Señales

"... este libro (que se llama De este lado) es el polo contrario -necesariamente contrario- de Presencia. Por varias razones: el contenido, alejado de todo preciosismo y de toda "música" exterior; el verso, blanco y enteramente libre; la intención, orientada exclusivamente hacia la raíz de lo poético."

"... día a día toma incremento en mi interior un segundo individuo, peligrosamente inclinado al escepticismo, a la angustia -que es lo contrario del escepticismo, lo cual no deja de ser gracioso- y al abandono de toda tentativa."

"Día a día comprendo que no se debe supervalorar la cultura... ¿no piensan ustedes que, en cierta medida, hemos llegado a creer con Mallarmé que todo termina en un libro? Cuando, en realidad, yo preferiría insinuar que es allí donde todo empieza..."

"Cada día me convenzo más de que la vigilia y el sueño son momentos de una realidad que se nos escapa íntegramente y de la cual sólo advertimos (o creamos) fragmentos aislados. Nunca amé demasiado el racionalismo frío y absoluto; ahora lo detesto profundamente. Creo que en la intuición, en los valores emotivos, en la poesía de todo acto intensamente vivido, se esconden las fuentes últimas de la verdad."

"... yo empiezo a ver la necesidad de un análisis esencial de conceptos tales como cultura, hombre, democracia, valores, teología, progreso."

Cartas. 1940.

De Rayuela a Marelle

Creo que Sudamericana debe indicarle a Gallimard: a) que la traducción va a plantear serios problemas; b) que el autor vive en París y estaría dispuesto a supervisar los problemas que eso plantee; c) que el autor cree que, a fin de que no pasen dos o tres años, convendría que el libro fuese traducido por dos personas, una de las cuales se haría cargo de la parte “novelesca”, y otra de la “morelliana” y textos conexos.

Carta a Francisco Porrúa, 5 de enero de 1964

A Graciela de Sola. París, 7 de enero de 1964

Querida amiga:

Me excuso por mi demora en contestarle, y le envío estas líneas con algunos puntos de vista que no son precisamente respuestas a sus preguntas, pero que quizá le ayudarán en su propósito.

La búsqueda de “lo otro”. Sí, es el tema central y la razón de ser de Rayuela. Todo el libro gira en torno a ese sentimiento de falta, de ausencia, y aunque el protagonista está lejos de llegar a la meta que vagamente entrevé, su “epopeya cósmica”, como muy acertadamente la define usted, no es más que esa especie de búsqueda de un Graal en el que ya no hay la sangre de un dios, sino quizá el dios mismo; pero ese dios sería el hombre, aquí abajo, el hombre libre de todo lo que lo condiciona y lo deforma, empezando por los dioses mismos.

Crítica a la cultura occidental. Bueno, yo no la critico en bloque, no la rechazo ingenuamente como, digamos, Rousseau rechazaba la civilización por creer que el “buen salvaje” era lo más perfecto. Lo que denuncio en nuestra cultura es la monstruosa hipertrofia de algunas posibilidades humanas (la razón, por ejemplo) en desmedro de otras, menos definibles por estar situadas precisamente al margen de la órbita racional. Pero no me crea un enemigo de la razón, porque sería pueril. Lo que me inquieta es comprobar cotidianamente los efectos de ese desequilibrio resultante de un “humanismo” de raíz griega, que en definitiva pone el acento en el sapiens más que en el homo. Usted tiene razón: mis ataques son hiperintelectuales, lo que resultaría contradictorio. Pero, como sucede muchas veces, no tiene toda la razón. No la tiene, porque yo creo que el ataque a fondo a estos moldes de vida viciados y falsos en que nos movemos, no se hace en Rayuela con armas intelectuales. Uso estas últimas en las discusiones, en el aparato teórico por así decirlo; pero lo que le da a Rayuela, creo, su eficacia última, el impacto a veces terrible que ha tenido en muchos lectores, es otra cosa: es lo de abajo, los episodios irracionales, los asomos a dimensiones donde la inteligencia es como un nadador sin agua. Pero esto ya no lo puedo explicar; usted sabrá si lo ha sentido como lo sentí yo al escribirlo. La verdad es que sin esas subyacencias, que son para mí lo único que cuenta de verdad en el libro, yo habría escrito otra novela “inteligente” sin más. Y vaya si las hay…

De acuerdo con lo que me dice –y me corrige– acerca del surrealismo. Quizá me expresé mal la otra vez, pero también creo con usted que el surrealismo no es un “programa” (mal que le pese a Breton y a su capilla, convertidos en una escuelita de provincia), y que la culminación de ese camino debería ser (y a veces ya lo es) la superconciencia. Lo que más me fastidia de los productos del surrealismo, es que son “literatura” o “pintura” o “cine”, y no porque usen esos medios como vehículo de acción espiritual y concreta –pues eso estaría muy bien– sino porque acaban por ingresar en el arte o las letras profesionales. Hay muy pocos Artaud y demasiados Dalí. La verdad es que en nuestros días, lo mejor del surrealismo suele estar hecho por gentes que no sospechan para nada que son surrealistas. En mi familia hay uno o dos así.

Gracias por escribirme, y por sentir tan desde adentro esa brújula diferente que unos cuantos quisiéramos atarle al cuello a la Historia.

Su amigo,
Julio Cortázar

El fondo de un hombre es el uso que haga de su libertad

Usted cree que yo puedo quizá llegar a ser un novelista. Me falta, como me dice, “un peu de souffle pour aller jusqu’au bout”. Pero aquí, Jean, intervienen otras razones, y éstas estrictamente intelectuales y estéticas. La verdad, la triste o hermosa verdad, es que cada vez me gustan menos las novelas, el arte novelesco tal como se lo practica en estos tiempos. Lo que estoy escribiendo ahora será (si lo termino alguna vez) algo así como una antinovela, la tentativa de romper los moldes en que se petrifica ese género. Yo creo que la novela “psicológica” ha llegado a su término, y que si hemos de seguir escribiendo cosas que valgan la pena, hay que arrancar en otra dirección. El surrealismo marcó en su momento algunos caminos, pero se quedó en la fase pintoresca. Es cierto que no podemos ya prescindir de la psicología, de los personajes explorados minuciosamente; pero la técnica de los Michel Butor y las Nathalie Sarraute me aburren profundamente. Se quedan en la psicología exterior, aunque crean ir muy al fondo. El fondo de un hombre es el uso que haga de su libertad. Por ahí se va a la acción y a la visión, al héroe y al místico. No quiero decir que la novela deba proponerse esta clase de personajes porque los únicos héroes y místicos interesantes son los vivientes, no los inventados por un novelista. Lo que creo es que la realidad cotidiana que creemos vivir es apenas el borde de una fabulosa realidad reconquistable, y que la novela, como la poesía, el amor y la acción, deben proponerse penetrar en esa realidad. Ahora bien, y esto es lo importante: para quebrar esa cáscara de costumbres y vida cotidiana, los instrumentos literarios usuales ya no sirven. Piense en el lenguaje que tuvo que usar un Rimbaud para abrirse paso en su aventura espiritual. Piense en ciertos versos de Les Chimères de Nerval. Piense en algunos capítulos de Ulysses. ¿Cómo escribir una novela cuando primero habría que des-escribirse, des-aprenderse, partir “à neuf”, desde cero, en una condición pre-adamita, por decirlo así? Mi problema, hoy en día, es un problema de escritura, porque las herramientas con las que he escrito mis cuentos ya no me sirven para esto que quisiera hacer antes de morirme. Y por eso –es justo que usted lo sepa desde ahora–, muchos lectores que aprecian mis cuentos habrán de llevarse una amarga desilusión si alguna vez termino y publico esto en que estoy metido. Un cuento es una estructura, pero ahora tengo que desestructurarme para ver de alcanzar, no sé cómo, otra estructura más real y verdadera; un cuento es un sistema cerrado y perfecto, la serpiente mordiéndose la cola; y yo quiero acabar con los sistemas y las relojerías para ver de bajar al laboratorio central y participar, si tengo fuerzas, en la raíz que prescinde de órdenes y sistemas. En suma, Jean, que renuncio a un mundo estético para tratar de entrar en un mundo poético. ¿Me hago ilusiones, terminaré escribiendo un libro o varios libros que serán siempre míos, es decir con mi tono, mi estilo, mis invenciones? A lo mejor sí. Pero habré jugado lealmente, y lo que salga será así porque no puedo hacer otra cosa. Si hoy siguiera escribiendo cuentos fantásticos me sentiría un perfecto estafador; modestia aparte, ya me resulta demasiado fácil, “je tiens le système”, como diría Rimbaud. Por eso “El Perseguidor” es diferente, y usted habrá pensado en él al leer estas líneas tan confusas. Ahí ya andaba yo buscando la otra puerta. Pero todo es tan oscuro, y yo soy tan poco capaz de romper con tanto hábito, tanta comodidad mental y física, tanto mate a las cuatro y cine a las nueve… Para subir a la Santa María y poner proa al misterio hay que empezar por tirar la yerba a la basura. Y con este mal anacronismo cierro este capítulo que sin embargo estoy contento de haber escrito para usted, como una confidencia y un anuncio.

A Jean Barnabé. París, 27 de junio de 1959

Nota a Los Premios

Los soliloquios de Persio han perturbado a algunos amigos a quienes les gusta divertirse en línea recta. A su escándalo sólo puedo contestar que me fueron impuestos a lo largo del libro y en el orden en que aparecen, como una suerte de supervisión de lo que se iba urdiendo o desatando a bordo. Su lenguaje insinúa otra dimensión o, menos pedantescamente, apunta a otros blancos. Jugando al sapo ocurre que después de cuatro tejos perfectamente embocados, mandamos el quinto a la azotea; no es una razón para… Ahí está: no es una razón. Y precisamente por eso el quinto tejo corona quizá el juego en algún marcador invisible, y Persio puede farfullar aquellos versos que presumo anónimos y españoles: “Nadie con el tejo dio / Y yo con el tejo di.”

Por último, sospecho que este libro desconcertará a aquellos que apoyan a sus escritores preferidos, entendiendo por apoyo el deseo y casi la orden de que sigan por el mismo camino y no salgan con un domingo siete. El primer desconcertado he sido yo, porque empecé a escribir partiendo de la actitud central que me ha dictado otras cosas muy diferentes; después, para mi maravilla y gran diversión, la novela se cortó sola y tuve que seguirla, primer lector de episodios que jamás había pensado que ocurrirían a bordo de un barco de la Magenta Star.

Los Premios. Editorial Sudamericana. Buenos Aires, 1960

Nuevos Aires

“Para Julio Cortázar, que abrió un boquete respiratorio en la literatura, tan anciana la pobre.”

Dedicatoria manuscrita de Juan Carlos Onetti en su libro 'Dejemos hablar al viento', en la Biblioteca Cortázar de la Fundación Juan March.

Un resumen de deseos, esperanzas, y fracasos

17 de diciembre de 1958: Terminé una larga novela que se llama Los premios y que espero leerán ustedes un día. Quiero escribir otra, más ambiciosa, que será, me temo, bastante ilegible; quiero decir que no será lo que suele entenderse por novela, sino una especie de resumen de muchos deseos, de muchas nociones, de muchas esperanzas y también, por qué no, de muchos fracasos. Pero todavía no veo con suficiente precisión el punto de ataque, el momento de arranque; siempre es lo más difícil, por lo menos para mí.

