Las perras negras

Pensemos un poco más sobre todo en las formación de los conceptos: toda palabra se convierte de manera inmediata en concepto en cuanto que, justamente, no ha de servirle a la vivencia originaria, única y por completo individualizada, gracias a la cual se generó, por ejemplo, de recuerdo, sino que tiene que ser apropiada al mismo tiempo para innumerables vivencias más o menos similares, esto es, nunca idénticas hablando con rigor, así pues, ha de ser apropiada para casos claramente diferentes. Todo concepto se genera igualando lo no-igual. Del mismo modo que es cierto que una hoja nunca es totalmente igual a otra, asimismo es cierto que el concepto hoja se ha formado al prescindir arbitrariamente de esas diferencias individuales, al olvidar lo diferenciante y entonces provoca la representación, como si en la naturaleza, además de hojas, hubiese algo que fuese la “hoja” (…) A un ser humano le llamamos honrado (…) Esto de nuevo quiere decir: la hoja es causa de las hojas. Ciertamente, no sabemos nada en absoluto de una cualidad esencial que se llame la honradez, pero sí de numerosas acciones individualizadas, por lo tanto desiguales, que nosotros igualamos omitiendo lo desigual y las designamos entonces como acciones honradas; al final formulamos a partir de ellas una cualitas occulta con el nombre: la honradez. El no hacer caso de lo individual y lo real nos proporciona el concepto del mismo modo que también nos proporciona la forma, mientras que la naturaleza no conoce formas ni conceptos, ni tampoco, en consecuencia, géneros, sino solamente una X que es para nosotros inaccesible e indefinible (…) ¿Qué es la verdad? Un ejército móvil de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en una palabra, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas, adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, a un pueblo le parecen fijas, canónicas, obligatorias: las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son, metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su imagen y que ahora ya no se consideran como monedas, sino como metal.

(…)

Si alguien esconde una cosa detrás de un matorral, después la busca de nuevo exactamente en tal lugar y, además, la encuentra, en esa búsqueda y en ese hallazgo no hay, pues, mucho que alabar: sin embargo, esto es lo que sucede al buscar y al encontrar la “verdad” dentro de la jurisdicción de la razón. Si doy la definición de mamífero y luego, después de examinar un camello, digo “Fíjate, un mamífero”, no cabe duda de que con ello se ha traído a la luz una verdad, pero es de valor limitado, quiero decir que es antropomórfica de pies a cabeza y no contiene ni un solo punto que sea “verdadero en sí”, real y universalmente válido, prescindiendo del ser humano.

(…)

Así la ciencia trabaja sin cesar en ese gran columbarium de los conceptos, necrópolis de la intuición, construye siempre nuevas y más elevadas plantas, apuntala, limpia y renueva las celdas viejas y, sobre todo, se esfuerza en llenar ese andamiaje aupado hasta la desmesura y en ordenar dentro de él todo el mundo empírico, es decir, el mundo antropomórfico.

Nietzsche. Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Edición y traducción de Joan B. Llenares y Germán A. Meléndez. Península. Barcelona, 2003.

Cortázar diserta sobre Rayuela

Rayuela, el hecho de haber sido escrito, responde a tres motivos, a tres motivos fundamentales, hay otros subsidiarios, pero había tres motivos fundamentales.

El primer motivo, que es, digamos, el básico, es el que el lector encuentra cuando oye los monólogos y los diálogos de los personajes y lee los fragmentos teóricos de un tal Morelli, un escritor que yo inventé y metí ahí, fragmentos teóricos en que Morelli da sus ideas, expone sus ideas sobre literatura, sobre filosofía, a veces, aunque muy poco, sobre historia. El primer nivel, la primera intención, entonces, de Rayuela, el lector la encuentra en la palabra y en el pensamiento de los personajes principales y de esa figura un poco misteriosa de Morelli, cuyos textos aparecen intercalados a lo largo del libro, y ese contenido de Rayuela es lo que yo había calificado de metafísico. Es decir, preocupaciones de tipo metafísico. Fundamentalmente metafísico. Efectivamente, en el fondo Rayuela es una muy larga meditación a través del pensamiento e incluso a través de los actos de un hombre, sobre todo, una larga meditación sobre la condición humana, sobre qué es un ser humano en este momento del desarrollo de la humanidad, y en una sociedad, como la sociedad donde se cumple, donde se desarrolla el libro.

