos, de contenidos y de formas como si las grandes novedades bibliográficas de las últimas semanas fueran “La montaña mágica” o “Canaima”. Vos dirás que exagero, y por supuesto que exagero porque para llegar a una esquina siempre conviene mirar un poco más lejos y entonces la esquina te queda ahí no más cerquita. (…) En todo caso ya verás que este libro será agredido por la Seriedad y la Profundidad y la Responsabilidad, todas esas gordas que se tiran a los ojos con las agujas de tejer. Qué querés, eso viene de nuestro pecado original: la falta de humor.

“Cortázar cuenta su round final”. Entrevista de Arnaldo Orfila a Julio Cortázar en la revista Panorama, nº 136, 2 de diciembre de 1.969.

A Jean Barnabé. París, 3 de junio de 1963

Antes de irme a Italia, terminé de corregir las últimas pruebas de mi novela, y las envié por avión al editor. Si han llegado sanas y salvas, el libro aparecerá a mediados de julio, y entonces podrá decirme algún día si lo que espera de mí, esa explosión a que alude en su carta, se ha producido o si todavía sigo encerrado y un poco distante. Me sorprendió que me dijera que prefiere “Los premios” al conjunto de mis cuentos, porque a mí me parece muy inferior a ellos. ¿No estará usted reincidiendo quizá inconscientemente en la típica actitud del lector francés, para quien en el fondo sólo la novela cuenta? Personalmente, creo no haber escrito nada mejor que “El Perseguidor”; sin embargo, en Rayuela he roto tal cantidad de diques, de puertas, me he hecho pedazos a mí mismo de tantas y de tan variadas maneras, que por lo que a mi persona se refiere ya no me importaría morirme ahora mismo. Sé que dentro de unos meses pensaré que todavía me quedan otros libros por escribir, pero hoy, en que todavía estoy bajo la atmósfera de Rayuela, tengo la impresión de haber ido hasta el límite de mí mismo, y de que sería incapaz de ir más allá. Espero que las innovaciones “técnicas” de la novela no le molesten; no tardará usted en adivinar (aparte de que hay fragmentos que lo explican muy claramente) que esos aparentes caprichos tienen por objeto exasperar al lector, y convertirlo en una especie de “frère ennemi”, un cómplice, un colaborador en la obra. Estoy harto de eso que un personaje de mi libro llama “el lector-hembra”, ese señor (o señora) que compra los libros con la misma actitud con que contrata a un sirviente o se sienta en la platea del teatro: para que lo diviertan o para que lo sirvan. Lo malo de la novela tradicional es eso, que en pocas páginas crea una atmósfera que envuelve, acaricia, seduce al lector, y éste se deja transportar durante 300 páginas y 8 horas, sentado en una nube (rosada o negra, según los casos) hasta llegar a la palabra FIN que es una especie de Orly de la literatura. He querido escribir un libro que se pueda leer de dos maneras: como le gusta al lector-hembra, y como me gusta a mí, lápiz en mano, peleándome con el autor, mandándolo al diablo o abrazándolo…

Rafael Conte

El escritor está desnudo. Pese a todos los oropeles de la retórica, a pesar de que la literatura es siempre una trampa, un disfraz, sólo nos alcanza cuando está desnuda. Juan Ramón Jiménez quiso así a la poesía, y la llamó pura. La perfección de la palabra coincide así con la desnudez. Todo escritor, cuando es auténtico, está desnudo.

Pues ¿qué otra cosa es reflexionar sobre el mundo, reflexionar sobre el hombre? Por mucho que se refugie uno detrás de las palabras, su don maléfico está en la transparencia. No conozco un libro más transparente y más secreto que los Carnets de Henry James. En él, uno de los más grandes genios de la novela contemporánea –si no el mayor– describe con una minuciosidad de artesano las etapas de elaboración de sus grandes novelas. Cómo surge un argumento, a través de un motivo en apariencia nimio, que suele coincidir con una obsesión intelectual del escritor; obsesión a su vez convocada mediante su concepción del mundo y su testimonio personal de la existencia. Cómo también este argumento varía, se modifica al compás de una sensibilidad en busca de la ascesis, del rigor. Cómo al final, la puesta en marcha de la escritura puede volver a poner todo en tela de juicio. Pocos ejemplos existen en la literatura universal tan diáfanos, tan concluyentes.

Y sin embargo, a su través –en un libro tan diáfano, tan transparente– no se ve a su autor. Henry James se agazapa, escondido detrás del sofá de su escritura, con un pudor que podría ser enfermizo si no fuera pura estética. Para ver al escritor habrá que ir a sus novelas. Los Carnets nos ayudan a comprender estas novelas en relación con su creador. Toda obra literaria, si lo es de verdad, revela más sobre el misterio de la creación que cualquier testimonio, aun del propio autor.

Pero la literatura no es la realidad. La realidad es esta musa miserable que se prostituye cuando la buscamos y nos aplasta cuando huimos de ella, como una reina omnipotente. El escritor, desgarrado entre esa realidad obsesionante y el misterio de las palabras, se queda en la encrucijada, desnudo, al aire libre, expuesto a una muerte repentina, simultánea, incesante. Echa mano de la única arma que posee, las palabras, se adorna con ellas, las complica hasta la exasperación, las destroza como en una venganza. Todo, menos prescindir de ellas; las adora a su través, a su compás, en su compañía, en su violación. Hasta que un día descubre que no puede escapar a la maldición de esas mismas palabras, que la literatura tiene vocación de realidad, pero que no es la realidad. En ese momento hace política o la rechaza, pero, en resumidas cuentas, muere. Es ese instante brevísimo entre la revelación y la muerte –de las palabras en su relación maldita con lo real– lo que llamamos literatura. El resto es silencio.

Julio Cortázar ha muerto en cada uno de sus libros. Es tal vez el mayor ejemplo de la literatura universal de un escritor empeñado en un combate imposible: la lucha contra sí mismo. Naturalmente sobrevive a cada una de sus muertes; hace falta para ello un talento fecundado y virginal, repleto de sabiduría e inocencia, rebelde contra la literatura y alimentado por esa misma literatura. Se trata, en resumidas cuentas, del escritor imposible.