30 de mayo de 1960: Escribo mucho, pero revuelto. No sé lo que va a salir de una larga aventura a la que creo aludí en alguna otra carta. No es una novela, pero sí un relato muy largo que en definitiva terminará siendo la crónica de una locura. Lo he empezado por varias partes a la vez, y soy a la vez lector y autor de lo que va saliendo. Quiero decir que como a veces escribo episodios que vagamente corresponderán al final (cuando todo esto esté terminado, unas mil páginas más o menos), lo que escribo después y que corresponde al principio o al medio, modifican lo ya escrito, y entonces tengo que volver a escribir el final (o al revés, porque el final también altera el principio). La cosa es terriblemente complicada, porque me ocurre escribir dos veces un mismo episodio, en un caso con ciertos personajes, y en otro con personajes diferentes, o los mismos pero cambiados por circunstancias correspondientes a un tercer episodio. Pienso dejar los dos relatos de esos episodios, porque cada vez me convenzo más de que nada ocurre de una cierta manera, sino que cada cosa es a la vez muchísimas cosas. Esto, que cualquier buen novelista sabe, ha sido en general enfocado como lo hizo Wilkie Collins en The Moonstone, es decir, un mismo episodio “visto” por varios testigos, que lo van contando cada uno a su manera. Pero yo creo ir un poco más lejos, porque no cambio de testigo, sino que le hago repetir el episodio… y sale distinto. ¿No le ocurre a usted, al contar algo a un amigo, darse cuenta en el momento que las cosas eran diferentes de lo que creía? A mitad del relato, un golpe de timón desvía el barco. Lo justo, en ese caso, es presentar las dos versiones. Pero como el lector se aburriría si tuviera que leer dos veces seguidas un mismo relato, en el que los cambios serían siempre pocos con relación al total, he fabricado una serie de procedimientos más o menos astutos, que sería un poco largo contarle ahora. Baste decirle que el libro ocurre mitad en B.A. y mitad en París (creo tener ya bastante perspectiva de ambas como para hacerlo), pero que con frecuencia los episodios se cumplen en un “no man’s land” que la sensibilidad del lector deberá situar, si puede. En realidad me propongo empezar por el final, y mandar al lector a que busque en diferentes partes del libro, como en la guía del teléfono, mediante un sistema de remisiones que será la tortura del pobre imprentero… si semejante libro encuentra editor, cosa que dudo.

19 de agosto de 1960: Un día le pediré que lea lo que estoy haciendo ahora, y que es imposible de explicar por carta, aparte de que yo mismo no lo entiendo. Ignoro cómo y cuándo lo terminaré; hay cerca de cuatrocientas páginas, que abarcan pedazos del fin, del principio, y del medio del libro, pero que quizás desaparezcan frente a la presión de otras cuatrocientas o seiscientas que tendré que escribir entre este año y el que viene. El resultado será una especie de almanaque, no encuentro mejor palabra (a menos que “baúl de turco”…). Una narración hecha desde múltiples ángulos, con un lenguaje a veces tan brutal que a mí mismo me rechaza la relectura y dudo de que me atreva a mostrarlo a alguien, y otras veces tan puro, tan poco literario… Qué se yo lo que va a salir.

22 de mayo de 1961: Entretanto aproveché Viena [mayo de 1961] para terminar la primera versión de La Rayuela, y al volver de mis vacaciones la trabajaré a fondo para que esté lista, si es posible, a fin de año. (…) son unas 700 páginas.

14 de agosto de 1961: ¿La Rayuela? Pero si estoy apenas en la casilla tres, y a cada rato tiro la piedrita afuera. No habrá libro hasta fin de año, pero entonces sí se lo mandaré y veremos. (No me la imagino a la Sudamericana publicando eso. Se van a decepcionar horriblemente, este Cortázar que-iba-tan-bien…) Terminé la obra gruesa del libro, y lo estoy poniendo en orden, es decir que lo estoy desordenando de acuerdo con unas leyes especiales cuya eficacia se verá luego, cuando tenga el coraje de releer de un tirón las 600 páginas.

27 de septiembre de 1961: Last week I finished La Rayuela (Hopscotch, you know). It is, I humbly believe, a very beautiful thing.

15 de enero de 1962: Yo terminé una larguísima novela, de la que quizá algo te hablé, y ahora me la llevo para “trabajarla” en Buenos Aires a la hora en que los demás duermen la siesta.

15 de mayo de 1962: I almost finished Rayuela, that long novel I spoke you about many times. As it is a kind of infinite book (in the sense that you could go on and on, adding new parts until you die) I think it is better to sever myself brutally from it. So I shall read it once more and shall send the blasted thing to my publisher. If you care for my feeling about the book, I shall say with my usual modesty that it will be a kind of atomic bomb in the Latin America literary scene.

19 de mayo de 1962: En los 28 días de maravilloso mar azul, rematé Rayuela.

24 de julio de 1962: … estoy “habitado” por un nuevo libro del que sólo tengo una vaga idea y que, por consiguiente, me angustia y obsesiona mucho más que si ya estuviera definido y organizado.

Julio Cortázar. Cartas 1937-1963. Edición a cargo de Aurora Bernárdez. Biblioteca Cortázar. Alfaguara. Buenos Aires, 2000.

“Rayuela es a la prosa en español lo que Ulises a la prosa en inglés”

El sentido de la escritura está exhausto, como está exhausta la sociedad que se desangrará en las dos guerras mundiales que son como las trincheras históricas de la actividad literaria de Joyce. Y sin embargo, esa misma sociedad pretende ser dueña de una escritura única, racional, estilística, realista, individualista: las palabras poseen un sentido recto, el que le otorgan Rudyard Kipling y el London Times, el que definen los diccionarios, que para eso están. Pero Joyce no se contenta con los diccionarios; toma el discurso total de Occidente, lo lee y no lo entiende: el tiempo y el uso y las aventuras de la épica de una sociedad en lucha consigo misma han gastado todas y cada una de las palabras: el campo de la escritura está sembrado de cadáveres corruptos, de monedas semánticas adelgazadas hasta la extinción, los huesos verbales blanqueados por el sol de la costumbre; en el muro de la escritura occidental se inscribe secretamente lo que Jacques Derrida llama la mitología blanca: una escritura invisible, de tinta blanca, del hombre blanco, deslavada por la historia.

Descifrar la “mitología blanca”, re-escribir el verdadero discurso de Occidente, con todas sus cicatrices, sus graffiti, sus escupitajos, sus parodias, sus solecismos, sus anagramas, sus palindromas, sus pleonasmos, sus onomatopeyas, sus prosopopeyas, sus obscenidades, sus heridas abiertas, sus marcas de cuchillo y de pluma: tal es la descomunal tarea que Joyce se echa a cuestas: comprobar la escritura. Joyce parte, “por millonésima vez”, “para forjar en el taller de mi alma la conciencia increada de mi raza”. Esa raza es una raza cultural: el Occidente. Nada puede quedar fuera de ese proyecto, pues cada palabra del hombre, por banal, corrupta o insignificante que parezca, contiene detrás de su apariencia exhausta y dentro de sus delgadas sílabas todas las simientes de una renovación y también todos los ecos de una memoria ancestral, original, fundadora. Nada es desperdiciable: Joyce abre las puertas a la totalidad del lenguaje, de los lenguajes. Verbigratia efectiva. No selección.

Las presencias tutelares se confunden con las presencias actuales. Joyce las integra a la escritura, a la metamorfosis de las palabras, a la abolición de centros tonales, a la construcción de la página como campo de posibilidades, a la sustitución de toda relación verbal unívoca e irreversible por una nueva causalidad de fuerzas recíprocas: a la escritura de novelas donde pueden coexistir todos los contrarios vistos simultáneamente desde todas las perspectivas posibles. Pero, ¿pueden llamarse novelas estos libros, estos hechos radicales de la escritura crítica que terminan por significar una demolición de los géneros, una invasión de la escritura por las ciencias fisicomatemáticas, por el cine, por la plástica, por la música, por el periodismo, por la antropología y, sobre todo, por la poesía?

La escritura de Joyce rompe el régimen tradicional de la narración y modifica la norma avara del trueque entre escritor y lector, la norma del melés y teleo. Melés, telés y noslés, le dice Joyce al lector, te ofrezco una propiedad excrementicia de las palabras, derrito tus lingotes de oro verbal y los arrojo al mar y te desafío a hacerme un regalo superior al mío, que es el don asimilado a la pérdida, te desafío a que leas mis/tus/nuestras palabras de acuerdo con una nueva legalidad por hacerse, te desafío a que abandones tu perezosa lectura pasiva y lineal y participes en la re-escritura de todos los códigos de tu cultura hasta remontarte al código perdido, a la reserva donde circulan las palabras salvajes, las palabras del origen, las palabras iniciales.

El mundo quiere que la literatura sea todo y sea otra cosa: filosofía, política, ciencia, moral. ¿Por qué esta exigencia? Porque la literatura está siempre en comunicación con los orígenes del ser parlante, allí mismo donde filosofía, política, moral y ciencia se vuelven posibles. Pero cuando ciencia, moral, política y filosofía descubren sus limitaciones, acuden a la gracia y la desgracia de la literatura para que resuelva sus insuficiencias. Y sólo descubren, junto con la literatura, el divorcio permanente entre las palabras y las cosas, la separación entre el uso representativo del lenguaje y la experiencia de ser del lenguaje. La literatura es la utopía que quisiera reducir esa separación. Cuando la oculta, se llama épica. Cuando la revela, se llama novela y poema: la novela y el poema del Caballero de la Triste Figura en su lucha por hacer que coincidan las palabras y las cosas.

Carlos Fuentes. Cervantes o la crítica de la lectura. Cuadernos de Joaquín Mortiz. México, 1976.

Las perras negras (II)

Dales la vuelta, cógelas del rabo, azótalas, ínflalas, pínchalas, sórbeles sangre y tuétanos, sécalas, cápalas, písalas, tuérceles el gaznate, desplúmalas, destrípalas, arrástralas, hazlas, poeta, haz que se traguen todas sus palabras.

Octavio Paz. Las palabras (extracto)

Los premios. Un "pequeño e insignificante" ejercicio para Rayuela

Los premios es un pequeño e insignificante y perecedero ejercicio técnico, destinado a darme mejores armas para trabajar. (…) No sabía, quizá todavía no sé, manejar a tanta gente; el cuento es música de cámara, siempre, es dos o tres personas dentro de una situación dada; la novela es el movimiento sinfónico, la orquestación a base de diferentes timbres. Mucho menos refinada y perfecta que el cuento, pero el único medio inventado hasta hoy para mostrar un avance paulatino en cualquier forma de la realidad. Ahora he aprendido a manejar cosas, tiempos, estados, que nada tenían que ver con el cuento. Mi próxima novela probará que me hacía falta el puente de Los premios para pisar firme en este nuevo territorio en el que creo me voy a quedar para siempre. Terminados los cuentos fantásticos. La cuota está completa. Si vuelvo a escribir alguno será también en otro plano, con otros fines. ¿Cómo es posible no darse cuenta de que después de El perseguidor ya no está uno para invenciones puramente estéticas?

Carta a Emma Speratti Piñero. París, 27 de octubre de 1961.

Julio Ortega. La carta de la Maga a Rocamadour

...la carta de la Maga a Rocamadour (ese barquito de papel flotando en el libro).

En Julio Ortega. La contemplación y la fiesta. Monte Ávila Editores. Caracas, 1969 ('La contemplación y la fiesta' puede encontrarse también en Julio Ortega. Una poética del cambio. Biblioteca Ayacucho. Caracas. 1991)

Angela B. Dellepiane - La novela del lenguaje

Considero a Rayuela el punto de arranque de un nuevo lenguaje narrativo, de una nueva forma narrativa cuyo influjo empezamos ahora a ver un poco más claramente en extensión y en profundidad aunque no estemos en condiciones de adelantar una prognosis de su desarrollo futuro.

No voy a detenerme en el lenguaje de Cortázar, pero sí necesito puntualizar el cómo y el porqué de ese lenguaje y lo que ha conseguido con él. Cortázar, consecuente con ideas que vino expresando desde 1948, usa una palabra que él vuelve lo menos estética posible, mediante

1) El uso sistemático de la paradoja como método lingüístico que acerca lo popular a lo culto, lo serio a lo profano;

2) Mezclando diversos niveles de lengua e idiomas extranjeros para crear así, por convergencia, un signo lingüístico capaz de entregar la realidad total del ser;

3) Los contrastes violentos entre una prosa puramente poética y una ramplona, prosaica, literal;

4) La distanciación del lenguaje para interrogarlo, criticarlo y proponer otro;

5) La imposición del humor.

La lista podría ser aun más detallada, pero estos son los elementos nucleares del esfuerzo lingüístico de Cortázar enderezados a obtener una palabra prima no ya en el plano estético sino –lo que es más primordial en Cortázar– en el ético y ontológico en el que se inscribe, por lo demás, toda su búsqueda. Pienso que esta actitud de Cortázar con respecto al lenguaje se puede calificar de poética, pero entendiendo este adjetivo en el sentido de que el lenguaje tiene no ya un función intelectual, mediadora y nominativa, sino una función trascendente, creativa, totalizadora, hasta mágica porque impacta no sólo el intelecto sino lo intuitivo e irracional del ser. No se trata de comunicar información sino de explorar ese “espacio” particular que es el lenguaje.