(…)

El segundo nivel, que, en general, no se vio al principio, pero que luego poco a poco fue entrando en los lectores que analizaron más a fondo el libro (…) es un nivel idiomático, es un nivel de lenguaje. (…) el problema de cómo decir, cómo formular todo lo que hay en el primer nivel. Cómo decirlo, y sobre todo, en qué medida la manera de decirlo establecerá un puente eventual con el lector.

(…)

Horacio Oliveira es un hombre que está poniendo en tela de juicio todo lo que ve, todo lo que escucha, todo lo que lee, todo lo que recibe, porque le parece que no tiene por qué aceptar ideas recibidas, estructuras codificadas, sin primero pasarlas por su propia manera de ver el mundo, y, entonces, aceptarlas o rechazarlas. ¿De qué manera transmitir eso al lector? La manera directa de un escritor es la palabra, y, en mi caso concreto, la lengua española. Pero qué quiere decir la lengua española, o el castellano, si se quiere usar esa expresión, cuando se está buscando transmitir una serie de vivencias y de intuiciones que muchas veces van en contra de las instituciones que todo el mundo acepta grosso modo o más o menos. (…) antes de utilizar el lenguaje hay que tener en cuenta la posibilidad de que el lenguaje nos engañe. Es decir, que nosotros creamos que estamos pensando por nuestra cuenta y en realidad el lenguaje esté un poco pensando por nosotros. O sea, utilizando estereotipos, utilizando fórmulas que ya vienen del fondo del tiempo y que pueden estar completamente podridas y pueden no tener ningún sentido en nuestra época y en nuestra manera de ser actual. (…) Ustedes saben muy bien cuál es el tipo de lenguaje que se utiliza en las noticias y en los telegramas, incluso es bastante divertido porque uno puede hacer listas de fórmulas perfectamente repetidas que la gente utiliza pasando de mano en mano, de noticia en noticia, y siempre la misma manera de decir la cosa. O sea, que en el fondo no se está diciendo la cosa, porque no hay dos cosas iguales.

(…)

Ahora, esos dos primeros niveles llevan automáticamente al tercero, y el tercero es el lector. (…) La intención de Rayuela es eliminar toda pasividad en la lectura, en la medida que ello sea posible, y colocar al lector en una situación de intervención continua, página a página o capítulo a capítulo. Para conseguir eso, lo único que yo tenía a mi disposición es todo lo que ya he explicado, o sea, el cuestionamiento de la realidad por un lado, el cuestionamiento del idioma por otro, y en tercer lugar algunas maneras de acercarse al libro que le dieran una mayor flexibilidad.

El texto completo de esta charla de Julio Cortázar, así como interesantes detalles acerca de su origen, puede encontrarse en “Dos ciudades en Julio Cortázar” por Miguel Herráez. Editorial Ronsel. Barcelona, 2006.

Jacques Derrida - La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas

Sería fácil mostrar que el concepto de estructura e incluso la palabra estructura tienen la edad de la episteme, es decir, el mismo tiempo de la ciencia y de la filosofía occidentales, y que hunden sus raíces en el suelo del lenguaje ordinario, al fondo del cual va la episteme a recogerlas para traerlas hacia sí en un desplazamiento metafórico. Sin embargo, hasta el acontecimiento al que quisiera referirme, la estructura, o más bien la estructuralidad de la estructura, aunque siempre haya estado funcionando, se ha encontrado siempre neutralizada, reducida: mediante un gesto consistente en darle un centro, en referirla a un punto de presencia, a un origen fijo. Este centro tenía como función no sólo la de orientar y equilibrar, organizar la estructura -efectivamente, no se puede pensar una estructura desorganizada- sino, sobre todo, la de hacer que el principio de organización de la estructura limitase lo que podríamos llamar el juego de la estructura. Indudablemente el centro de una estructura, al orientar y organizar la coherencia del sistema, permite el juego de los elementos en el interior de la forma total. Y todavía hoy una estructura privada de todo centro representa lo impensable mismo.