De ahí que todas las polémicas, todas las discusiones, todos los análisis e interpretaciones sean al mismo tiempo excesivos e insuficientes. Cortázar ha desvelado el misterio de las letras como nadie, se ha hundido en él y ha desarrollado las branquias necesarias para poder respirar sin atmósfera: en él se interpenetran la filosofía y la risa, la alegría y la tristeza, la política y la gratuidad, el afán de perfección y la necesidad de lo imperfecto. Cortázar predica la inmadurez con el estilo más maduro, es un poeta que escribe –al decir de los críticos y los profesores– poemas imperfectos y narraciones maravillosas. Pero al mismo tiempo –según los cánones– reduce la perfección al cuento y se desperdiga en la gran novela. ¿No será que, una vez más, pero tal vez más ostensiblemente, los cánones no sirven para nada?

Su leyenda se adelantó a sus obras, nos persiguió hasta la admiración, y se perpetúa a pesar suyo. Cuando hemos encontrado la tranquilidad de la perfección al uso, se complace en destrozarla el primero de todos. Es tal vez el mayor profeta, pero el mundo lo admira como resumen. Ha edificado perfectas construcciones para que habite nuestra buena conciencia, para luego dedicarse insidiosamente a perforar los muros de la perfección, para prefabricar las corrientes de aire más maléficas. Nos atrae, nos seduce, para arrojarnos a las tinieblas exteriores. Busca desoladamente un punto de apoyo, y lo pone en tela de juicio en cuanto lo ha encontrado.

Nos hace más desgraciados, pero él es más desdichado todavía; nos convence de que se trata de un escritor excepcional, para arrojar por la borda todo logro conseguido. Nunca se repite. Es incapaz de decir dos veces la misma cosa. Hasta ahora, creíamos que todo gran escritor era uniforme en su profundidad. Cortázar agujerea la profundidad y nos descubre mil abismos escondidos, emboscados. Su obra es un atentado a lo real y un canto a la realidad escondida. Una profesión de fe en la necesidad de una fe que no tiene asidero. A veces se recuerda con nostalgia y reflexiona sobre su realidad perdida, sobre esa maldición de los argentinos que es la búsqueda de su identidad. Una identidad compuesta de Buenos Aires y literatura, de tango y Mallarmé.

Hoy que tantos escritores ponen en cuestión a la literatura, Julio Cortázar nos explica la falsedad de esta operación necesaria. Nadie, ningún creador, puede discutir su arte si no se discute a sí mismo. Nadie puede destruir las palabras si no se arriesga a la autodestrucción. Tanta vanguardia pseudoestructural, tanta reflexión inane sobre el texto, tanto formalismo vacuo, para que luego venga un artista amenazado a explicarnos que la amenaza está en el interior de nosotros mismos. Toda perfección necesaria se ha convertido en humo. La metafísica es una carcajada.

Tampoco él escapa a la maldición. Toda su obra es una búsqueda de soluciones imposibles, un repaso general a su propia concepción del mundo. De ahí que sus obras más sugerentes sean las menos “admirables”, sus libros llamados menores, que, para buen entendedor, son los más iluminadores. En esto seguimos su propio camino, su sendero que parece amplísimo y se nos revela angosto hasta la exasperación, hasta el agotamiento (…).

La obra de Cortázar es una pura interrogación que sin embargo no se dirige al lector sino que es una autopregunta. Es esta participación imposible, esta compañía inolvidable, lo que el poeta nos propone, y todo lector permanece sumido en la intranquilidad y en la extraña sensación de que tal vez ningún creador le hizo jamás partícipe de una comunión semejante. Esta sensación extraña es la que provoca la obra de Cortázar.

(…) La celebérrima Rayuela, la obra paradigma de su autor. Libro inclasificable, novela que encierra varias novelas en su interior y que sin embargo es el mismo libro imperturbable, con sus mil caras, sus sucesivas transformaciones, sus juegos y sus tragedias. Cuando se habla del Cortázar novelista este libro suele ser su resumen para salvarlo o condenarlo. Y sin embargo se nos escurre constantemente de las manos. No es su obra maestra –¿o sí?– y pese a todo está presente hasta la exasperación. Libro que ha fecundado la narrativa posterior en lengua castellana, obra inimitable e inevitable, Rayuela es un resumen y una obra abierta, según los últimos cánones de la crítica. Se puede leer del derecho y del revés, con el orden de las páginas o el de los capítulos, que admite toda suerte de interpretaciones, que tiene trescientas páginas o seiscientas, que es una búsqueda de la identidad argentina, una historia desolada de amor, una crítica política, una reflexión filosófica, un experimento estructural, un análisis de variantes lingüísticas, una parodia, un rito iniciático, un descenso a los infiernos y una búsqueda del nirvana.

Alguna vez se sospecha que hemos rozado la totalidad, pero el propio Cortázar nos evita esta sospecha con una sonrisa y seguimos adelante: Una puesta en tela de juicio de la novela, una destrucción y una construcción al mismo tiempo, y ambas tareas imposibles por la resistencia de las palabras como diamantes.

(…)

¿Con qué derecho, sin embargo, hablar de salvaciones y condenas? ¿Acaso no nos ha enseñado este escritor que todos estamos sumidos en la misma peregrinación, en la misma búsqueda desesperada? Inolvidable precursor, este poeta que se niega, este asceta de la literatura nos ha otorgado la posibilidad de autocontemplarnos sin piedad y sin complacencia. Su obra tiene ante sí un futuro impredecible. Cada uno de sus libros es un resumen y una puerta, como si fuera una llave. Todo depende del lado en que se coloque el lector. Julio Cortázar ha elegido el de afuera, la intemperie, y nos incita a seguirle entre los escalofríos del riesgo. Mientras tanto, y pese a todo, Sísifos una vez más condenados y felices, sonrían por favor.