Nada hay de nuevo en los planteamientos de Cortázar excepto que él supo ver, antes que muchos otros en la Argentina y en el continente, el valor de nuevas teorías lingüísticas, estéticas y filosóficas. Teorías que le fueron particularmente atractivas dado que Cortázar percibió agudamente hasta qué punto el lenguaje de la narrativa hispanoamericana, su signo lingüístico, era cómplice de una realidad falseada y escamoteada y cómo se hacía indispensable devolver la verdad a un yo profundo sin traicionarlo. Percibió, pues, la mitificación de la lengua literaria y se propuso acabar con ella: no más “encubrimiento” por el lenguaje sino “descubrimiento” por y con él. De ahí sus esfuerzos para revivir el lenguaje rechazando lo tradicional y hecho, extrañando la palabra para que pudiera ser capaz de instaurar esa realidad diferente que no se quería dejar ver. Por eso también es que Cortázar siempre se ha suscrito a los principios básicos del surrealismo.

Angela B. Dellepiane en “Variaciones interpretativas en torno a la nueva narrativa hispanoamericana”. Edición a cargo de Donald W. Bleznick. Helmy F. Giacoman, editor. Editorial Universitaria. Santiago de Chile, 1972.

Teoría del Túnel. Surrealismo

En rigor no existe ningún texto surrealista discursivo; los discursos surrealistas son imágenes amplificadas, poemas en prosa donde el discurso tiene siempre un valor lato, una referencia extradiscursiva. Por eso es que no existen “novelas” surrealistas, y sí incesantes situaciones novelescas de alta tensión poética. La irrupción del lenguaje poético sin fin ornamental, los temas fronterizos, la aceptación sumisa de un desborde de realidad en el sueño, el “azar”, la magia, la premonición, la presencia de lo no-euclidiano que procura manifestarse apenas aprendemos a abrirle las puertas, son contaminaciones surrealistas dentro de la mayor o menor continuidad tradicional de la literatura.

El surrealismo no es un nuevo movimiento que sigue a tantos otros. Asimilarlo a una actitud y filiación literarias (mejor aún, poéticas) sería caer en la trampa que malogra buena parte de la crítica contemporánea del surrealismo. Surrealismo es ante todo concepción del universo y no sistema verbal o antisistema verbal. Surrealista es ese hombre para quien cierta realidad existe, y su misión está en encontrarla. No supone primitivismo alguno, sino reencuentro con la dimensión humana sin las jerarquizaciones cristianas o helénicas, sin "partes nobles", "alma", "regiones vegetativas". Inocencia en cuanto todo es y debe ser aceptado, todo es y puede ser llave de acceso a la realidad. No hay que considerar como definitivas sus jerarquías de la primera hora. La adhesión fetichista a lo inconsciente, la libido, lo onírico, se revela dominante porque parece necesario enfatizar antigoethianamente las zonas abisales del hombre. Las figuras más inteligentes del movimiento supieron desde un principio que toda preferencia fetichista equivaldría a la negación del surrealismo.

El surrealismo ha sido el primer esfuerzo colectivo en procura de una restitución de la entera actividad humana a las dimensiones poéticas. Movimiento marcadamente existencial (sin ideas recibidas sobre el término y sus implicaciones metafísicas), el surrealismo concibe, acepta y asume la empresa del hombre desde y con la Poesía. Lo que como movimiento distingue al surrealismo es su decisión de llevar al extremo las consecuencias de la formulación poética de la realidad.

Humanismo mágico, el surrealismo niega todo límite “razonable” en la seguridad de que sólo las formas, la dogmática lógica y las mezquinas condiciones deterministas de la comunidad gregaria han vedado al hombre el acceso a lo que él, provisoriamente, denomina superrealidad. Su intuición del reino del hombre es puerilmente edénica. Pueril en cuanto el surrealista busca la visión antes que la verificación (visión del adulto); edénica en cuanto edén significa literalmente paraíso en la tierra. El surrealista parte de que la visión pura revela este paraíso; ergo el paraíso existe y sólo falta habitarlo sin resistencia.

Buenos Aires, enero-agosto de 1947

A Fredi Guthmann. Paris, 6 de junio de 1962

He pensado mucho en vos en estos últimos tiempos, porque mi próximo libro, que se llamará Rayuela y se publicará –if we are lucky– a fines de año, va a ser el libro donde me vas a encontrar a fondo, donde vos y yo hemos dialogado muchas veces sin que lo supieras. No es que seas un personaje de la obra, pero tu humor, tu enorme sensibilidad poética, y sobre todo tu sed metafísica, se refleja en la del personaje central. Por suerte no hay nada de autobiográfico en ese libro (salvo episodios de mis primeros dos años en París), pero en cambio he puesto todo lo que siento frente a este fracaso total que es el hombre de Occidente. Contrariamente a vos, el personaje central no cree que por los caminos del Oriente se pueda encontrar una salvación personal. Cree más bien (y en eso se parece a Rimbaud) que il faut changer la vie pero sin moverse de ésta. Entrevé esa vieja sospecha de que el cielo está en la tierra, pero es demasiado torpe, demasiado infeliz, demasiado nada para encontrar el pasaje. Todo eso se mezcla con episodios que van mostrando lo que le pasa en este mundo a un tipo que pretende ser consecuente con esas ideas.

El agujero negro de un enorme embudo

Esas palabras que empleás “un enorme embudo”, “el agujero negro de un enorme embudo”, eso es exactamente Rayuela, es lo que yo he vivido todos estos años y he querido tratar de decir.

Carta a Francisco Porrúa, 25 de julio de 1962. En "Cartas 1, 1937-1963", Editadas por Aurora Bernárdez, Alfaguara, Biblioteca Cortázar, Buenos Aires, 2000.

Saúl Yurkievich, sobre Teoría del túnel

Teoría del túnel enuncia el propio programa novelesco, postula la poética que desde el principio –desde Divertimento (1949)– regirá la novelística de Julio Cortázar. Formula el proyecto que, aplicado a tres intentos previos, culmina quince años después con Rayuela, la cuarta acometida.

(…) Cortázar subordina la estética (o mejor dicho el arte verbal) a una pretensión que la trasciende, poniéndola al servicio de una búsqueda integral del hombre. Proclama la rebelión del arte poético contra el enunciativo (…); considera al escritor como enemigo del gramático; patrocina una poética antropológica o una antropología poética que haga de la palabra la manifestadora de la totalidad del hombre. Aspira ya a esa mostración que en Rayuela llamará “antropofanía”. Se sirve del surrealismo y del existencialismo conjugados para fundar un nuevo humanismo que procure el pleno ejercicio de todas las facultades y posibilidades humanas.

Saúl Yurkievich. “Un encuentro del hombre con su reino”. Prólogo a la Teoría del túnel. En Obra Crítica 1. Alfaguara, Madrid, 1994.

Descarrilamientos 1. Pruebas de la existencia del Abad Martini y de Carlos Warnes

Haciendo gala de su sempiterno sentido del humor, en una de las cartas de revisión de Rayuela que enviara a Francisco Porrúa, Julio Cortázar advierte a su editor de la importancia de las llamadas a los siguientes capítulos que, al final de cada uno de ellos, debe guiar al lector en su lectura activa, pues “una errata en esas remisiones sería absolutamente fatal, porque el tren agarraría por una vía distinta y entonces cien muertos y trescientos heridos”.

Por una parte puede sorprender ese cuidado de Julio, quien sin embargo había hecho decir a Morelli:

Mi libro se puede leer como a uno le dé la gana. Liber Fulguralis, hojas mánticas, y así va. Lo más que hago es ponerlo como a mí me gustaría releerlo. Y en el peor de los casos, si se equivocan, a lo mejor queda perfecto“.

Ya una brillante entrevistadora advirtió a Julio de que, en el fondo, la lectura por él propuesta era tan sólo una variante desordenada de otra lectura lineal, con la que él guiaba a sus lectores como si hubiera encuadernado el libro con su propio orden. Pero de lo que ella no pareció percatarse es que es del encuentro con las dos opciones, con el tablero de dirección, con ese “desorden ficticio”, de donde nace la semilla de la libertad pretendida. Es de esa encrucijada, en la que por primera vez nos coloca la literatura "seria", de donde sale la enseñanza, y por supuesto el árbol de decisiones posteriores que se ve nacer (y que muchos lectores hemos ido investigando por nuestra cuenta), que hace de Rayuela una lectura infinita, nunca terminada, a la que se vuelve como Sísifo dichoso, que se completa con las vivencias y con el paso del tiempo.

Por tanto, lo que a simple vista parece una contradicción con la libertad que él esperaba de sus lectores, muestra en realidad lo complejo del tejido que Cortázar estaba urdiendo con los diversos piolines que extraía de los tres lados de su obra, complejidad que queda reflejada en los intentos de ordenación de los que da fe el Cuaderno de Bitácora.

Dejo a un lado esta magnífica prueba de la intención del autor de Rayuela, que bastaría para contestar de manera irrefutable a más de alguna torpe crítica acerca de la estructura de capítulos de la novela, y me quedo con la idea del descarrilamiento para abrir esta nueva sección del blog, la primera en la que Armorius está usando su voz propia.

Los textos marcados por las otras etiquetas no requieren de mis palabras, que lo menos que hubieran hecho sería quitarles el brillo, además de tratar a mis lectores como “lectores pasivos”. ¿Para qué volver a escribir lo que otro ya dijo mejor?

Pero “Descarrilamientos” exige una presentación, cuando no una interpretación, porque en esta casilla quiero recoger las críticas que tomaron otra vía, las críticas que considero verdaderamente desafortunadas. Y puesto que quiero subrayar y advertir de lo que considero errores (y algunos, grandes errores) aparecidos en trabajos muchas veces extraordinarios en su conjunto, y sobre todo realizados por seres humanos mucho más hábiles y documentados que yo en la materia, se hace necesaria una exposición clara y una defensa de mi criterio opuesto.

Y sin más preámbulos, que ya van bastantes, tomo hoy el fantástico trabajo de Kathleen Genover “Claves de una novelística existencial (en Rayuela de Cortázar)”. Colección Acholar. Playor, Madrid, 1973. Libro por el que siento un gran aprecio, y que recomiendo encarecidamente -y no hay ninguna ironía en esto- a los que, como yo, estén interesados en la enormísima dimensión humana de Rayuela.

Este tratado tiene, entre otros, el mérito de ser uno de los pocos que, cuando estudian el comienzo de Rayuela, no se conforman con el lugar común y abordan todos los posibles principios de la novela: el capítulo 73, el capítulo 1, el tablero de dirección, y por supuesto los dos famosos textos introductorios. Pero es aquí cuando nuestros ojos empiezan a abrirse en un asombro mayúsculo, al leer:

El primer párrafo está inspirado en la moral bíblica judeocristiana y está escrito por un supuesto clérigo de una Orden, quien lo escribe “con licencia”, quedando así implicado que esa colección de preceptos morales está basada, como dice Horacio Oliveira, ‘en la más falsa de las libertades, la dialéctica judeocristiana’ (…) Por otra parte, la fecha fingida de la colección, año 1797, nos parece muy alusiva, como el ocaso de un siglo que pretendió sacar al hombre del oscurantismo e iluminarlo con el racionalismo científico.

Claro que en aquellos años en que se escribe esta investigación no había el acceso a internet y a otras fuentes de información del que hoy disfrutamos, pero ¡aun vivía Cortázar! ¿Qué mejor fuente de información? Sorprende además el hecho de que el libro de Genover haya sido publicado en España, lo que sin duda debía haberle abierto las puertas a la versión original de la cita. Doctorandos del mundo, no desfallezcáis, en la década de los 70, como queda bien demostrado en este caso, los jefes de investigación hacían el mismo caso que hoy a sus alumnos (pero es una broma, porque K. Genover había realizado ya su Ph.D. en Washington cuando escribe este libro que dedica a sus alumnos, así que quizás debería decir: profesores y alumnos del mundo, vean Lugares Comunes).

Por si alguien aun a estas alturas del tiempo tiene alguna duda, acá les muestro dos pruebas de la existencia del supuesto clérigo y del inventado libro, y, a la vez, de que la fecha no sólo no es fingida, sino que explica perfectamente que la escritura se hiciera “con licencia”, como debían hacerse en la época todas las aportaciones a tan trascendentes materias.

Kathleen Genover entendió muchas cosas de Rayuela, pero no llegó a entender que la casualidad era la mejor aliada de Cortázar, y que imaginarlo inventando una fecha para cumplir con esas pretensiones de saco y corbata es tan poco del Cronopio como verlo sumar las cifras de los capítulos del libro con proposiciones cabalísticas.

