Entrevista de Margarita García Flores

Rayuela es un poco una síntesis de mis diez años de vida en París, más los años anteriores. Allí hice la tentativa más a fondo de que era capaz en ese momento para plantearme en términos de novela lo que otros, los filósofos, se plantean en términos metafísicos. Es decir, los grandes interrogantes, las grandes preguntas. Creo que en Rayuela hay otras muchas cosas. El libro, así como se puede leer en distintos planos –incluso el autor le da al lector una doble opción– también, me parece, por lo menos en mi intención, que está dividido en una serie de planos, a  veces definibles y a veces en diagonal, que se entrecruzan unos con otros. Por un lado hay lo que podríamos llamar una especie de crítica metafísica total. El personaje de Rayuela, creo que todos los lectores lo han sentido muy claramente, es un hombre que no acepta el punto de la civilización al que él ha llegado, de la civilización judeo-cristiana; no lo acepta en bloque. Él tiene la impresión de que hay una especie de equivocación en alguna parte y que habría que, o bien desandar caminos para volver a partir con posibilidades de no equivocarse, o bien llegar a una expecie de explosión total para, de allí, iniciarse en otro camino. Eso sería en el plano digamos metafísico del personaje, pero paralelamente me interesó buscar una especie de crítica del lenguaje y de crítica de la novela como vehículo de esas ideas, porque, y además creo que se dice en alguna parte del libro, no podemos protestar de nada si no tenemos un lenguaje capaz de protestar. Si utilizamos un lenguaje falseado y viciado por dos mil años de civilización occidental, ¿cómo podemos utilizarlo para lo que queremos si el lenguaje mismo nos está traicionando? Entonces, en la misma novela hay una tentativa un poco burlona, un poco satírica muchas veces, de destruir todas las ideas recibidas del lector, un sistema de prejuicios: el hecho de leer el libro del capítulo 1 al capítulo 2 y del 2 al 3; o sea, una serie de destrucciones de pequeños tabús, de pequeños mitos que están disimulando y enmascarando las equivocaciones más profundas. Lo que en Rayuela se dice –muy grosso modo– es que hasta que no hagamos una crítica profunda del lenguaje de la literatura no podremos plantearnos una crítica metafísica, más honda de la naturaleza humana. Tiene que ser una marcha paralela y, por así decirlo, simultánea. Cuando hablo de crítica del lenguaje o de modificación de las estructuras lingüísticas no creo que esto sea ni tarea de gramáticos ni tarea de filólogos, que es gente que hace estupendamente su trabajo, pero que llega siempre a posteriori. Yo me refiero al trabajo del novelista en sí, del creador. Si el instrumento del novelista es el lenguaje y él tiene la conciencia de que su lenguaje en las circunstancias actuales es adulterado en una gran medida, tiene que proponerse una especie de higiene intelectual previa, o por lo menos paralela, a la obra misma. Algún crítico argentino señaló que mis primeros libros estaban mejor escritos que los últimos. Desde su punto de vista tiene razón, pero desde mi punto de vista él está equivocado y yo tengo razón. Mis primeros libros estaban mejor escritos porque yo manejaba un lenguaje un poco artificioso que se adaptaba a situaciones también artificiosas. Ahora, para llegar a situaciones que para mí son más vitales, más hondas, ese lenguaje ya no me servía, entonces lo destruí. No he tenido ningún miedo en caer en toda clase de incorrecciones, utilizar las hablas más populares de la Argentina –lo que llamamos el lunfardo, en Buenos Aires; quebrar toda sintaxis y toda gramática cuando me convenía, porque entiendo que esa especie de revolución que se hace dentro de la palabra es la única que finalmente nos puede mostrar la otra revolución, que es la que podríamos decir del espíritu en esta línea de la que yo le estoy hablando. Desde luego, creo que sería útil entenderse más claramente en esto de la revolución del espíritu porque si se usan las palabras livianamente, caigo en el defecto que he estado criticando en estos últimos cinco minutos. Espíritu es una palabra tan desacreditada que cada vez sabemos menos lo que significa; y en cuanto a revolución, los adversarios de las revoluciones dan definiciones de ella que también la convierten en un término sumamente discutible. El problema central para el personaje de Rayuela, con el que yo me identifico en este caso, es que él tiene una visión que podríamos llamar maravillosa de la realidad. Maravillosa en el sentido de que él cree que la realidad no es ni misteriosa, ni trascendente, ni teológica, sino que es profundamente humana, pero que por esa serie de equivocaciones a que nos referíamos hace un momento ha quedado como enmascarada detrás de una realidad prefabricada, con muchos años de cultura, una cultura en donde hay maravillas pero también hay profundas aberraciones, profundas tergiversaciones. Para el personaje de Rayuela habría que proceder por bruscas irrupciones en una realidad más auténtica. El que ha leído la novela sabe muy bien que el personaje de El perseguidor se debate sobre sus propias limitaciones. Sin embargo, me parece haber apuntado hacia unas aperturas en ese sentido, y la reacción de una parte de los lectores jóvenes de Rayuela me prueba que en el fondo no ha sido inútil escribirlo. Nunca creí que un libro mío fuera leído por los jóvenes como lo ha sido. Yo pensaba escribir para la gente de mi edad y ser leído por un grupo muy restringido. Me parecía hacer una literatura difícil, un poco abstrusa, sin concesiones, y de golpe veo que una generación de gente joven ha encontrado en Rayuela, no diré una contestación, pero sí una incitación. He recibido muchas cartas que son siempre la misma carta, donde me dicen: Usted ha hecho el libro que yo pensaba o que yo creía que podía hacer alguna vez. Usted me ha robado mi novela. Y es un poco cierto, es muy conmovedor porque yo tengo ahora, a posteriori, la impresión de que lo que hice con ese libro fue simplemente responder a ciertas cosas que estaban en el aire.

Revista de la Universidad de México, vol. 21, núm. 7, marzo 1967, pp. 10-13.