Rafael Conte. “16 escritores de Hispanoamérica”. Editorial Prensa Española y Editorial Magisterio Español. Madrid, 1977.

Sobre Ceferino Piriz

Ah, Paco, hay una cosa que me preocupa. Revisando el libro, llegué a la parte en que Traveler lee y comenta el memorable tratado de Ceferino Piriz. De golpe me di cuenta de que muchos lectores van a creer que eso lo inventé yo (mi falta de modestia me invita a suponer que puedan creerme capaz de semejante maravilla). ¿Cómo te parece que deberíamos hacer para indicar que los textos son de Ceferino, y que Ceferino existe? (Por lo menos existía en 1953 cuando mandó su obra a París y yo la barajé en el aire).

Carta a Francisco Porrúa. En París, 5 de enero de 1962.


He nombrado respetuosamente al uruguayo Ceferino Piriz, que me ayudó a escribir Rayuela. ¡Misterioso Ceferino, gárrulos y desaprensivos uruguayos! ¿Será posible que ninguno de ellos haya intentado conocer personalmente a Cefe? Llevo cinco años esperando noticias sobre el autor de La Luz de la Paz del Mundo. ¿Es así, críticos orientales, como investigan las fuentes de su propia cultura? Ceferino estará tomando mate en algún patio montevideano, y entre tanto ustedes siguen rastreando las influencias de Lucano en Herrera y en Reissig (no hay ninguna) en vez de salir a pescar piantados que es mucho más estimulante. ¿Por qué son tan serios, muchachos? ¿No bastaba ya con la otra orilla del río?

Donde se habla de Remeter, de otros piantados y de premios literarios. En La vuelta al día en ochenta mundos. Siglo XXI. 1967.

Rayuela es de alguna manera la filosofía de mis cuentos

Alguien dirá que una cosa es mostrar un extrañamiento tal como se da o como cabe parafrasearlo literariamente, y otra muy distinta debatirlo en un plano dialéctico como suele ocurrir en mis novelas. En tanto lector, tiene pleno derecho a preferir uno u otro vehículo, optar por una participación o por una reflexión. Sin embargo, debería abstenerse de criticar la novela en nombre del cuento (o a la inversa si hubiera alguien tentado de hacerlo) puesto que la actitud central sigue siendo la misma y lo único disímil son las perspectivas en que se sitúa el autor para multiplicar sus posibilidades intersticiales. Rayuela es de alguna manera la filosofía de mis cuentos, una indagación sobre lo que determinó a lo largo de muchos años su materia o su impulso. Poco o nada reflexiono al escribir un relato; como ocurre con los poemas, tengo la impresión de que se hubieran escrito a sí mismos y no creo jactarme de ello si digo que muchos de ellos participan de esa suspensión de la contingencia y de la incredulidad en las que Coleridge veía las notas privativas de la más alta operación poética. Por el contrario, las novelas han sido empresas más sistemáticas, en las que la enajenación de raíz poética sólo intervino intermitentemente para llevar adelante una acción demorada por la reflexión. ¿Pero se ha advertido lo bastante que esa reflexión participa menos de la lógica que de la mántica, que no es tanto dialéctica como asociación verbal o imaginativa? Lo que llamo aquí reflexión merecería quizás otro nombre o en todo caso otra connotación; también Hamlet reflexiona sobre su acción o su inacción, también el Ulrich de Musil o el cónsul de Malcolm Lowry. Pero es casi fatal que esos altos en la hipnosis, en los que el autor reclama una vigilia activa del lector, sean recibidos por los clientes del fumadero con un considerable grado de consternación.

Para terminar: también a mí me gustan esos capítulos de Rayuela que los críticos han coincidido casi siempre en subrayar: el concierto de Berthe Trépat, la muerte de Rocamadour. Y sin embargo no creo que en ellos esté ni por asomo la justificación del libro. No puedo dejar de ver que, fatalmente, quienes elogian esos capítulos están elogiando un eslabón más dentro de la tradición novelística, dentro de un terreno familiar y ortodoxo. Me sumo a los pocos críticos que han querido ver en Rayuela la denuncia imperfecta y desesperada del establishment de las letras, a la vez espejo y pantalla del otro establishment que está haciendo de Adán, cibernética y minuciosamente, lo que delata su nombre apenas se lo lee al revés: nada.

Julio Cortázar. La vuelta al día en ochenta mundos. Siglo XXI, 1967.

Literatura y revolución

Que yo sepa, los productos literarios y artísticos de quienes hacen lo que se llama literatura proletaria, “contenidismo”, y las demás variantes del difunto realismo socialista, no han conseguido hasta ahora nada que parezca valioso no sólo para el presente, sino para las transformaciones del futuro. Hace unos años me tocó participar en una polémica cuyo eje era el concepto de realidad, y a partir de ahí, cuál era la forma en que un escritor revolucionario debía enfrentar y tratar la realidad en sus obras. En esa ocasión hice lo posible por mostrar algo que me parece cada vez más claro, y es que todo empobrecimiento de la noción de realidad en nombre de una temática restringida a lo inmediato y concreto en un plano supuestamente revolucionario, y también en nombre de la capacidad de recepción de los lectores menos sofisticados, no es más que un acto contrarrevolucionario, puesto que todo empobrecimiento del presente gravita en el futuro y lo vuelve más penoso y lejano.

(…) Toda simplificación en nombre o en procura de un público más vasto, es una traición a nuestros pueblos. La creación puede ser simple y clara en su más alto nivel; enhorabuena, ahí están los poemas de Pablo Neruda para probarlo. Pero la creación puede también ser oscura y poco accesible en ese mismo alto nivel, y ahí están los poemas de César Vallejo para probarlo. Los dos fueron fieles a si mismos, y su compromiso político se ejerció total y hermosamente sin que jamás claudicaran de su manera personal de sentir la realidad y de enriquecerla con su voz propia. Conozco de sobra los reproches de hermetismo que me han hecho a lo largo de estos años; vienen siempre de los que reclaman un paso atrás en la creación en nombre de un supuesto paso adelante en la lucha política. No es así como ayudaremos a la liberación final de nuestros países.