Pero si la dificultad de conocer la fuente original citada por Cortázar, oscura, lejana y ajena a la literatura que encierra el ladrillo de Sudamericana, puede a alguien hacer pensar que estoy haciendo daño fácil, siga leyendo conmigo:

El segundo párrafo epigramático de entrada al libro, ironiza principalmente, como dijimos, el medio de expresión que emplea el hombre para comunicarse. (…) El párrafo en cuestión trata de una cita de un supuesto autor, cuyo nombre está formado por la combinación de los nombres de dos prestigiosos personajes contemporáneos de una época pretérita y muy famosa: César Bruto.

¿Puede hacerse algún estudio “serio” de Rayuela sin investigar (ya no digo saber) quién fue el grandísimo César Bruto? La de buenos ratos y carcajadas que esta pobre mujer se perdió por no investigar a fondo... quizás se le acababa la beca de estudios, así que de nuevo: Doctorandos (y becarios) del mundo, saquen conclusiones.

Retomamos a K. Genover perdida en magníficas elucubraciones acerca de lo que pretende el supuesto autor (que en su tesis, por tanto, habría que identificar con Cortázar, y en efecto en un momento dado Genover misma intercala y aclara “Cortázar se ríe de todas esas palabras…”). Y así sigue por líneas asombrosas que dejo a ustedes la labor de buscar y disfrutar, de las que les copio tan sólo una muestra:

“La jitanjáfora impura ‘sirbalguno’ transmite también un efecto irónico de esa moral convencional y mecánica, contraria a la natural y universal que está en el hombre existencial. (…) Diremos, además, que aun el título del supuesto capítulo ‘Perro de San Bernaldo’, de donde fue extraída la cita supuesta, coincide con el tono ironizador de la misma, sugiere la burla disimulada de un salvador. Notemos el cambio ortográfico del nombre Bernardo, para referirse, sin duda, a lo falso del sistema moral propuesto para la salvación del hombre”.

Ya he defendido a K. Genover con respecto al Abad Martini, más por simpatía que por convencimiento, pero con esto no puedo. Bueno, sí, al menos puede decirse que a veces, eso es cierto, acierta en el blanco como la Maga: mediante el modo Zen.

Nos sobreviene la risa, y una cierta condescendencia para con Genover, autora de un gran libro -insisto- pero víctima de esa Señora Demasiado Escuchada, y accidentalmente del humor de Cortázar, y asistimos a una de las grandes lecciones del Cronopio: Qué poca diferencia puede haber a veces entre un crítico demasiado serio, y un piantado.

Oh, crítica literaria, cuántos asesinatos se cometen en tu nombre (en este caso, entre los cien muertos y trescientos heridos, los dos del encabezado).

Los novelistas latinoamericanos en busca de un lenguaje propio

Se diría que los escritores del continente sienten que trabajan con un instrumento prestado y al que muchas veces encaran como ajeno. Y algo de eso hay, según los casos; más entre novelistas que entre poetas. (…) Hay una sensación que parece indesarraigable del hombre culto americano: la de que habla, aplica, se manifiesta, existe, en un lenguaje que no ha inventado y que, por lo mismo, no le pertenece íntegramente. (…) El hombre culto sabe de la existencia de España, de la literatura española, sabe sobre todo de la existencia de la Real Academia, conoce desde la escuela la imposición de las normas de prosodia y sintaxis determinadas, en última instancia, por esa Real Academia, y a la vez tiene clara conciencia de que él es, idiomáticamente, un ser híbrido: tiene una expresión propia, íntima, familiar –la de la infancia, la del amor, la de la amistad–, que es distinta, a veces mucho, de la expresión pública –del aula, del tratamiento ceremonioso, de la escritura, del periódico–. Desde luego que toda lengua acepta distintos grados de intimidad y complicidad, y en todas ellas hay un gradual pasaje de lo socializado a lo privado, pero en el caso concreto del hombre culto americano, hispanoparlante, tenemos dos personalidades idiomáticas simultáneas y no siempre armónicas. (…) Escollos que se traducen así: o utilizar un idioma escrito o utilizar un habla. Y este planteo dicotómico, cuando es llevado a su extremación mayor, se transforma en este otro: utilizar un ajeno lenguaje académico o utilizar una jerga popular provinciana. (…) Los últimos años han acusado hasta la caricatura esta posición cultista de devoción por la letra escrita, por el diccionario de la Academia.

(…) Es evidente que empedrar el lenguaje de los personajes novelescos con palabras típicas no ha resuelto el problema básico de la composición de personajes. Y que, al contrario, ha tendido a desvanecerlos en el pintoresquismo, transformándolos en islas idiomáticas, no en seres humanos reales. (…) Las novelas de este regionalismo establecían un curioso escalón entre el personaje que hablaba en un particular galimatías criollista, y el autor, quien se situaba por encima de sus criaturas y al describir, al comentar, al narrar, hablaba desde su cátedra más o menos purista. En los hechos asistíamos a una intensificación del diosecillo escritor. (…) El gran salto que, en materia lingüística, en esta línea de la utilización del habla espontánea y popular, se ha producido –y que corresponde ya a nuestro tiempo– es aquel por el cual el escritor ha ingresado al mismo lenguaje de sus personajes. Los ha asumido y desde ellos habla.

(…) En un memorable artículo, Cortázar se burló de la seriedad, la compostura y la solemnidad con que los escritores argentinos se ponían corbata cuando escribían.

Ángel Rama. “Diez problemas para el novelista latinoamericano” (Casa de las Américas, 26, La Habana, oct-nov 1964) y “Los contestatarios del poder” (Prólogo a Novísimos narradores hispanoamericanos en marcha, Marcha Editores, México, 1981). Extraídos de “Ángel Rama. Crítica literaria y utopía en América Latina”. Editorial Universidad de Antioquia. Medellín, Colombia, 2005.

Darío Villanueva y José María Viña Liste

Toda la obra literaria de este autor está impulsada por una voluntad artística que supo aliar con armonía los ingeniosos juegos técnicos y la grave revelación de la misteriosa existencia de los seres humanos; sus páginas agradan o desconciertan, pero en uno y otro caso incitan al repudio de actitudes rutinarias y a que el lector prosiga su descubrimiento de formas más auténticas de vivir; su irrenunciable sentido del humor, su ironía metafísica, su poderosa fantasía, su profundización psicológica, no son ajenas a una preocupación social volcada en la sugerencia implícita de romper con una aceptación pasiva de la existencia cotidiana. Sus complejos juegos narrativos funcionan para el lector como una ascesis que potencia en él el estado de vigilia, la lucidez intelectual y el vuelo imaginativo. No es posible ignorar que junto a la dimensión estética de su producción hay otras en ella implicadas: la metafísica, la social y la política. (…) En La vuelta al día en ochenta mundos o en declaraciones de Morelli, su alter ego en Rayuela, es posible detectar los principios esenciales de su poética: el rechazo de un orden impuesto y la sustitución del mismo por nuevas visiones y actitudes, la estimación de la creatividad imaginativa como liberadora de la existencia encorsetada o rutinaria, el ejercicio de la ironía y la paradoja como instrumentos de ruptura con la falsificación, la siembra de la duda para provocar actitudes críticas y activas con respecto a confortables seguridades, la extrañeza inquietante, la alteración radical de lo previsible.

Trayectoria de la novela hispanoamericana actual. Del “Realismo mágico” a los años ochenta. Espasa Calpe, colección Austral. Madrid, 1991.

Poesía, ética y metafísica

Una cosa es la lucha terrible de la poesía con la verdad y la justicia, y otra de muy diferente rango y dimensión la mal disimulada envidia de quienes no la alcanzan, sin alcanzar tampoco por eso la verdad ni la justicia.

(…) En Grecia, el optimismo, la esperanza, se abrió paso por la vía del pensamiento. La razón, el hermosísimo descubrimiento griego correlativo al ser, era libertadora. Razón y esperanza iban entonces juntas. La contraposición que después, en el mundo cristiano, se ha realizado entre razón y esperanza, entre razón y fe, pretendiendo extenderla hasta el nacimiento de ambas, es por completo infundada y constituye un error de perspectiva.

(…) Al acercarnos a la razón y a la poesía en sus comienzos, en su aurora esplendente griega, aparecen con papeles contrarios a los que imaginamos. En los tiempos modernos, la desolación ha venido de la filosofía y el consuelo de la poesía.

(…) La situación ha cambiado casi por completo desde los tiempos de Grecia. El poeta ya no está fuera de la razón, ni fuera de la ética; tiene su teoría, tiene también su ética, propias, descubiertas por él mismo, no por el filósofo. El poeta es, tanto como pueda ser quien hace metafísica.

María Zambrano. Filosofía y poesía. Fondo de Cultura Económica. México, 1939.

La palabra amenazada

Precisamos reencontrar un aire más libre, donde las palabras, restituidas a sí mismas, a su propia personalidad, nos sorprendan y nos iluminen, conversen y se rían de nosotros y de ellas mismas con nosotros, en vez de ser exclusivamente nuestras mucamas, espías o niños mensajeros. (…) La auténtica expresión exige libertad, don de aventura y originalidad y desasimiento total de pautas exteriores para desplegarse en todo su esplendor. (…) A veces lo indecible es lo aparentemente trivial, aquello que subyace la experiencia cotidiana y no alcanza a emerger al dominio de nuestra atención. (…) Walter Benjamin habla de los martillazos necesarios al escritor que debe forjarse un nuevo lenguaje golpeando a contrapelo la costra que ciega a la palabra desgastada por el uso.

(…) Se ha hablado mucho, por ejemplo, del boom de la novela latinoamericana, pero se olvida demasiado que a este boom lo precedió y lo alimentó un boom anterior, el de la poesía en lengua española representada por Vallejo, Lorca, Neruda o el primer Paz. En ciertos aspectos, estos escritores desataron ideológica y metafóricamente la imaginación de los grandes novelistas que de ellos se nutrieron. Es más, dentro de la novela del boom, los límites entre poesía y narrativa no son siempre nítidos, y figuras como las de Cortázar no representan sólo a novelistas innovadores, sino, en su caso específico, a un buen poeta muy mal conocido, que convendría releer con mayor atención.

(…) Hablamos de épocas excepcionales, en las que el lenguaje es sentido no exclusivamente como un medio de comunicación, una moneda de intercambio circulante y corriente, sino como un camino de conocimiento y de celebración. En esas épocas afortunadas, el lenguaje no sólo es usado, sino que es escuchado por los grandes poetas, y de esta escucha y de esta reinterpretación surgen los poemas más memorables de nuestra historia, no digo ya de la historia de las literaturas particulares, sino de la historia de la especie.

(…) Como la lluvia surge del agua y vuelve al agua, como el mar asciende al cielo para regresar a sí mismo, así la poesía emerge del lenguaje y al lenguaje vuelve, purificándolo en su viaje desde los abismos a las alturas más remotas.

Ivonne Bordelois, en “La palabra amenazada”. Libros del Zorzal. Buenos Aires, 2003.

Los pescadores de esponjas

La memoria es loca, lo tengo muy estudiado; a veces es también idiota, pero la locura por suerte puede más y en todo caso provoca conductas desordenadamente extravagantes del pensamiento y sus productos escritos. José de la Colina demuestra que en los míos falta una lógica, esperable y elemental referencia a Ramón Gómez de la Serna. (…) La relojería de la memoria no me trajo jamás el nombre de Ramón mientras escribía Rayuela y mientras tantas sombras queridas iban y venían por La vuelta al día en ochenta mundos y por Último Round; tal vez lo más penoso frente al reproche que ahora se me hace es la certidumbre interna pero indemostrable de que sí, de que Ramón estaba y está ahí, por la sencilla razón de que no podía y no puede no estar; por amor, por admiración, por enseñanza, Ramón estaba y está.

(…) Cuando Ramón llegó a Buenos Aires yo conocía una parte de su obra y de su leyenda, los amigos nos tirábamos greguerías a la cara en los cafés y en los vagabundeos nocturnos. En esa época leí Gustavo el Incongruente, y el episodio de los pisapapeles en la playa me obsesionó visualmente largo tiempo. Ismos me ayudó a comprender mucho de lo que mis amigos pintores y poetas tendían a convertir en un mazacote sin abuela, y también los retratos contemporáneos.