Sin embargo el centro cierra también el juego que él mismo abre y hace posible. En cuanto centro, es el punto donde ya no es posible la sustitución de los contenidos, de los elementos, de los términos. En el centro, la permutación o la transformación de los elementos (que pueden ser, por otra parte, estructuras comprendidas en una estructura) está prohibida. Por lo menos ha permanecido siempre prohibida (y empleo esta expresión a propósito). Así, pues, siempre se ha pensado que el centro, que por definición es único, constituía dentro de una estructura justo aquello que, rigiendo la estructura, escapa a la estructuralidad. Justo por eso, para un pensamiento clásico de la estructura, del centro puede decirse, paradójicamente, que está dentro de la estructura y fuera de la estructura. Está en el centro de la totalidad y sin embargo, como el centro no forma parte de ella, la totalidad tiene su centro en otro lugar. El centro no es el centro. El concepto de estructura centrada -aunque representa la coherencia misma, la condición de la episteme como filosofía o como ciencia- es contradictoriamente coherente. Y como siempre, la coherencia en la contradicción expresa la fuerza de un deseo. El concepto de estructura centrada es, efectivamente, el concepto de un juego fundado, constituido a partir de una inmovilidad fundadora y de una certeza tranquilizadora, que por su parte se sustrae al juego. A partir de esa certidumbre se puede dominar la angustia, que surge siempre de una determinada manera de estar implicado en el juego, de estar cogido en el juego, de existir como estando desde el principio dentro del juego. A partir, pues, de lo que llamamos centro, y que, como puede estar igualmente dentro que fuera, recibe indiferentemente los nombres de origen o de fin, de arkhé o de telos, las repeticiones, las sustituciones, las transformaciones, las permutaciones quedan siempre cogidas en una historia del sentido -es decir, una historia sin más- cuyo origen siempre puede despertarse, o anticipar su fin, en la forma de la presencia. Por esta razón, podría decirse quizás que el movimiento de toda arqueología, como el de toda escatología, es cómplice de esa reducción de la estructuralidad de la estructura e intenta siempre pensar esta última a partir de una presencia plena y fuera de juego.

Si esto es así, toda la historia del concepto de estructura, antes de la ruptura de la que hablábamos, debe pensarse como una serie de sustituciones de centro a centro, un encadenamiento de determinaciones del centro. El centro recibe, sucesivamente y de una manera regulada, formas o nombres diferentes. La historia de la metafísica, como la historia de Occidente, sería la historia de esas metáforas y de esas metonimias. Su forma matriz sería -y se me perdonará aquí que sea tan poco demostrativo y tan elíptico, pero es para llegar más rápidamente a mi tema principal- la determinación del ser como presencia en todos los sentidos de esa palabra. Se podría mostrar que todos los nombres del fundamento, del principio o del centro han designado siempre lo invariante de una presencia (eidos, arché, telos, energeia, ousía [esencia, existencia, sustancia, sujeto], aletheia, trascendentalidad, consciencia, Dios, hombre, etc.).

El acontecimiento de ruptura, la irrupción a la que aludía yo al principio, se habría producido, quizás, en que la estructuralidad de la estructura ha tenido que empezar a ser pensada, es decir, repetida, y por eso decía yo que esta irrupción era repetición, en todos los sentidos de la palabra. Desde ese momento ha tenido que pensarse la ley que regía de alguna manera el deseo del centro en la constitución de la estructura, y el proceso de la significación que disponía sus desplazamientos y sus sustituciones bajo esta ley de la presencia central; pero de una presencia central que no ha sido nunca ella misma, que ya desde siempre ha estado deportada fuera de sí en su sustituto. El sustituto no sustituye a nada que de alguna manera le haya pre-existido. A partir de ahí, indudablemente se ha tenido que empezar a pensar que no había centro, que el centro no podía pensarse en la forma de un ente-presente, que el centro no tenía lugar natural, que no era un lugar fijo sino una función, una especie de no-lugar en el que se representaban sustituciones de signos hasta el infinito. Este es entonces el momento en que el lenguaje invade el campo problemático universal; este es entonces el momento en que, en ausencia de centro o de origen, todo se convierte en discurso -a condición de entenderse acerca de esta palabra-, es decir, un sistema en el que el significado central, originario o trascendental no está nunca absolutamente presente fuera de un sistema de diferencias. La ausencia de significado trascendental extiende hasta el infinito el campo y el juego de la significación.