Julio Cortázar. “El intelectual y la política en Hispanoamérica”. En “Julio Cortázar: La isla final”, editado por Jaime Alazraki, Ivar Ivask y Joaquín Marco en Ultramar Editores. Barcelona, 1983.

Deontología y autocrítica

“En 1945-46 (…) continué escribiendo historias pero dudaba mucho en llegar a publicar un libro. En ese sentido creo que siempre tuve una visión muy clara. Me observaba a mi mismo, estudiando mi propio desarrollo sin querer jamás forzar las cosas. Sabía que llegaría un momento en que lo que yo escribiera valdría un poco más de lo que escribían otros de mi edad en Argentina. Pero a causa de mi elevado concepto de la literatura consideraba estúpida la costumbre de publicar cualquier cosa, como se hacía en Argentina en aquellos tiempos, en que un chico de veinte años, autor de un puñado de sonetos, corría de un lado para otro tratando de que alguien se los aceptara para la imprenta. Y si no conseguía encontrar quien se los publicara, pagaba el mismo los gastos de edición…”

Julio Cortázar en el libro de Luis Harss y Bárbara Dohrmann “Into the Mainstream”. Harper and Row, Nueva York, 1967. Tomado de “Julio Cortázar: La isla final”, editado por Jaime Alazraki, Ivar Ivask y Joaquín Marco en Ultramar Editores. Barcelona, 1983.

La idea central de Rayuela es una especie de petición de autenticidad total del hombre (II)

Acabo de releerla, a Rayuela. Tiene un gran poder de buena provocación, la novela. Se siente que usted hace un ajuste de cuentas global, con usted y con el mundo.

¡Un ajuste de cuentas del carajo! En primer lugar, como le decía, es una puesta en duda de todos los valores. Ahí, freudianamente, estoy matando a toda mi familia, estoy matando a mi país, a mis compatriotas, a mis amigos, estoy matando todas las herencias. Matándolas en el sentido de cuestionarlas.

Confrontándolas con su proyecto de existencia para saber si sirven o no sirven.

Justo. Y por eso hay esa referencia a la vuelta a fojas cero; eso que se nota mucho en el Oliveira de los primeros capítulos que no acepta nada sin replantear cada cosa y reconsiderar si debe aceptarla o no.

En ese sentido se puede considerar autobiográfica.

Sí, porque yo me cuestioné a mí mismo, en primer lugar, y cuestioné todo lo que traía del pasado, como herencia cultural. Como le dije en alguna parte, uno de los motores más importantes para que hiciera ese cuestionamiento fue el choque brutal con una realidad muy distinta, la europea, que me jabonó el piso y me descolocó.

Sin ese choque, quizás usted hubiera seguido siendo un escritor de buenos cuentos, en la Argentina.

O hubiera vuelto a la Universidad, a la enseñanza, para ganarme la vida; cualquier cosa, pero este tipo de cuestionamiento a fondo y sin piedad, no. Si de alguna cosa estoy seguro es de que un libro como Rayuela yo no lo hubiera escrito si me hubiera quedado en Argentina; de eso estoy absolutamente seguro. Ahora que, hay que agregar, que ese libro tampoco lo hubiera escrito si no hubiera vivido tantos años en la Argentina.

No se trata de negar esa experiencia, en bloque.

No sólo no negarla sino llegar a tener la alegría de aceptarla pero verdaderamente limpia, en vez de vivirla como un sistema de mentiras, como un inmenso engaño o un espejo.

¿Qué parentesco hay entre usted y Oliveira?

En realidad Oliveira se me parece mucho en el plano personal. Es un tipo sumamente tierno, que disimula su ternura. Tierno y necesitado de ternura, lo que pasa es que no la va a aceptar jamás si viene mezclada con un poco de compasión, o sea, si es una ternura fácil. Lo que él quiere son cosas absolutas.

Tiene temor a jugarse, para que no lo lastimen. Porque cuando se juega como con Berthe Trépat, la pianista…

… ¿Usted vio cómo le va?

Con quien le va bien es con la clocharde, así sea a condición de hundirse en la mierda.

Sí, pero ahí le cae la policía justo, cuando está cumpliendo el consejo de Heráclito: meterse en la mierda hasta la nariz para curarse de la hidropesía mental y moral que lleva consigo.

Uno de los problemas de Oliveira es su condición de espectador que muchas veces le hace envidiar la forma de vida mucho más natural, más espontánea e irreflexiva de la Maga. Es una actitud que se ve también en el doctor Hardoy, de “Las puertas del cielo”; en Bruno, de “El perseguidor”; personajes que no pueden escapar de su circuito cerrado de reflexión, disolverse un poco en los otros; participar. ¿Este también es un aspecto personal, autobiográfico?

Sin duda alguna; es una cosa muy personal. “Las puertas del cielo”, “El perseguidor” y Rayuela, para hablar de los tres casos que usted cita, son textos anteriores a mi toma de conciencia en el plano histórico-político. Es una época de mi vida en al que yo me sentía personalmente un espectador de lo que sucedía afuera, sin una verdadera participación, sin un deseo de comunicarme con el otro, con el prójimo. Sí, yo podía tener muy buenas relaciones, podía estar enamorado de una mujer o querer mucho a un amigo o a alguien de mi familia, podía tender puentes de tipo individual, pero hasta el momento de mi toma de conciencia yo era alguien colocado afuera, realmente. Y tengo al impresión de que, sin saberlo demasiado, esos tres textos lo reflejan perfectamente. Quizás más que ninguno, “Las puertas del cielo”.

El personaje ficha a la gente, lleva nota de cada situación.

Es que yo también llevaba fichas y cuando llegué a París quise seguir haciéndolo hasta que se me movió el piso y entré en el clima de Rayuela. Sin llegar todavía a dar el paso; el paso lo di después; pero sin Rayuela –sin la experiencia que traduce Rayuela– nunca lo hubiera dado.