(…) Para un escritor sin complejos de inferioridad siempre es bueno que la crítica le señale influencias, y especialmente cuando las influencias están a la altura de un Ramón Gómez de la Serna. Yo en eso de las influencias soy de una considerable ceguera, por la sencilla razón de que nunca les he tenido miedo y por lo tanto no me las planteo jamás como problema. Escribo como me viene, a veces en estado casi mediúmnico, y a veces porque me gusta ver cómo salen nadando en el papel los pescaditos de las palabras. Un día, gracias a una tesis o un artículo, me entero de que Edgar Allan Poe o Franz Kafka (nunca he creído en la influencia de Kafka pero hay que hacerles caso a los hombres sabios) o John Keats (de veras, me lo han probado) o Ramón… Esta última es una buena noticia para mí, pues estar influido por Ramón es mucho más que la influencia en sí, abre una inmensa pantalla porosa por la que se mete una gran poesía, una aprehensión lúdica del mundo, un animismo de la palabra por así decirlo, y sobre todo una gran ternura por la vida y sus criaturas.

Cuando José de la Colina cita pasajes de Ramón y míos en los que ambos nos adaptamos (cito a Ramón) “al punto de vista de la esponja… la visión varia, neutralizada, sin predilecciones, multiplicada”, no sabe hasta qué punto me hace feliz. Mi pasaje correspondiente habla de participar lo más posible (me cito) “de esa respiración de la esponja en la que continuamente entran y salen peces del recuerdo, alianzas fulminantes de tiempos y estados y materias que la seriedad, esa señora demasiado escuchada, consideraría inconciliables”. Oh, Ramón, qué alegría descubrir que los dos éramos pescadores de esponjas, que bajamos juntos a buscarlas y a ser como ellas en nuestra vivencia de las cosas y su paso a la escritura. Por supuesto no me acuerdo de tu texto espongiario, pero es bien posible que lo haya leído allá en los años cuarenta y que un día haya puesto la mano sobre esa esponja que tú, mejor buzo que yo, habrías entrevisto primero entre las rocas del fondo.

(…) Seguimos respirando el aire de Ramón, su lección inigualada de libertad y de imaginación, su búsqueda de diagonales cuadriculadas en las vías demasiado cuadriculadas de la realidad aparente. Yo le debo a Ramón conocimientos y líneas de fuga (…) Cuando se ha vivido en la intimidad de un agitador semejante, nada de lo que se escriba podrá situarse al margen de esa gran ventana sobre la libertad mental.

Julio Cortázar, 1977. “Los pescadores de esponjas” fue publicado en Clarín, Buenos Aires, 26 de octubre de 1978, en respuesta al artículo de José de la Colina “El caso Ramón Gómez de la Serna” publicado en Vuelta, México, 8 de julio de 1977. Puede leerse el texto completo en Obra Crítica. Volumen VI de las Obras Completas. Galaxia Gutemberg. Círculo de Lectores. Barcelona, 2006.


“Bien hace Ramón, al prologar este libro, en recordarnos que es “un primer grito de evasión en la literatura novelesca al uso”. Escrito en 1922, El incongruente conserva con redonda juventud sus valores de creación pura, de demiurgia jubilosa y sin fronteras, en un clima que el surrealismo llenaría pronto de consignas y duros espejos. Esta indefinible novela, donde capítulos cerrados y abiertos a la vez como caracoles participan del cuento, el poema y la biografía, admite ser leída en cualquier punto de su transcurso, no termina jamás y está empezando a cada página, saltando de un mundo a otro mundo, de un tiempo a otro tiempo, mientras el liviano y algo triste Gustavo –dolido de incongruencia mágica– confunde cuadros con espejos (y sospecha espejos en los cuadros), descubre playas llenas de pisapapeles y mujeres enamoradas, y vive una vida de involuntario poeta para quien la poesía irrumpe en las cosas antes que en los versos.”

Julio Cortázar. "El incongruente, por Ramón Gómez de la Serna", Cabalgata, año II, número 13, noviembre de 1947.

Julio Cortázar habla de Último Round

Si “La vuelta al día” llevó a decir a muchísimos críticos que se trataba de una “obra menor” (con esa especie de autozarpazo vicario que se pretende provocar en el autor-mayor bruscamente degradado por el mismo autor-menor, en un acto que participa de la autofagia, el masoquismo y otras agresiones), imagínate lo que se podrá decir de un nuevo libro que no tiene en cuenta para nada tan aleccionante advertencia. Por supuesto, detrás de esta noción de obras “mayores” y “menores” se esconde la persistencia de un subdesarrollo intelectual. Todavía no hemos conseguido liquidar del todo la noción de que una obra (¡huna hobra, doctor!) tiene que ser “seria”; es inútil que una nueva generación de lectores les demuestre diariamente a los magísteres de la crítica pontificia que sus tablas de valores están apolilladas, y que la “seriedad” no se mide por cánones que huelen de lejos a un humanismo esclerosado y reaccionario. Mientras la nueva generación elige resueltamente a sus autores, prescindiendo con una espléndida insolencia de los dictámenes que emanan de las altas cátedras, los titulares de estos venerables mausoleos siguen hablando de géneros, de estilos, de contenidos y de formas como si las grandes novedades bibliográficas de las últimas semanas fueran “La montaña mágica” o “Canaima”. Vos dirás que exagero, y por supuesto que exagero porque para llegar a una esquina siempre conviene mirar un poco más lejos y entonces la esquina te queda ahí no más cerquita. (…) En todo caso ya verás que este libro será agredido por la Seriedad y la Profundidad y la Responsabilidad, todas esas gordas que se tiran a los ojos con las agujas de tejer. Qué querés, eso viene de nuestro pecado original: la falta de humor.

“Cortázar cuenta su round final”. Entrevista de Arnaldo Orfila a Julio Cortázar en la revista Panorama, nº 136, 2 de diciembre de 1.969.

A Jean Barnabé. París, 3 de junio de 1963

Antes de irme a Italia, terminé de corregir las últimas pruebas de mi novela, y las envié por avión al editor. Si han llegado sanas y salvas, el libro aparecerá a mediados de julio, y entonces podrá decirme algún día si lo que espera de mí, esa explosión a que alude en su carta, se ha producido o si todavía sigo encerrado y un poco distante. Me sorprendió que me dijera que prefiere “Los premios” al conjunto de mis cuentos, porque a mí me parece muy inferior a ellos. ¿No estará usted reincidiendo quizá inconscientemente en la típica actitud del lector francés, para quien en el fondo sólo la novela cuenta? Personalmente, creo no haber escrito nada mejor que “El Perseguidor”; sin embargo, en Rayuela he roto tal cantidad de diques, de puertas, me he hecho pedazos a mí mismo de tantas y de tan variadas maneras, que por lo que a mi persona se refiere ya no me importaría morirme ahora mismo. Sé que dentro de unos meses pensaré que todavía me quedan otros libros por escribir, pero hoy, en que todavía estoy bajo la atmósfera de Rayuela, tengo la impresión de haber ido hasta el límite de mí mismo, y de que sería incapaz de ir más allá. Espero que las innovaciones “técnicas” de la novela no le molesten; no tardará usted en adivinar (aparte de que hay fragmentos que lo explican muy claramente) que esos aparentes caprichos tienen por objeto exasperar al lector, y convertirlo en una especie de “frère ennemi”, un cómplice, un colaborador en la obra. Estoy harto de eso que un personaje de mi libro llama “el lector-hembra”, ese señor (o señora) que compra los libros con la misma actitud con que contrata a un sirviente o se sienta en la platea del teatro: para que lo diviertan o para que lo sirvan. Lo malo de la novela tradicional es eso, que en pocas páginas crea una atmósfera que envuelve, acaricia, seduce al lector, y éste se deja transportar durante 300 páginas y 8 horas, sentado en una nube (rosada o negra, según los casos) hasta llegar a la palabra FIN que es una especie de Orly de la literatura. He querido escribir un libro que se pueda leer de dos maneras: como le gusta al lector-hembra, y como me gusta a mí, lápiz en mano, peleándome con el autor, mandándolo al diablo o abrazándolo…

Rafael Conte

El escritor está desnudo. Pese a todos los oropeles de la retórica, a pesar de que la literatura es siempre una trampa, un disfraz, sólo nos alcanza cuando está desnuda. Juan Ramón Jiménez quiso así a la poesía, y la llamó pura. La perfección de la palabra coincide así con la desnudez. Todo escritor, cuando es auténtico, está desnudo.

Pues ¿qué otra cosa es reflexionar sobre el mundo, reflexionar sobre el hombre? Por mucho que se refugie uno detrás de las palabras, su don maléfico está en la transparencia. No conozco un libro más transparente y más secreto que los Carnets de Henry James. En él, uno de los más grandes genios de la novela contemporánea –si no el mayor– describe con una minuciosidad de artesano las etapas de elaboración de sus grandes novelas. Cómo surge un argumento, a través de un motivo en apariencia nimio, que suele coincidir con una obsesión intelectual del escritor; obsesión a su vez convocada mediante su concepción del mundo y su testimonio personal de la existencia. Cómo también este argumento varía, se modifica al compás de una sensibilidad en busca de la ascesis, del rigor. Cómo al final, la puesta en marcha de la escritura puede volver a poner todo en tela de juicio. Pocos ejemplos existen en la literatura universal tan diáfanos, tan concluyentes.

Y sin embargo, a su través –en un libro tan diáfano, tan transparente– no se ve a su autor. Henry James se agazapa, escondido detrás del sofá de su escritura, con un pudor que podría ser enfermizo si no fuera pura estética. Para ver al escritor habrá que ir a sus novelas. Los Carnets nos ayudan a comprender estas novelas en relación con su creador. Toda obra literaria, si lo es de verdad, revela más sobre el misterio de la creación que cualquier testimonio, aun del propio autor.

Pero la literatura no es la realidad. La realidad es esta musa miserable que se prostituye cuando la buscamos y nos aplasta cuando huimos de ella, como una reina omnipotente. El escritor, desgarrado entre esa realidad obsesionante y el misterio de las palabras, se queda en la encrucijada, desnudo, al aire libre, expuesto a una muerte repentina, simultánea, incesante. Echa mano de la única arma que posee, las palabras, se adorna con ellas, las complica hasta la exasperación, las destroza como en una venganza. Todo, menos prescindir de ellas; las adora a su través, a su compás, en su compañía, en su violación. Hasta que un día descubre que no puede escapar a la maldición de esas mismas palabras, que la literatura tiene vocación de realidad, pero que no es la realidad. En ese momento hace política o la rechaza, pero, en resumidas cuentas, muere. Es ese instante brevísimo entre la revelación y la muerte –de las palabras en su relación maldita con lo real– lo que llamamos literatura. El resto es silencio.

Julio Cortázar ha muerto en cada uno de sus libros. Es tal vez el mayor ejemplo de la literatura universal de un escritor empeñado en un combate imposible: la lucha contra sí mismo. Naturalmente sobrevive a cada una de sus muertes; hace falta para ello un talento fecundado y virginal, repleto de sabiduría e inocencia, rebelde contra la literatura y alimentado por esa misma literatura. Se trata, en resumidas cuentas, del escritor imposible.

De ahí que todas las polémicas, todas las discusiones, todos los análisis e interpretaciones sean al mismo tiempo excesivos e insuficientes. Cortázar ha desvelado el misterio de las letras como nadie, se ha hundido en él y ha desarrollado las branquias necesarias para poder respirar sin atmósfera: en él se interpenetran la filosofía y la risa, la alegría y la tristeza, la política y la gratuidad, el afán de perfección y la necesidad de lo imperfecto. Cortázar predica la inmadurez con el estilo más maduro, es un poeta que escribe –al decir de los críticos y los profesores– poemas imperfectos y narraciones maravillosas. Pero al mismo tiempo –según los cánones– reduce la perfección al cuento y se desperdiga en la gran novela. ¿No será que, una vez más, pero tal vez más ostensiblemente, los cánones no sirven para nada?

Su leyenda se adelantó a sus obras, nos persiguió hasta la admiración, y se perpetúa a pesar suyo. Cuando hemos encontrado la tranquilidad de la perfección al uso, se complace en destrozarla el primero de todos. Es tal vez el mayor profeta, pero el mundo lo admira como resumen. Ha edificado perfectas construcciones para que habite nuestra buena conciencia, para luego dedicarse insidiosamente a perforar los muros de la perfección, para prefabricar las corrientes de aire más maléficas. Nos atrae, nos seduce, para arrojarnos a las tinieblas exteriores. Busca desoladamente un punto de apoyo, y lo pone en tela de juicio en cuanto lo ha encontrado.

