Julio Cortázar – De otros usos del cáñamo (Territorios, 1978)

Entre sus muchas propiedades mágicas está la de cambiar de nombre apenas cruzar el Atlántico; en España se llama cordel, en Montevideo o Buenos Aires piolín. Protagonista o intercesor de incontables metamorfosis –su nombre, sus dibujos, sus funciones– el cordel que yo llamo piolín es uno de esos elementos que pueblan imborrablemente el museo de mi infancia, y que a lo largo de la vida se han mantenido en un profundo, inexplicable contacto con mi visión de las cosas. Leopoldo Nóvoa lo sabe ahora; me bastó mirar algunas de sus obras para encontrar el rumbo y la justificación de estas líneas. Sin decírnoslo, fue como sentir que existe en el mundo una fraternidad innominada de artistas y poetas para quines el piolín vale como signo masónico, como santo y seña sigiloso. Detrás, quizás, el mito de Aracne y la inmensa telaraña de las afinidades electivas; no cualquiera, sea dicho sin énfasis, merece la hermandad universal del piolín.

Carezco de capacidad reflexiva y sintética, y no soy de los que salen a investigar si a Novalis le gustaban los piolines o si Yehudi Menuhin los aborrece; puedo en cambio retrazar las nimias memorias de mi propio ovillo desde una edad muy temprana. Muchas veces me he preguntado cuándo surgen por primera vez los seres y los objetos que habrán de elegirnos (Jean Paul Sartre me perdone) para siempre: cierto color de ojos, cierta flor, cierto jamón con huevos. De pronto están ahí, apasionadamente parecidos. Dante podrá decirnos cuándo vio por primera vez a Beatriz y cómo el tiempo detuvo su curso durante un infinito instante; pero el niño Alighieri no hubiera podido recordar el día y el lugar en que la poesía se le apareció como su futuro Virgilio. Vaya a saber en qué momento los piolines dejaron de ser para mí esas meras cosas de esparto o de rafia con que se ataban los paquetes, para dárseme de una manera inexplicablemente rica y privilegiada, ya no el ovillo utilitario al que acudía la familia con tijeras e indiferencia. Puedo, sí, recordar la maravilla de una hora, acaso la que paradójicamente me ató para siempre a los piolines: una migo de casa, que amaba a los niños y les proponía enigmas, juegos absurdos, búsquedas de tesoros y golosinas de colores jamás repetidos, me puso en las manos un aro de piolín y me enseñó el misterio de irlo cruzando entre los dedos, tejiendo, pasando por arriba y por abajo, multiplicando las figuras, llenado el aire de una siesta con una frágil geometría interminable.

Pero aún no podía saber lo que comprendí mucho más tarde, el mensaje cifrado, el largísimo y sinuoso quipu que Ariadna enviaba a su hermano minotauro para que encontrara la salida del dédalo y se reuniera por fin con ella en una libertad de praderas minoicas. En esos años de lecturas y tanteos, cordeles y cintas guardaron un prestigio penetrante de mensajerías y de enlaces; el acto de atar o desatar seguía siendo una imagen que remitía oscuramente a los arcanos y a la vez al conocimiento; eran años en que yo ataba mis secretos personales, la revelación de la sensualidad, el sentimiento de la muerte, y desataba libros, cuentos y novelas, abriendo apasionadamente los paquetes de la imaginación y la poesía.

Hay después una vasta zona de vida, las grandes elecciones voluntarias y por debajo, siempre, la recurrencia de los primeros y obstinados signos de contacto con los mundos de adentro, la fórmula intocable de la sangre individual. Por eso ciertas secuencias que desafiaban toda lógica no podían sorprenderme; nada más natural que elegir a Marcel Duchamp como uno de mis faros, en el sentido baudeleriano del término, y sólo muchos años más tarde saber de su obsesión por los piolines, sus atmósferas espaciales nacidas de insolentes telarañas. Y aún menos sorpresivo el hecho de buscar mi primer trabajo en Francia y descubrir que detrás de una función de escribiente en casa de un exportador de libros se escondía la verdadera tarea que me esperaba cada mañana: hacer paquetes, pasar horas y horas entre ovillos de piolín, distribuyendo sus pedazos por todo el continente latinoamericano. Contra lo que parecía sospechar mi patrón, ese trabajo me llenó de gozo; a mi manera, sin que nadie pudiera saberlo, yo enviaba mis mensajes a Buenos Aires, a México, a Bogotá, a La Habana, otras manos inocentes desataban allá mis paquetes para sacar el Pequeño Larousse Ilustrado o la Enciclopedia Quillet, y mis piolines multicolores iban quedando en los rincones de las librerías, acaso servían para nuevos y más modestos paquetes, reanudaban el viaje planetario…

Era casi fatal que unos años más tarde, en su último delirio de lucidez, un tal Horacio Oliveira se parapetara detrás de una terrible, precaria defensa de piolines; y que mucho después, hoy, estas palabras vinieran a encontrarse con los piolines que el arte de Leopoldo Nóvoa alza como nadie a su vocación de signos, de indicaciones, de instrumentos para una náutica que acata otras cartografías, que busca las tierras incógnitas de la sola realidad que nos importa.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Un montón de pensamientos deslavazados:

No deja de ser curiosa la conexión tan clara que -al menos para mí- existe entre la acción de tejer y la de escribir. Ambas son tareas hipnóticas, de ensimismamiento -imaginen a un escritor dándole a la tecla o a la pluma. Imaginen a una tejedora dándole a al peine y la lanzadera-. Hay palabras, como urdir y trama, que les son comunes y capitales.

(Se me viene a la mente, además, la imagen tan hermosa de la dama de Shallot, tejiendo la realidad que ve reflejada en los espejos)

Tejer ha sido siempre una actividad netamente femenina. Mujer, rueca y labor han aparecido siempre juntas -todas las mujeres que retrata Homero, por ejemplo, excepto la inútil de Helena, eran tejedoras-.

Y, ¿cómo habrían de ser, de tener consistencia, los hilos de las historias? Pegajosos, transparentes, en torno a un centro, interconectados, bien trabados.

'En el centro mismo de la maraña/Dios, la araña', que decía Alejandra.

groupe 7 dijo...

de hecho tejer y texto tienen la misma etimología... mira: http://cvc.cervantes.es/el_rinconete/anteriores/octubre_08/08102008_01.asp