Sin embargo Oliveira, en varios momentos de la novela se da cuenta y dice que la salida no puede ser individual.

Se da cuenta porque no es tonto, pero al mismo tiempo no es un tipo que vaya a moverse por nada. No se olvide, por ejemplo, que él se niega a ayudar en las pegatinas contra la guerra de Argelia e, incluso, acusa a los que las hacen de fabricarse buenas conciencias con trabajitos más o menos revolucionarios. No, yo me daba cuenta de algunas cosas, pero no había tomado conciencia.

Pero esa toma de conciencia no nace de la nada en usted.

¡Claro que no! Por eso le decía que sin todo lo que traduce Rayuela yo no habría podido dar ese paso que me llevó bruscamente a descubrir, por el ojo coagulante que fue la Revolución Cubana, una América Latina que, como tal, me había importado un bledo hasta entonces. No me interesaba más que en individuos, en valores que para mí tenían sentido y en un universo estético.

¿Cómo fue el proceso de trabajo de Rayuela?

Empecé por una especie de obligación de empezar. Al principio fueron papelitos que había ido escribiendo de diferentes modos, en diferentes momentos y después todo eso se ajustó y se combinó. El primer capítulo que escribí fue el del tablón. En la máquina, la novela empezó ahí, en la parte de Buenos Aires. Podía haber sido un cuento; como situación se me dio como se me dan a mí las situaciones de los cuentos: de pronto vi a ese tipo, a esa especie de vago que estaba hablando con uno en la ventana de enfrente y empezaba toda esa extraña ceremonia del tablón, del paquete de yerba, los clavos y la presencia de la mujer –que es una especie de apuesta– y cuando terminé sentí que tenía que irme para atrás. Que Oliveira estaba en Buenos Aires pero que antes había vivido en París (con gran parte de mi experiencia) y entonces empecé la parte de París que contenía ya una serie de capítulos cortos que había escrito sin ninguna intención de novela. Le podría señalar capítulos que son, por ejemplo, pequeñas descripciones, ambientes, situaciones de París que se insertaron luego naturalmente en la novela; es decir, que habían sido pedazos de la novela sin que yo lo supiera.

¿No hubo entonces ningún plan?

Ningún plan; si alguna cosa no ha respondido a un plan es Rayuela. Los capítulos se fueron acumulando. Cuando volví hacia atrás y comencé a escribir la parte de París hice un primer capítulo narrativo, después algunos capitulitos sueltos –donde se habla incidentalmente de la Maga y los primeros encuentros más o menos mágicos– y luego un capítulo muy, muy largo donde los personajes se van definiendo: La Maga cuenta su historia en Montevideo y ya se ve venir a Oliveira, se ve en lo que está; se conoce un poco a los otros personajes. A partir de ahí seguí escribiendo narrativamente, con los grandes huecos que hay. La vida de Pola, por ejemplo –la amiga de Oliveira– está contada espasmódicamente: esa mujer entra y sale de la vida de Oliveira como si entrara por una ventana y saliera por otra; no hay secuencias definidas. Pero yo seguía un orden. Hay un orden de evolución de la relación de Oliveira y la Maga, al muerte de Rocamadour, la partida no explicada ni explicable de la Maga y el derrumbe final, un poco delirante de Oliveira, hasta que lo meten preso y lo mandan de vuelta a la Argentina. Con todos los capítulos intermedios, la larga conversación con Gregorovius, la visita a Morelli en el hospital, las grandes discusiones sobre su obra, todo eso.

Y los capítulos prescindibles, ¿cómo surgen?

Ese fue un trabajo paralelo. Cuando interrumpía la parte narrativa leía el diario y me encontraba con algo que me llamaba la atención, lo pegaba y lo copiaba, o andando por la calle, en un café se me ocurrían notas que convertía en “morellianas”. Estando metido en el clima de la novela me pasaba todo el tiempo reflexionando en el problema del novelista, la crítica de la crítica, la escritura y la desescritura, en todo lo que dice Morelli, y lo iba escribiendo. Me parece que fue acertado –contrariamente a lo que han hecho Thomas Mann o Huxley– no incluirlos en la acción dramática.

Ni siquiera son impuestos; se puede optar por leerlos o no. Ahora, para que la novela verdaderamente responda a su intención, creo que hay que leerla alternando de una parte a la otra, de la acción dramática a los capítulos llamados prescindibles.

Es una de las posibilidades, claro.

Aparte de los elementos de teoría literaria que hay en los capítulos prescindibles, ¿qué otro resultado buscaba, al incorporarlos?

Algo que a mí me parecía muy importante mientras escribía Rayuela y es la búsqueda del lector cómplice. Yo mismo –y ese es mi elemento romántico de que hablábamos– mientras escribía el concierto de Berthe Trépat o la muerte de Rocamadour, me dejaba llevar por la narración que se inflaba hasta alcanzar una dimensión novelesca un poco hipnotizante. Precisamente por eso, al terminar esos capítulos, o en medio de esos capítulos, se intercala un aviso, un pequeño comentario teórico que aparentemente no tiene nada que ver, simplemente para lavarle la cara al lector. Esa es la intención. Decirle: “no te dejes llevar por tantas emociones”.

“Mirá que estás leyendo una novela que vos tenés que escribir también, en la que tenés que participar”

Exactamente. Y a propósito de eso le diré algo interesante que para mí fue una sorpresa. Una muchacha norteamericana que ha hecho una tesis sobre mis cosas me dijo una vez algo que me llamó mucho la atención: “en realidad vos, con tu tablero de dirección, al principio del libro, contradecís tu teoría del lector cómplice porque, en definitiva, lo sometés a otra posible forma de lectura. Le decís: “esto usted lo puede leer así o de esta otra manera”. ¿Y si a ese señor no le da la gana de leerlo ni de una manera ni de la otra? Al darle las instrucciones estás haciendo lo mismo que cualquier novelista tradicional que no le da instrucciones pero que le enchufa el libro desde la página uno a la página cuatrocientos”. Nunca lo había pensado. Mi defensa fue que al principio del libro se dice: “Este libro es muchos libros pero sobre todo dos libros”. Y en ese sentido puedo decirle que he recibido cartas con toda una disposición diferente de capítulos, diciéndome a mí: “lee el libro así que vas a ver que es mucho mejor”. Es extraordinario: hay gente que se ha inventado sus propios itinerarios en el libro.