Nos hace más desgraciados, pero él es más desdichado todavía; nos convence de que se trata de un escritor excepcional, para arrojar por la borda todo logro conseguido. Nunca se repite. Es incapaz de decir dos veces la misma cosa. Hasta ahora, creíamos que todo gran escritor era uniforme en su profundidad. Cortázar agujerea la profundidad y nos descubre mil abismos escondidos, emboscados. Su obra es un atentado a lo real y un canto a la realidad escondida. Una profesión de fe en la necesidad de una fe que no tiene asidero. A veces se recuerda con nostalgia y reflexiona sobre su realidad perdida, sobre esa maldición de los argentinos que es la búsqueda de su identidad. Una identidad compuesta de Buenos Aires y literatura, de tango y Mallarmé.

Hoy que tantos escritores ponen en cuestión a la literatura, Julio Cortázar nos explica la falsedad de esta operación necesaria. Nadie, ningún creador, puede discutir su arte si no se discute a sí mismo. Nadie puede destruir las palabras si no se arriesga a la autodestrucción. Tanta vanguardia pseudoestructural, tanta reflexión inane sobre el texto, tanto formalismo vacuo, para que luego venga un artista amenazado a explicarnos que la amenaza está en el interior de nosotros mismos. Toda perfección necesaria se ha convertido en humo. La metafísica es una carcajada.

Tampoco él escapa a la maldición. Toda su obra es una búsqueda de soluciones imposibles, un repaso general a su propia concepción del mundo. De ahí que sus obras más sugerentes sean las menos “admirables”, sus libros llamados menores, que, para buen entendedor, son los más iluminadores. En esto seguimos su propio camino, su sendero que parece amplísimo y se nos revela angosto hasta la exasperación, hasta el agotamiento (…).

La obra de Cortázar es una pura interrogación que sin embargo no se dirige al lector sino que es una autopregunta. Es esta participación imposible, esta compañía inolvidable, lo que el poeta nos propone, y todo lector permanece sumido en la intranquilidad y en la extraña sensación de que tal vez ningún creador le hizo jamás partícipe de una comunión semejante. Esta sensación extraña es la que provoca la obra de Cortázar.

(…) La celebérrima Rayuela, la obra paradigma de su autor. Libro inclasificable, novela que encierra varias novelas en su interior y que sin embargo es el mismo libro imperturbable, con sus mil caras, sus sucesivas transformaciones, sus juegos y sus tragedias. Cuando se habla del Cortázar novelista este libro suele ser su resumen para salvarlo o condenarlo. Y sin embargo se nos escurre constantemente de las manos. No es su obra maestra –¿o sí?– y pese a todo está presente hasta la exasperación. Libro que ha fecundado la narrativa posterior en lengua castellana, obra inimitable e inevitable, Rayuela es un resumen y una obra abierta, según los últimos cánones de la crítica. Se puede leer del derecho y del revés, con el orden de las páginas o el de los capítulos, que admite toda suerte de interpretaciones, que tiene trescientas páginas o seiscientas, que es una búsqueda de la identidad argentina, una historia desolada de amor, una crítica política, una reflexión filosófica, un experimento estructural, un análisis de variantes lingüísticas, una parodia, un rito iniciático, un descenso a los infiernos y una búsqueda del nirvana.

Alguna vez se sospecha que hemos rozado la totalidad, pero el propio Cortázar nos evita esta sospecha con una sonrisa y seguimos adelante: Una puesta en tela de juicio de la novela, una destrucción y una construcción al mismo tiempo, y ambas tareas imposibles por la resistencia de las palabras como diamantes.

(…)

¿Con qué derecho, sin embargo, hablar de salvaciones y condenas? ¿Acaso no nos ha enseñado este escritor que todos estamos sumidos en la misma peregrinación, en la misma búsqueda desesperada? Inolvidable precursor, este poeta que se niega, este asceta de la literatura nos ha otorgado la posibilidad de autocontemplarnos sin piedad y sin complacencia. Su obra tiene ante sí un futuro impredecible. Cada uno de sus libros es un resumen y una puerta, como si fuera una llave. Todo depende del lado en que se coloque el lector. Julio Cortázar ha elegido el de afuera, la intemperie, y nos incita a seguirle entre los escalofríos del riesgo. Mientras tanto, y pese a todo, Sísifos una vez más condenados y felices, sonrían por favor.

Rafael Conte. “16 escritores de Hispanoamérica”. Editorial Prensa Española y Editorial Magisterio Español. Madrid, 1977.

Sobre Ceferino Piriz

Ah, Paco, hay una cosa que me preocupa. Revisando el libro, llegué a la parte en que Traveler lee y comenta el memorable tratado de Ceferino Piriz. De golpe me di cuenta de que muchos lectores van a creer que eso lo inventé yo (mi falta de modestia me invita a suponer que puedan creerme capaz de semejante maravilla). ¿Cómo te parece que deberíamos hacer para indicar que los textos son de Ceferino, y que Ceferino existe? (Por lo menos existía en 1953 cuando mandó su obra a París y yo la barajé en el aire).

Carta a Francisco Porrúa. En París, 5 de enero de 1962.


He nombrado respetuosamente al uruguayo Ceferino Piriz, que me ayudó a escribir Rayuela. ¡Misterioso Ceferino, gárrulos y desaprensivos uruguayos! ¿Será posible que ninguno de ellos haya intentado conocer personalmente a Cefe? Llevo cinco años esperando noticias sobre el autor de La Luz de la Paz del Mundo. ¿Es así, críticos orientales, como investigan las fuentes de su propia cultura? Ceferino estará tomando mate en algún patio montevideano, y entre tanto ustedes siguen rastreando las influencias de Lucano en Herrera y en Reissig (no hay ninguna) en vez de salir a pescar piantados que es mucho más estimulante. ¿Por qué son tan serios, muchachos? ¿No bastaba ya con la otra orilla del río?

Donde se habla de Remeter, de otros piantados y de premios literarios. En La vuelta al día en ochenta mundos. Siglo XXI. 1967.

Rayuela es de alguna manera la filosofía de mis cuentos

Alguien dirá que una cosa es mostrar un extrañamiento tal como se da o como cabe parafrasearlo literariamente, y otra muy distinta debatirlo en un plano dialéctico como suele ocurrir en mis novelas. En tanto lector, tiene pleno derecho a preferir uno u otro vehículo, optar por una participación o por una reflexión. Sin embargo, debería abstenerse de criticar la novela en nombre del cuento (o a la inversa si hubiera alguien tentado de hacerlo) puesto que la actitud central sigue siendo la misma y lo único disímil son las perspectivas en que se sitúa el autor para multiplicar sus posibilidades intersticiales. Rayuela es de alguna manera la filosofía de mis cuentos, una indagación sobre lo que determinó a lo largo de muchos años su materia o su impulso. Poco o nada reflexiono al escribir un relato; como ocurre con los poemas, tengo la impresión de que se hubieran escrito a sí mismos y no creo jactarme de ello si digo que muchos de ellos participan de esa suspensión de la contingencia y de la incredulidad en las que Coleridge veía las notas privativas de la más alta operación poética. Por el contrario, las novelas han sido empresas más sistemáticas, en las que la enajenación de raíz poética sólo intervino intermitentemente para llevar adelante una acción demorada por la reflexión. ¿Pero se ha advertido lo bastante que esa reflexión participa menos de la lógica que de la mántica, que no es tanto dialéctica como asociación verbal o imaginativa? Lo que llamo aquí reflexión merecería quizás otro nombre o en todo caso otra connotación; también Hamlet reflexiona sobre su acción o su inacción, también el Ulrich de Musil o el cónsul de Malcolm Lowry. Pero es casi fatal que esos altos en la hipnosis, en los que el autor reclama una vigilia activa del lector, sean recibidos por los clientes del fumadero con un considerable grado de consternación.

Para terminar: también a mí me gustan esos capítulos de Rayuela que los críticos han coincidido casi siempre en subrayar: el concierto de Berthe Trépat, la muerte de Rocamadour. Y sin embargo no creo que en ellos esté ni por asomo la justificación del libro. No puedo dejar de ver que, fatalmente, quienes elogian esos capítulos están elogiando un eslabón más dentro de la tradición novelística, dentro de un terreno familiar y ortodoxo. Me sumo a los pocos críticos que han querido ver en Rayuela la denuncia imperfecta y desesperada del establishment de las letras, a la vez espejo y pantalla del otro establishment que está haciendo de Adán, cibernética y minuciosamente, lo que delata su nombre apenas se lo lee al revés: nada.

Julio Cortázar. La vuelta al día en ochenta mundos. Siglo XXI, 1967.

Literatura y revolución

Que yo sepa, los productos literarios y artísticos de quienes hacen lo que se llama literatura proletaria, “contenidismo”, y las demás variantes del difunto realismo socialista, no han conseguido hasta ahora nada que parezca valioso no sólo para el presente, sino para las transformaciones del futuro. Hace unos años me tocó participar en una polémica cuyo eje era el concepto de realidad, y a partir de ahí, cuál era la forma en que un escritor revolucionario debía enfrentar y tratar la realidad en sus obras. En esa ocasión hice lo posible por mostrar algo que me parece cada vez más claro, y es que todo empobrecimiento de la noción de realidad en nombre de una temática restringida a lo inmediato y concreto en un plano supuestamente revolucionario, y también en nombre de la capacidad de recepción de los lectores menos sofisticados, no es más que un acto contrarrevolucionario, puesto que todo empobrecimiento del presente gravita en el futuro y lo vuelve más penoso y lejano.

(…) Toda simplificación en nombre o en procura de un público más vasto, es una traición a nuestros pueblos. La creación puede ser simple y clara en su más alto nivel; enhorabuena, ahí están los poemas de Pablo Neruda para probarlo. Pero la creación puede también ser oscura y poco accesible en ese mismo alto nivel, y ahí están los poemas de César Vallejo para probarlo. Los dos fueron fieles a si mismos, y su compromiso político se ejerció total y hermosamente sin que jamás claudicaran de su manera personal de sentir la realidad y de enriquecerla con su voz propia. Conozco de sobra los reproches de hermetismo que me han hecho a lo largo de estos años; vienen siempre de los que reclaman un paso atrás en la creación en nombre de un supuesto paso adelante en la lucha política. No es así como ayudaremos a la liberación final de nuestros países.

Julio Cortázar. “El intelectual y la política en Hispanoamérica”. En “Julio Cortázar: La isla final”, editado por Jaime Alazraki, Ivar Ivask y Joaquín Marco en Ultramar Editores. Barcelona, 1983.

Deontología y autocrítica

“En 1945-46 (…) continué escribiendo historias pero dudaba mucho en llegar a publicar un libro. En ese sentido creo que siempre tuve una visión muy clara. Me observaba a mi mismo, estudiando mi propio desarrollo sin querer jamás forzar las cosas. Sabía que llegaría un momento en que lo que yo escribiera valdría un poco más de lo que escribían otros de mi edad en Argentina. Pero a causa de mi elevado concepto de la literatura consideraba estúpida la costumbre de publicar cualquier cosa, como se hacía en Argentina en aquellos tiempos, en que un chico de veinte años, autor de un puñado de sonetos, corría de un lado para otro tratando de que alguien se los aceptara para la imprenta. Y si no conseguía encontrar quien se los publicara, pagaba el mismo los gastos de edición…”

Julio Cortázar en el libro de Luis Harss y Bárbara Dohrmann “Into the Mainstream”. Harper and Row, Nueva York, 1967. Tomado de “Julio Cortázar: La isla final”, editado por Jaime Alazraki, Ivar Ivask y Joaquín Marco en Ultramar Editores. Barcelona, 1983.

La idea central de Rayuela es una especie de petición de autenticidad total del hombre (II)

Acabo de releerla, a Rayuela. Tiene un gran poder de buena provocación, la novela. Se siente que usted hace un ajuste de cuentas global, con usted y con el mundo.

¡Un ajuste de cuentas del carajo! En primer lugar, como le decía, es una puesta en duda de todos los valores. Ahí, freudianamente, estoy matando a toda mi familia, estoy matando a mi país, a mis compatriotas, a mis amigos, estoy matando todas las herencias. Matándolas en el sentido de cuestionarlas.

Confrontándolas con su proyecto de existencia para saber si sirven o no sirven.

Justo. Y por eso hay esa referencia a la vuelta a fojas cero; eso que se nota mucho en el Oliveira de los primeros capítulos que no acepta nada sin replantear cada cosa y reconsiderar si debe aceptarla o no.

En ese sentido se puede considerar autobiográfica.

Sí, porque yo me cuestioné a mí mismo, en primer lugar, y cuestioné todo lo que traía del pasado, como herencia cultural. Como le dije en alguna parte, uno de los motores más importantes para que hiciera ese cuestionamiento fue el choque brutal con una realidad muy distinta, la europea, que me jabonó el piso y me descolocó.