¿Dónde y cómo se produce este descentramiento como pensamiento de la estructuralidad de la estructura? Para designar esta producción, sería algo ingenuo referirse a un acontecimiento, a una doctrina o al nombre de un autor. Esta producción forma parte, sin duda, de la totalidad de una época, la nuestra, pero ya desde siempre empezó a anunciarse y a trabajar. Si se quisiera, sin embargo, a título indicativo, escoger algunos «nombres propios» y evocar a los autores de los discursos en los que se ha llegado más cerca de la formulación más radical de esa producción, sin duda habría que citar la crítica nietzscheana de la metafísica, de los conceptos de ser y de verdad, que vienen a ser sustituidos por los conceptos de juego, de interpretación y de signo (de signo sin verdad presente); la crítica freudiana de la presencia a sí, es decir, de la consciencia, del sujeto, de la identidad consigo, de la proximidad o de la propiedad de sí; y, más radicalmente, la destrucción heideggeriana de la metafísica, de la onto-teología, de la determinación del ser como presencia. Ahora bien, todos estos discursos destructores y todos sus análogos están atrapados en una especie de círculo. Este círculo es completamente peculiar, y describe la forma de la relación entre la historia de la metafísica y la destrucción de la historia de la metafísica: no tiene ningún sentido prescindir de los conceptos de la metafísica para hacer estremecer a la metafísica; no disponemos de ningún lenguaje -de ninguna sintaxis y de ningún léxico- que sea ajeno a esta historia; no podemos enunciar ninguna proposición destructiva que no haya tenido ya que deslizarse en la forma, en la lógica y los postulados implícitos de aquello mismo que aquella querría cuestionar. Por tomar un ejemplo entre tantos otros: es con la ayuda del concepto de signo como se hace estremecer la metafísica de la presencia. Pero a partir del momento en que lo que se pretende mostrar así es, como acabo de sugerir, que no había significado trascendental o privilegiado, y que el campo o el juego de significación no tenía ya, a partir de ahí, límite alguno, habría que -pero es justo eso lo que no se puede hacer- rechazar incluso el concepto y la palabra signo. Pues la significación «signo» se ha comprendido y determinado siempre, en su sentido, como signo-de, significante que remite a un significado, significante diferente de su significado. Si se borra la diferencia radical entre significante y significado, es la palabra misma «significante» la que habría que abandonar como concepto metafísico. Cuando Lévi-Strauss dice en el prefacio a “Lo crudo y lo cocido” que ha «pretendido trascender la oposición de lo sensible y lo inteligible situándose de entrada en el plano de los signos», la necesidad, la fuerza y la legitimidad de su gesto no pueden hacernos olvidar que el concepto de signo no puede por sí mismo superar esa oposición de lo sensible y lo inteligible. Está determinado por esa oposición: de parte a parte y a través de la totalidad de su historia. El concepto de signo sólo ha podido vivir de esa oposición y de su sistema. Pero no podemos deshacernos del concepto de signo, no podemos renunciar a esta complicidad metafísica sin renunciar al mismo tiempo al trabajo crítico que dirigimos contra ella, sin correr el riesgo de borrar la diferencia dentro de la identidad consigo mismo de un significado que reduce en sí su significante o, lo que es lo mismo, expulsando a éste simplemente fuera de sí. Pues hay dos maneras heterogéneas de borrar la diferencia entre el significante y el significado: una, la clásica, consiste en reducir o en derivar el significante, es decir, finalmente en someter el signo al pensamiento; otra, la que dirigimos aquí contra la anterior, consiste en poner en cuestión el sistema en el que funcionaba la reducción anterior: y en primer lugar, la oposición de lo sensible y lo inteligible. Pues la paradoja está en que la reducción metafísica del signo tenía necesidad de la oposición que ella misma reducía. La oposición forma sistema con la reducción. Y lo que decimos aquí sobre el signo puede extenderse a todos los conceptos y a todas las frases de la metafísica, en particular al discurso sobre la «estructura». Pero hay muchas maneras de estar atrapados en este círculo. Son todas más o menos ingenuas, más o menos empíricas, más o menos sistemáticas, están más o menos cerca de la formulación o incluso la formalización de ese círculo. Son esas diferencias las que explican la multiplicidad de los discursos destructores y el desacuerdo entre quienes los sostienen. Es en los conceptos heredados de la metafísica donde, por ejemplo, han operado Nietzsche, Freud y Heidegger. Ahora bien, como estos conceptos no son elementos, no son átomos, como están cogidos en una sintaxis y un sistema, cada préstamo concreto arrastra hacia él toda la metafísica. Es eso lo que permite, entonces, a esos destructores destruirse recíprocamente, por ejemplo, a Heidegger, considerar a Nietzsche, con tanta lucidez y rigor como mala fe y desconocimiento, como el último metafísico, el último «platónico». Podría uno dedicarse a ese tipo de ejercicio a propósito del propio Heidegger, de Freud o de algunos otros. Y actualmente ningún ejercicio está más difundido.