En algunos casos hay relación entre la acción dramática y el capítulo prescindible, en otros no la hay.

No la hay. No sólo no la hay sino que están en franca contraposición; sacan al lector de una situación muy emotiva y lo meten en otra cómica, como que la duquesa fulanita se rompió una pata jugando al cricket.

¿Y no será algo más que lavarle la cara al lector? ¿No será ponerlo un poco en la piel del novelista y decirle “mire señor, cuando un escritor está escribiendo su novela está metido en un medio donde ocurren un montón de cosas que caen en el texto como meteoritos o salen de él cuando menos se lo espera?

Es cierto, pero yo mentiría si dijera que eso estaba en mis intenciones de entonces. Eso está en mis intenciones diez años después, en el “Libro de Manuel”, o sea la lectura cotidiana de los diarios y su intromisión en el libro que estaba escribiendo. Con Rayuela yo me acuerdo que mi intención explícita era despatetizar, deshipnotizar al lector mediante ese brusco pasaje que lo sacaba de situaciones emocionales que arriesgaban convertirlo en un lector hembra.

El final de Rayuela ha dado mucho que hablar. Es un final abierto, el lector debe decidir la suerte del protagonista. Y es un final “en redondo”: la novela queda dando vueltas entre el capítulo 58 y 131, según el tablero de instrucciones. ¿Eso fue deliberado?

Absolutamente deliberado. La novela queda dando vueltas, como usted dice. Terminado el libro, empezando por mí y siguiendo por cada uno de los otros lectores, cada uno puede tener su propia versión de lo que hizo Oliveira, si se tiró por la ventana o no.

Hay una serie de capitulitos situados en el futuro de ese momento. Oliveira vuelve a la rutina de café con leche de su vida con Gekrepten, los amigos le ponen compresas y lo cuidan; ¿usted pensaba, al escribirlos, que eran reales o imaginados por Oliveira?

Cuando escribí el libro para mí eran reales porque eso podría haber ocurrido con o sin salto de la ventana; incluso Oliveira podía haberse tirado por la ventana y no haberse matado.

Yo siempre los leí como imaginarios; como ocurridos en la cabeza de Oliveira.

Es una linda hipótesis y perfectamente posible. En la situación que él está no es imposible que haya pasado a un estado de delirio y haya imaginado todo eso. Digamos que a partir del momento en que Oliveira se hamaca en la ventana y viene la última frase: “plaf, se acabó”, la opción queda totalmente abierta, tanto para Oliveira como para el lector. Lo que yo vi cuando estaba escribiendo Rayuela –creo que acuerdo más o menos bien– fue el futuro de ese momento, esos fragmentos de que usted habla. Porque Oliveira puede haberse tirado o no por la ventana, puede haberse matado o no, puede haber vivido o imaginado esos momentos futuros pero, en cualquier caso, se muestra a un Oliveira que ya está del otro lado de ese último momento de encuentro y armonía total.

Pero me parece importante, para el sentido de la novela, dilucidar si se mata o no. Si todos los problemas existenciales metafísicos que plantea el personaje se resolvieran con la muerte sería muy simplista, porque con la muerte se van a “resolver” siempre.

De acuerdo con usted: yo nunca he creído que Oliveira se matara.

Esos problemas siguen, y Oliveira, un hombre que tuvo tanta fidelidad a sus búsquedas, se los debe seguir aguantando, como los seguimos aguantando los lectores.

Exactamente.

Según mi lectura –usted dirá– ni se tiró de la ventana, ni se volvió loco (como dicen algunos críticos), sino que entró en una de esas crisis pasivas que seguían a sus grandes crisis activas. No hay que engañarse porque parezca resignado a u mujer y a los paños fríos.

Claro, porque usted vio que las respuestas de Oliveira tienen un humor negro, aunque en apariencia está cariñoso, contento, pacificado. Por lo demás yo tampoco creo que se haya tirado por la ventana. No se tiró en absoluto. Pero entró en una nueva etapa de la que yo podía mostrar sólo esos pequeños pantallazos, porque el libro tenía que terminar alguna vez. Una etapa de atonía que, como usted dice, seguía en él a las grandes crisis.

Que volverán.

¡Vaya a saber lo que hizo cuando se levantó de la cama después que le pusieron las compresas y le cebaron mate!

Incluso antes, con su amigo Traveler, tuvo también una etapa de relaciones condescendientes, fáciles, de barrio.

Sí, en la parte del circo.

Y después vuelve al ataque hasta el enfrentamiento (a la vez tan amistoso) del final.

A mí me gustó llegar a eso –vaya a saber cómo llegaron ellos– a esa especie de doble revelación final de fraternidad total entre Traveler y Oliveira. Esa especie de encuentro, esas dulces palabras que se cambian al final, ese sentimiento de armonía al que llega Oliveira, van a hacer de él, evidentemente, un hombre diferente. En la etapa que vendrá después, que está fuera del libro, Oliveira será un hombre de otra condición; esa noche lo ha hecho franquear una frontera. ¿Hacia qué, para qué? Eso no lo sabía yo; ya no era asunto mío. Yo ya no podía seguirlo, era demasiado vertiginoso; gracias que llegué hasta ahí.

¿Se resigna, Oliveira?

Para mí, no.

Para mí tampoco. No es la primera vez que parece resignado.

Usted vio como se deja expulsar a la Argentina; cómo vuelve, mansito.

Y cada una de sus broncas es mayor que la anterior.

Mucho más. Cada vez. Uno no se puede fiar, con él.