Sin ese choque, quizás usted hubiera seguido siendo un escritor de buenos cuentos, en la Argentina.

O hubiera vuelto a la Universidad, a la enseñanza, para ganarme la vida; cualquier cosa, pero este tipo de cuestionamiento a fondo y sin piedad, no. Si de alguna cosa estoy seguro es de que un libro como Rayuela yo no lo hubiera escrito si me hubiera quedado en Argentina; de eso estoy absolutamente seguro. Ahora que, hay que agregar, que ese libro tampoco lo hubiera escrito si no hubiera vivido tantos años en la Argentina.

No se trata de negar esa experiencia, en bloque.

No sólo no negarla sino llegar a tener la alegría de aceptarla pero verdaderamente limpia, en vez de vivirla como un sistema de mentiras, como un inmenso engaño o un espejo.

¿Qué parentesco hay entre usted y Oliveira?

En realidad Oliveira se me parece mucho en el plano personal. Es un tipo sumamente tierno, que disimula su ternura. Tierno y necesitado de ternura, lo que pasa es que no la va a aceptar jamás si viene mezclada con un poco de compasión, o sea, si es una ternura fácil. Lo que él quiere son cosas absolutas.

Tiene temor a jugarse, para que no lo lastimen. Porque cuando se juega como con Berthe Trépat, la pianista…

… ¿Usted vio cómo le va?

Con quien le va bien es con la clocharde, así sea a condición de hundirse en la mierda.

Sí, pero ahí le cae la policía justo, cuando está cumpliendo el consejo de Heráclito: meterse en la mierda hasta la nariz para curarse de la hidropesía mental y moral que lleva consigo.

Uno de los problemas de Oliveira es su condición de espectador que muchas veces le hace envidiar la forma de vida mucho más natural, más espontánea e irreflexiva de la Maga. Es una actitud que se ve también en el doctor Hardoy, de “Las puertas del cielo”; en Bruno, de “El perseguidor”; personajes que no pueden escapar de su circuito cerrado de reflexión, disolverse un poco en los otros; participar. ¿Este también es un aspecto personal, autobiográfico?

Sin duda alguna; es una cosa muy personal. “Las puertas del cielo”, “El perseguidor” y Rayuela, para hablar de los tres casos que usted cita, son textos anteriores a mi toma de conciencia en el plano histórico-político. Es una época de mi vida en al que yo me sentía personalmente un espectador de lo que sucedía afuera, sin una verdadera participación, sin un deseo de comunicarme con el otro, con el prójimo. Sí, yo podía tener muy buenas relaciones, podía estar enamorado de una mujer o querer mucho a un amigo o a alguien de mi familia, podía tender puentes de tipo individual, pero hasta el momento de mi toma de conciencia yo era alguien colocado afuera, realmente. Y tengo al impresión de que, sin saberlo demasiado, esos tres textos lo reflejan perfectamente. Quizás más que ninguno, “Las puertas del cielo”.

El personaje ficha a la gente, lleva nota de cada situación.

Es que yo también llevaba fichas y cuando llegué a París quise seguir haciéndolo hasta que se me movió el piso y entré en el clima de Rayuela. Sin llegar todavía a dar el paso; el paso lo di después; pero sin Rayuela –sin la experiencia que traduce Rayuela– nunca lo hubiera dado.

Sin embargo Oliveira, en varios momentos de la novela se da cuenta y dice que la salida no puede ser individual.

Se da cuenta porque no es tonto, pero al mismo tiempo no es un tipo que vaya a moverse por nada. No se olvide, por ejemplo, que él se niega a ayudar en las pegatinas contra la guerra de Argelia e, incluso, acusa a los que las hacen de fabricarse buenas conciencias con trabajitos más o menos revolucionarios. No, yo me daba cuenta de algunas cosas, pero no había tomado conciencia.

Pero esa toma de conciencia no nace de la nada en usted.

¡Claro que no! Por eso le decía que sin todo lo que traduce Rayuela yo no habría podido dar ese paso que me llevó bruscamente a descubrir, por el ojo coagulante que fue la Revolución Cubana, una América Latina que, como tal, me había importado un bledo hasta entonces. No me interesaba más que en individuos, en valores que para mí tenían sentido y en un universo estético.

¿Cómo fue el proceso de trabajo de Rayuela?

Empecé por una especie de obligación de empezar. Al principio fueron papelitos que había ido escribiendo de diferentes modos, en diferentes momentos y después todo eso se ajustó y se combinó. El primer capítulo que escribí fue el del tablón. En la máquina, la novela empezó ahí, en la parte de Buenos Aires. Podía haber sido un cuento; como situación se me dio como se me dan a mí las situaciones de los cuentos: de pronto vi a ese tipo, a esa especie de vago que estaba hablando con uno en la ventana de enfrente y empezaba toda esa extraña ceremonia del tablón, del paquete de yerba, los clavos y la presencia de la mujer –que es una especie de apuesta– y cuando terminé sentí que tenía que irme para atrás. Que Oliveira estaba en Buenos Aires pero que antes había vivido en París (con gran parte de mi experiencia) y entonces empecé la parte de París que contenía ya una serie de capítulos cortos que había escrito sin ninguna intención de novela. Le podría señalar capítulos que son, por ejemplo, pequeñas descripciones, ambientes, situaciones de París que se insertaron luego naturalmente en la novela; es decir, que habían sido pedazos de la novela sin que yo lo supiera.

¿No hubo entonces ningún plan?

Ningún plan; si alguna cosa no ha respondido a un plan es Rayuela. Los capítulos se fueron acumulando. Cuando volví hacia atrás y comencé a escribir la parte de París hice un primer capítulo narrativo, después algunos capitulitos sueltos –donde se habla incidentalmente de la Maga y los primeros encuentros más o menos mágicos– y luego un capítulo muy, muy largo donde los personajes se van definiendo: La Maga cuenta su historia en Montevideo y ya se ve venir a Oliveira, se ve en lo que está; se conoce un poco a los otros personajes. A partir de ahí seguí escribiendo narrativamente, con los grandes huecos que hay. La vida de Pola, por ejemplo –la amiga de Oliveira– está contada espasmódicamente: esa mujer entra y sale de la vida de Oliveira como si entrara por una ventana y saliera por otra; no hay secuencias definidas. Pero yo seguía un orden. Hay un orden de evolución de la relación de Oliveira y la Maga, al muerte de Rocamadour, la partida no explicada ni explicable de la Maga y el derrumbe final, un poco delirante de Oliveira, hasta que lo meten preso y lo mandan de vuelta a la Argentina. Con todos los capítulos intermedios, la larga conversación con Gregorovius, la visita a Morelli en el hospital, las grandes discusiones sobre su obra, todo eso.

Y los capítulos prescindibles, ¿cómo surgen?

Ese fue un trabajo paralelo. Cuando interrumpía la parte narrativa leía el diario y me encontraba con algo que me llamaba la atención, lo pegaba y lo copiaba, o andando por la calle, en un café se me ocurrían notas que convertía en “morellianas”. Estando metido en el clima de la novela me pasaba todo el tiempo reflexionando en el problema del novelista, la crítica de la crítica, la escritura y la desescritura, en todo lo que dice Morelli, y lo iba escribiendo. Me parece que fue acertado –contrariamente a lo que han hecho Thomas Mann o Huxley– no incluirlos en la acción dramática.

Ni siquiera son impuestos; se puede optar por leerlos o no. Ahora, para que la novela verdaderamente responda a su intención, creo que hay que leerla alternando de una parte a la otra, de la acción dramática a los capítulos llamados prescindibles.

Es una de las posibilidades, claro.

Aparte de los elementos de teoría literaria que hay en los capítulos prescindibles, ¿qué otro resultado buscaba, al incorporarlos?

Algo que a mí me parecía muy importante mientras escribía Rayuela y es la búsqueda del lector cómplice. Yo mismo –y ese es mi elemento romántico de que hablábamos– mientras escribía el concierto de Berthe Trépat o la muerte de Rocamadour, me dejaba llevar por la narración que se inflaba hasta alcanzar una dimensión novelesca un poco hipnotizante. Precisamente por eso, al terminar esos capítulos, o en medio de esos capítulos, se intercala un aviso, un pequeño comentario teórico que aparentemente no tiene nada que ver, simplemente para lavarle la cara al lector. Esa es la intención. Decirle: “no te dejes llevar por tantas emociones”.

“Mirá que estás leyendo una novela que vos tenés que escribir también, en la que tenés que participar”

Exactamente. Y a propósito de eso le diré algo interesante que para mí fue una sorpresa. Una muchacha norteamericana que ha hecho una tesis sobre mis cosas me dijo una vez algo que me llamó mucho la atención: “en realidad vos, con tu tablero de dirección, al principio del libro, contradecís tu teoría del lector cómplice porque, en definitiva, lo sometés a otra posible forma de lectura. Le decís: “esto usted lo puede leer así o de esta otra manera”. ¿Y si a ese señor no le da la gana de leerlo ni de una manera ni de la otra? Al darle las instrucciones estás haciendo lo mismo que cualquier novelista tradicional que no le da instrucciones pero que le enchufa el libro desde la página uno a la página cuatrocientos”. Nunca lo había pensado. Mi defensa fue que al principio del libro se dice: “Este libro es muchos libros pero sobre todo dos libros”. Y en ese sentido puedo decirle que he recibido cartas con toda una disposición diferente de capítulos, diciéndome a mí: “lee el libro así que vas a ver que es mucho mejor”. Es extraordinario: hay gente que se ha inventado sus propios itinerarios en el libro.

En algunos casos hay relación entre la acción dramática y el capítulo prescindible, en otros no la hay.

No la hay. No sólo no la hay sino que están en franca contraposición; sacan al lector de una situación muy emotiva y lo meten en otra cómica, como que la duquesa fulanita se rompió una pata jugando al cricket.

¿Y no será algo más que lavarle la cara al lector? ¿No será ponerlo un poco en la piel del novelista y decirle “mire señor, cuando un escritor está escribiendo su novela está metido en un medio donde ocurren un montón de cosas que caen en el texto como meteoritos o salen de él cuando menos se lo espera?

Es cierto, pero yo mentiría si dijera que eso estaba en mis intenciones de entonces. Eso está en mis intenciones diez años después, en el “Libro de Manuel”, o sea la lectura cotidiana de los diarios y su intromisión en el libro que estaba escribiendo. Con Rayuela yo me acuerdo que mi intención explícita era despatetizar, deshipnotizar al lector mediante ese brusco pasaje que lo sacaba de situaciones emocionales que arriesgaban convertirlo en un lector hembra.

El final de Rayuela ha dado mucho que hablar. Es un final abierto, el lector debe decidir la suerte del protagonista. Y es un final “en redondo”: la novela queda dando vueltas entre el capítulo 58 y 131, según el tablero de instrucciones. ¿Eso fue deliberado?

Absolutamente deliberado. La novela queda dando vueltas, como usted dice. Terminado el libro, empezando por mí y siguiendo por cada uno de los otros lectores, cada uno puede tener su propia versión de lo que hizo Oliveira, si se tiró por la ventana o no.

Hay una serie de capitulitos situados en el futuro de ese momento. Oliveira vuelve a la rutina de café con leche de su vida con Gekrepten, los amigos le ponen compresas y lo cuidan; ¿usted pensaba, al escribirlos, que eran reales o imaginados por Oliveira?

Cuando escribí el libro para mí eran reales porque eso podría haber ocurrido con o sin salto de la ventana; incluso Oliveira podía haberse tirado por la ventana y no haberse matado.

Yo siempre los leí como imaginarios; como ocurridos en la cabeza de Oliveira.

Es una linda hipótesis y perfectamente posible. En la situación que él está no es imposible que haya pasado a un estado de delirio y haya imaginado todo eso. Digamos que a partir del momento en que Oliveira se hamaca en la ventana y viene la última frase: “plaf, se acabó”, la opción queda totalmente abierta, tanto para Oliveira como para el lector. Lo que yo vi cuando estaba escribiendo Rayuela –creo que acuerdo más o menos bien– fue el futuro de ese momento, esos fragmentos de que usted habla. Porque Oliveira puede haberse tirado o no por la ventana, puede haberse matado o no, puede haber vivido o imaginado esos momentos futuros pero, en cualquier caso, se muestra a un Oliveira que ya está del otro lado de ese último momento de encuentro y armonía total.

Pero me parece importante, para el sentido de la novela, dilucidar si se mata o no. Si todos los problemas existenciales metafísicos que plantea el personaje se resolvieran con la muerte sería muy simplista, porque con la muerte se van a “resolver” siempre.

De acuerdo con usted: yo nunca he creído que Oliveira se matara.

Esos problemas siguen, y Oliveira, un hombre que tuvo tanta fidelidad a sus búsquedas, se los debe seguir aguantando, como los seguimos aguantando los lectores.

Exactamente.

Según mi lectura –usted dirá– ni se tiró de la ventana, ni se volvió loco (como dicen algunos críticos), sino que entró en una de esas crisis pasivas que seguían a sus grandes crisis activas. No hay que engañarse porque parezca resignado a u mujer y a los paños fríos.

Claro, porque usted vio que las respuestas de Oliveira tienen un humor negro, aunque en apariencia está cariñoso, contento, pacificado. Por lo demás yo tampoco creo que se haya tirado por la ventana. No se tiró en absoluto. Pero entró en una nueva etapa de la que yo podía mostrar sólo esos pequeños pantallazos, porque el libro tenía que terminar alguna vez. Una etapa de atonía que, como usted dice, seguía en él a las grandes crisis.

Que volverán.

¡Vaya a saber lo que hizo cuando se levantó de la cama después que le pusieron las compresas y le cebaron mate!

Incluso antes, con su amigo Traveler, tuvo también una etapa de relaciones condescendientes, fáciles, de barrio.

Sí, en la parte del circo.

Y después vuelve al ataque hasta el enfrentamiento (a la vez tan amistoso) del final.

A mí me gustó llegar a eso –vaya a saber cómo llegaron ellos– a esa especie de doble revelación final de fraternidad total entre Traveler y Oliveira. Esa especie de encuentro, esas dulces palabras que se cambian al final, ese sentimiento de armonía al que llega Oliveira, van a hacer de él, evidentemente, un hombre diferente. En la etapa que vendrá después, que está fuera del libro, Oliveira será un hombre de otra condición; esa noche lo ha hecho franquear una frontera. ¿Hacia qué, para qué? Eso no lo sabía yo; ya no era asunto mío. Yo ya no podía seguirlo, era demasiado vertiginoso; gracias que llegué hasta ahí.

¿Se resigna, Oliveira?

Para mí, no.

Para mí tampoco. No es la primera vez que parece resignado.

Usted vio como se deja expulsar a la Argentina; cómo vuelve, mansito.

Y cada una de sus broncas es mayor que la anterior.

Mucho más. Cada vez. Uno no se puede fiar, con él.

Como el encuentro final con Traveler. ¿Usted cree que Oliveira pensaba que Traveler tenía verdaderamente intención de matarlo?

Escribiendo, yo pensaba que sí. Sin ninguna razón, porque lo más que puede reprocharle Traveler es que Oliveira, con el beso que le dio a Talita en el morgue, estaba intentado sacarle a la mujer. Un poco lo que había sucedido en la escena del tablón.

Y en la escena del tablón ella se define: se queda con Traveler.

Por lo tanto Traveler no tiene ningún nuevo motivo para ir a pegarle un tiro o una puñalada a Oliveira. Pero ese es, quizás, el lado alucinatorio de Oliveira: arma sus defensas contra Traveler, contra todo el mundo y contra él mismo, en alguna medida. Y llega ese diálogo final entre Traveler y Oliveira, tan complicado, tan largo…

Y tan significativo.

Es que ahí se tocaba el final. Es muy curioso, mutatis mutandi y sin ninguna tentativa de comparación, pero ese diálogo de Oliveira y Traveler yo lo releí años después al controlar una traducción y, de golpe, me acordé de otro diálogo, para mí prodigioso de la literatura, que es el que tienen al final de “El Idiota”, de Dostoievski, Mishkin y Stavroguin; la noche en que Stavroguin ha matado a la muchacha y lleva a Mishkin a la habitación y éste se da cuenta de que el cadáver está allí, en al cama, y hay ese encuentro final entre los dos, donde cada uno muestra lo que es. Ni creo que se trate de una influencia, en absoluto; me parece que retrata de un hermoso paralelismo.

Es un diálogo de una enorme tensión, que hace revivir la totalidad de la novela.

¡No se imagina en qué estado escribí yo ese diálogo! Ese, la muerte de Rocamadour, el concierto de Berthe Trépat, los capítulos patéticos del libro. La que me vio fue mi mujer porque me venía a agarrar del cuello y me llevaba a tomar un poco de sopa. Yo había perdido completamente la noción del tiempo. Y no se debía a la influencia del alcohol o algo parecido; no bebía, tomaba mate y fumaba menos que ahora. Ahí si se puede hablar de posesión, esa cosa maravillosa que tiene la literatura. Yo estaba totalmente dominado: era Oliveira, era Traveler y era los dos al mismo tiempo. Ir a comer, tomarme una sopa eran actividades “literarias”, artificiales; lo otro, la literatura, era lo verdadero.

Ernesto González Bermejo. Conversaciones con Cortázar. Editorial Hermes. México, 1978.

Morelliana, siempre

Detesto al lector que ha pagado por su libro, al espectador que ha comprado su butaca, y que a partir de ahí aprovecha el blando almohadón del goce hedónico o la admiración por el genio. ¿Qué le importaba a Van Gogh tu admiración? Lo que él quería era tu complicidad, que trataras de mirar como él estaba mirando con los ojos desollados por un fuego heracliteano… yo escupo en la cara del que venga a decirme que ama a Miguel Angel o a E. E. Cummings sin probarme que por lo menos en una hora extrema ha sido ese amor, ha sido también el otro, ha mirado con él desde su mirada y ha aprendido a mirar como él hacia la apertura infinita que espera y reclama.

La vuelta al día en ochenta mundos. Siglo XXI. 1967.

De otra máquina célibe - Cronopios, vino tinto y cajoncitos (Rayuel-o-matic)

Por Paco y Sara Porrúa, dos lados del indefinible polígono que va urdiendo mi vida con otros lados que se llaman Fredi Guthmann, Jean Thiercelin, Claude Tarnaud y Sergio de Castro (puede haber otros que ignoro, partes de la figura que se manifestarán algún día o nunca), conocí a Juan Esteban Fassio en un viaje a la Argentina, creo que hacia 1962. Todo empezó como debía, es decir en el café de la estación de Plaza Once, porque cualquiera que tenga un sentimiento sagaz de lo que es el café de una estación ferroviaria comprenderá que allí los encuentros y los desencuentros tenían que darse de entrada en un territorio marginal, de tránsito, que eran cosa de borde. Esa tarde hubo como una oscura voluntad material y espesa, un alquitrán negativo contra Sara, Paco, mi mujer y yo que debíamos encontrarnos a esa hora y nos desencontramos, nos telefoneamos, buscamos en las mesas y los andenes y acabamos por reunirnos al cabo de dos horas de interminables complicaciones y una sensación de estar abriéndonos paso los unos hacia los otros como en las peores pesadillas en que todo se vuelve postergación y goma. El plan era ir desde allí a la casa de Fassio, y si en el momento no sospeché el sentido de la resistencia de las cosas a esa cita y a ese encuentro, más tarde me pareció casi fatal en la medida en que todo orden establecido se forma en cuadro frente a una sospecha de ruptura y pone sus peores fuerzas al servicio de la continuación. Que todo siga como siempre es el ideal de una realidad a la medida burguesa y burguesa ella misma (por ser de medida); Buenos Aires y especialmente el café del Once se coaligaron sordamente para evitar un encuentro del que no podía salir nada bueno para la República. Pero lo mismo llegamos a la calle Misiones (hay nombres que...), y antes de las ocho de la noche estábamos bebiendo el primer vaso de vino tinto con el Proveedor Propagador en la Mesembrinesia Americana, Administrador Antártico y Gran Competente OGG, además de regente de la cátedra de trabajos prácticos rousselianos. Tuve en mis manos la máquina para leer las Nouvelles impressions d'Afrique, y también la valija de Marcel Duchamp; Fassio, que hablaba poco, servía en cambio unos sándwiches de tamaño natural y mucho vino tinto, y acabó sacando una kodak del tiempo de los pterodáctilos con la que nos fotografió a todos debajo de un paraguas y en otras actitudes dignas de las circunstancias. Poco después volví a Francia, y dos años más tarde me llegaron los documentos, anunciados sigilosamente por Paco Porrúa que había participado con Sara en la etapa experimental de la lectura mecánica de Rayuela. No me parece inútil reproducir ante todo el membrete y encabezamiento de la trascendental comunicación:


Seguían diversos diagramas, proyectos y diseños, y una hojita con la explicación general del funcionamiento de la máquina, así como fotos de los científicos de las Subcomisiones Electrónica y de Relaciones Patabrownianas en plena labor. Personalmente nunca entendí demasiado la máquina, porque su creador no se dignó facilitarme explicaciones complementarias, y como no he vuelto a la Argentina sigo sin comprender algunos detalles del delicado mecanismo. Incluso sucumbo a esta publicación quizá prematura e inmodesta con la esperanza de que algún lector ingeniero descifre los secretos de la RAYUEL-O-MATIC, como se denomina la máquina en uno de los diseños que, lo diré abiertamente, me parece culpable de una frívola tendencia a introducirla en el comercio, sobre todo por la nota que aparece al pie:

Se habrá advertido que la verdadera máquina es la que aparece a la izquierda; el mueble con aire de triclinio es desde luego un auténtico triclinio, puesto que Fassio comprendió desde un comienzo que Rayuela es un libro para leer en la cama a fin de no dormirse en otras posiciones de luctuosas consecuencias. Los diseños 4 y 5 ilustran admirablemente esta ambientación favorable, sobre todo el número 5 donde no faltan ni el mate ni el porrón de ginebra (juraría que también hay una tostadora eléctrica, lo que me parece una pituquería):


Nunca entenderé por qué algunos diseños venían numerados mientras otros se dejaban situar en cualquier parte, temperamento que he imitado respetuosamente. Pienso que éste dará una idea general de la máquina:

No hay que ser Werner von Braun para imaginar lo que guardan las gavetas, pero el inventor ha tenido buen cuidado de agregar las instrucciones siguientes:

A — Inicia el funcionamiento a partir del capítulo 73 (sale la gaveta 73); al cerrarse ésta se abre la No. 1, y así sucesivamente. Si se desea interrumpir la lectura, por ejemplo en mitad del capítulo 16, debe apretarse el botón antes de cerrar esta gaveta.

B — Cuando se quiera reiniciar la lectura a partir del momento en que se ha interrumpido, bastará apretar este botón y reaparecerá la gaveta No. 16, continuándose el proceso.

C — Suelta todos los resortes, de manera que pueda elegirse cualquier gaveta con sólo tirar de la perilla. Deja de funcionar el sistema eléctrico.

D — Botón destinado a la lectura del Primer Libro, es decir, del capítulo 1 al 56 de corrido. Al cerrar la gaveta No. 1, se abre la No. 2, y así sucesivamente.

E — Botón para interrumpir el funcionamiento en el momento que se quiera, una vez llegado al circuito final: 58 - 131 - 58 - 131 - 58, etcétera.

F — En el modelo con cama, este botón abre la parte inferior, quedando la cama preparada.

En una referencia complementaria se alude a un botón G, que el lector apretará en caso extremo, y que tiene por función hacer saltar todo el aparato

Los diseños 1, 2 y 3 permiten apreciar el modelo con cama, así como la forma en que sale y se abre esta última apenas se aprieta el botón F.

Atento a las previsibles exigencias estéticas de los consumidores de nuestras obras, Fassio ha previsto modelos especiales de la máquina en estilo Luis XV y Luis XVI.

En la imposibilidad de enviarme la máquina por razones logísticas, aduaneras e incluso estratégicas que el Colegio de Patafisíca no está en condiciones ni en ánimo de estudiar, Fassio acompañó los diseños con un gráfico de la lectura de Rayuela (en la cama o sentado).


La interpretación general no es difícil: se indican claramente los puntos capitales comenzando por el de partida (73), el capítulo emparedado (55) y Los dos capítulos del ciclo final (58 y 131). De la lectura surge una proyección gráfica bastante parecida a un garabato, aunque quizá los técnicos puedan explicarme algún día por qué los pasos se amontonan tanto hacia los capítulos 54 y 64. El análisis estructural utilizará con provecho estas proyecciones de apariencia despatarrada; yo le deseo buena suerte.

La vuelta al día en ochenta mundos. Siglo XXI. 1967.