Como el encuentro final con Traveler. ¿Usted cree que Oliveira pensaba que Traveler tenía verdaderamente intención de matarlo?

Escribiendo, yo pensaba que sí. Sin ninguna razón, porque lo más que puede reprocharle Traveler es que Oliveira, con el beso que le dio a Talita en el morgue, estaba intentado sacarle a la mujer. Un poco lo que había sucedido en la escena del tablón.

Y en la escena del tablón ella se define: se queda con Traveler.

Por lo tanto Traveler no tiene ningún nuevo motivo para ir a pegarle un tiro o una puñalada a Oliveira. Pero ese es, quizás, el lado alucinatorio de Oliveira: arma sus defensas contra Traveler, contra todo el mundo y contra él mismo, en alguna medida. Y llega ese diálogo final entre Traveler y Oliveira, tan complicado, tan largo…

Y tan significativo.

Es que ahí se tocaba el final. Es muy curioso, mutatis mutandi y sin ninguna tentativa de comparación, pero ese diálogo de Oliveira y Traveler yo lo releí años después al controlar una traducción y, de golpe, me acordé de otro diálogo, para mí prodigioso de la literatura, que es el que tienen al final de “El Idiota”, de Dostoievski, Mishkin y Stavroguin; la noche en que Stavroguin ha matado a la muchacha y lleva a Mishkin a la habitación y éste se da cuenta de que el cadáver está allí, en al cama, y hay ese encuentro final entre los dos, donde cada uno muestra lo que es. Ni creo que se trate de una influencia, en absoluto; me parece que retrata de un hermoso paralelismo.

Es un diálogo de una enorme tensión, que hace revivir la totalidad de la novela.

¡No se imagina en qué estado escribí yo ese diálogo! Ese, la muerte de Rocamadour, el concierto de Berthe Trépat, los capítulos patéticos del libro. La que me vio fue mi mujer porque me venía a agarrar del cuello y me llevaba a tomar un poco de sopa. Yo había perdido completamente la noción del tiempo. Y no se debía a la influencia del alcohol o algo parecido; no bebía, tomaba mate y fumaba menos que ahora. Ahí si se puede hablar de posesión, esa cosa maravillosa que tiene la literatura. Yo estaba totalmente dominado: era Oliveira, era Traveler y era los dos al mismo tiempo. Ir a comer, tomarme una sopa eran actividades “literarias”, artificiales; lo otro, la literatura, era lo verdadero.

Ernesto González Bermejo. Conversaciones con Cortázar. Editorial Hermes. México, 1978.

Morelliana, siempre

Detesto al lector que ha pagado por su libro, al espectador que ha comprado su butaca, y que a partir de ahí aprovecha el blando almohadón del goce hedónico o la admiración por el genio. ¿Qué le importaba a Van Gogh tu admiración? Lo que él quería era tu complicidad, que trataras de mirar como él estaba mirando con los ojos desollados por un fuego heracliteano… yo escupo en la cara del que venga a decirme que ama a Miguel Angel o a E. E. Cummings sin probarme que por lo menos en una hora extrema ha sido ese amor, ha sido también el otro, ha mirado con él desde su mirada y ha aprendido a mirar como él hacia la apertura infinita que espera y reclama.

La vuelta al día en ochenta mundos. Siglo XXI. 1967.

De otra máquina célibe - Cronopios, vino tinto y cajoncitos (Rayuel-o-matic)

Por Paco y Sara Porrúa, dos lados del indefinible polígono que va urdiendo mi vida con otros lados que se llaman Fredi Guthmann, Jean Thiercelin, Claude Tarnaud y Sergio de Castro (puede haber otros que ignoro, partes de la figura que se manifestarán algún día o nunca), conocí a Juan Esteban Fassio en un viaje a la Argentina, creo que hacia 1962. Todo empezó como debía, es decir en el café de la estación de Plaza Once, porque cualquiera que tenga un sentimiento sagaz de lo que es el café de una estación ferroviaria comprenderá que allí los encuentros y los desencuentros tenían que darse de entrada en un territorio marginal, de tránsito, que eran cosa de borde. Esa tarde hubo como una oscura voluntad material y espesa, un alquitrán negativo contra Sara, Paco, mi mujer y yo que debíamos encontrarnos a esa hora y nos desencontramos, nos telefoneamos, buscamos en las mesas y los andenes y acabamos por reunirnos al cabo de dos horas de interminables complicaciones y una sensación de estar abriéndonos paso los unos hacia los otros como en las peores pesadillas en que todo se vuelve postergación y goma. El plan era ir desde allí a la casa de Fassio, y si en el momento no sospeché el sentido de la resistencia de las cosas a esa cita y a ese encuentro, más tarde me pareció casi fatal en la medida en que todo orden establecido se forma en cuadro frente a una sospecha de ruptura y pone sus peores fuerzas al servicio de la continuación. Que todo siga como siempre es el ideal de una realidad a la medida burguesa y burguesa ella misma (por ser de medida); Buenos Aires y especialmente el café del Once se coaligaron sordamente para evitar un encuentro del que no podía salir nada bueno para la República. Pero lo mismo llegamos a la calle Misiones (hay nombres que...), y antes de las ocho de la noche estábamos bebiendo el primer vaso de vino tinto con el Proveedor Propagador en la Mesembrinesia Americana, Administrador Antártico y Gran Competente OGG, además de regente de la cátedra de trabajos prácticos rousselianos. Tuve en mis manos la máquina para leer las Nouvelles impressions d'Afrique, y también la valija de Marcel Duchamp; Fassio, que hablaba poco, servía en cambio unos sándwiches de tamaño natural y mucho vino tinto, y acabó sacando una kodak del tiempo de los pterodáctilos con la que nos fotografió a todos debajo de un paraguas y en otras actitudes dignas de las circunstancias. Poco después volví a Francia, y dos años más tarde me llegaron los documentos, anunciados sigilosamente por Paco Porrúa que había participado con Sara en la etapa experimental de la lectura mecánica de Rayuela. No me parece inútil reproducir ante todo el membrete y encabezamiento de la trascendental comunicación:


Seguían diversos diagramas, proyectos y diseños, y una hojita con la explicación general del funcionamiento de la máquina, así como fotos de los científicos de las Subcomisiones Electrónica y de Relaciones Patabrownianas en plena labor. Personalmente nunca entendí demasiado la máquina, porque su creador no se dignó facilitarme explicaciones complementarias, y como no he vuelto a la Argentina sigo sin comprender algunos detalles del delicado mecanismo. Incluso sucumbo a esta publicación quizá prematura e inmodesta con la esperanza de que algún lector ingeniero descifre los secretos de la RAYUEL-O-MATIC, como se denomina la máquina en uno de los diseños que, lo diré abiertamente, me parece culpable de una frívola tendencia a introducirla en el comercio, sobre todo por la nota que aparece al pie:

Se habrá advertido que la verdadera máquina es la que aparece a la izquierda; el mueble con aire de triclinio es desde luego un auténtico triclinio, puesto que Fassio comprendió desde un comienzo que Rayuela es un libro para leer en la cama a fin de no dormirse en otras posiciones de luctuosas consecuencias. Los diseños 4 y 5 ilustran admirablemente esta ambientación favorable, sobre todo el número 5 donde no faltan ni el mate ni el porrón de ginebra (juraría que también hay una tostadora eléctrica, lo que me parece una pituquería):


Nunca entenderé por qué algunos diseños venían numerados mientras otros se dejaban situar en cualquier parte, temperamento que he imitado respetuosamente. Pienso que éste dará una idea general de la máquina:

No hay que ser Werner von Braun para imaginar lo que guardan las gavetas, pero el inventor ha tenido buen cuidado de agregar las instrucciones siguientes:

A — Inicia el funcionamiento a partir del capítulo 73 (sale la gaveta 73); al cerrarse ésta se abre la No. 1, y así sucesivamente. Si se desea interrumpir la lectura, por ejemplo en mitad del capítulo 16, debe apretarse el botón antes de cerrar esta gaveta.

B — Cuando se quiera reiniciar la lectura a partir del momento en que se ha interrumpido, bastará apretar este botón y reaparecerá la gaveta No. 16, continuándose el proceso.

C — Suelta todos los resortes, de manera que pueda elegirse cualquier gaveta con sólo tirar de la perilla. Deja de funcionar el sistema eléctrico.

D — Botón destinado a la lectura del Primer Libro, es decir, del capítulo 1 al 56 de corrido. Al cerrar la gaveta No. 1, se abre la No. 2, y así sucesivamente.

E — Botón para interrumpir el funcionamiento en el momento que se quiera, una vez llegado al circuito final: 58 - 131 - 58 - 131 - 58, etcétera.

F — En el modelo con cama, este botón abre la parte inferior, quedando la cama preparada.

En una referencia complementaria se alude a un botón G, que el lector apretará en caso extremo, y que tiene por función hacer saltar todo el aparato

Los diseños 1, 2 y 3 permiten apreciar el modelo con cama, así como la forma en que sale y se abre esta última apenas se aprieta el botón F.

Atento a las previsibles exigencias estéticas de los consumidores de nuestras obras, Fassio ha previsto modelos especiales de la máquina en estilo Luis XV y Luis XVI.

En la imposibilidad de enviarme la máquina por razones logísticas, aduaneras e incluso estratégicas que el Colegio de Patafisíca no está en condiciones ni en ánimo de estudiar, Fassio acompañó los diseños con un gráfico de la lectura de Rayuela (en la cama o sentado).


La interpretación general no es difícil: se indican claramente los puntos capitales comenzando por el de partida (73), el capítulo emparedado (55) y Los dos capítulos del ciclo final (58 y 131). De la lectura surge una proyección gráfica bastante parecida a un garabato, aunque quizá los técnicos puedan explicarme algún día por qué los pasos se amontonan tanto hacia los capítulos 54 y 64. El análisis estructural utilizará con provecho estas proyecciones de apariencia despatarrada; yo le deseo buena suerte.

La vuelta al día en ochenta mundos. Siglo XXI. 1967.

Muerte de Antonin Artaud (1948)

La razón del surrealismo excede toda literatura, todo arte, todo método localizado y todo producto resultante. Surrealismo es cosmovisión, no escuela o ismo; una empresa de conquista de la realidad, que es la realidad cierta en vez de la otra de cartón piedra y por siempre ámbar; una reconquista de lo mal conquistado (lo conquistado a medias: con la parcelación de una ciencia, una razón razonante, una estética, una moral, una teleología).

(…)

Ya es tiempo de que esto se advierta mejor: lo digo para los jóvenes supuestamente surrealistas, que tienden al tic, a la determinación típica, que dicen “esto es surrealismo” como quien le muestra el ñú o el rinoceronte al niño, y que dibujan cosas surrealistas partiendo de una idea realista deformada, teratólogos a secas; es ya tiempo de que se advierta cómo a más surrealismo corresponden menos rasgos con etiqueta surrealista (relojes blandos, giocondas con bigote, retratos tuertos premonitorios, exposiciones y antologías). Simplemente porque el ahondamiento surrealista pone más el acento en el individuo que en sus productos, avisado ya de que todo producto tiende a nacer de insuficiencias, reemplaza y consuela con la tristeza del sucedáneo. Vivir importa más que escribir, salvo que el escribir sea –como tan pocas veces- un vivir. Salto a la acción, el surrealismo propone el reconocimiento de la realidad como poética, y su vivencia legítima (…).

Creo que son otras las fuerzas que contuvieron a Artaud en la orilla misma del gran salto; creo que estas fuerzas moraban en él, como en todo hombre todavía realista a pesar de su voluntad de sobrerrealizarse; sospecho que su locura es un testimonio de la lucha entre el homo sapiens milenario y ese otro que balbucea más adentro, se agarra con uñas nocturnas desde abajo, trepa y se debate, buscando con derecho coexistir y colindar hasta la fusión total.