¿Qué pasa ahora con ese esquema formal, cuando nos volvemos hacia lo que se llama las «ciencias humanas»? Una entre ellas ocupa quizás aquí un lugar privilegiado. Es la etnología. Puede considerarse, efectivamente, que la etnología sólo ha podido nacer como ciencia en el momento en que ha podido efectuarse un descentramiento: en el momento en que la cultura europea -y por consiguiente la historia de la metafísica y de sus conceptos- ha sido dislocada, expulsada de su lugar, teniendo entonces que dejar de considerarse como cultura de referencia. Ese momento no es en primer lugar un momento del discurso filosófico o científico, es también un momento político, económico, técnico, etc. Se puede decir con toda seguridad que no hay nada fortuito en el hecho de que la crítica del etnocentrismo, condición de la etnología, sea sistemáticamente e históricamente contemporánea de la destrucción de la historia de la metafísica. Ambas pertenecen a una sola y misma época.

Ahora bien, la etnología -como toda ciencia- se produce en el elemento del discurso. Y aquélla es en primer lugar una ciencia europea, que utiliza, aunque sea a regañadientes, los conceptos de la tradición. Por consiguiente, lo quiera o no, y eso no depende de una decisión del etnólogo, éste acoge en su discurso las premisas del etnocentrismo en el momento mismo en que lo denuncia. Esta necesidad es irreductible, no es una contingencia histórica; habría que meditar sobre todas sus implicaciones. Pero si nadie puede escapar a esa necesidad, si nadie es, pues, responsable de ceder a ella, por poco que sea, eso no quiere decir que todas las maneras de ceder a ella tengan la misma pertinencia. La cualidad y la fecundidad de un discurso se miden quizás por el rigor crítico con el que se piense esa relación con la historia de la metafísica y con los conceptos heredados. De lo que ahí se trata es de una relación crítica con el lenguaje de las ciencias humanas y de una responsabilidad crítica del discurso. Se trata de plantear expresamente y sistemáticamente el problema del estatuto de un discurso que toma de una herencia los recursos necesarios para la desconstrucción de esa herencia misma. Problemas de economía y de estrategia.

(…)

El lenguaje lleva en sí mismo la necesidad de su propia crítica. Ahora bien, esta crítica puede llevarse a cabo de acuerdo con dos vías y dos «estilos». En el momento en que se hacen sentir los límites de la oposición naturaleza/cultura, se puede querer someter a cuestión sistemática y rigurosamente la historia de estos conceptos. Es un primer gesto. Un cuestionamiento de ese tipo, sistemático e histórico, no sería ni un gesto filológico ni un gesto filosófico en el sentido clásico de estas palabras. Inquietarse por los conceptos fundadores de toda la historia de 1a filosofía, des-constituirlos, no es hacer profesión de filólogo o de historiador clásico de la filosofía. Es, sin duda, y a pesar de las apariencias, la manera más audaz de esbozar un paso fuera de la filosofía. La salida «fuera de la filosofía» es mucho más difícil de pensar de lo que generalmente imaginan aquellos que creen haberla llevado a cabo desde hace tiempo con una elegante desenvoltura, y que en general están hundidos en la metafísica por todo el cuerpo del discurso que pretenden haber desprendido de ella.

La otra elección -y creo que es la que corresponde más al estilo de Lévi-Strauss- consistiría, para evitar lo que pudiera tener de esterilizante el primer gesto, dentro del orden del descubrimiento empírico, en conservar, denunciando aquí y allá sus límites, todos esos viejos conceptos: como instrumentos que pueden servir todavía. No se les presta ya ningún valor de verdad, ni ninguna significación rigurosa, se estaría dispuesto a abandonarlos ocasionalmente si parecen más cómodos otros instrumentos. Mientras tanto, se explota su eficacia relativa y se los utiliza para destruir la antigua máquina a la que aquellos pertenecen y de la que ellos mismos son piezas. Es así como se critica el lenguaje de las ciencias humanas. Lévi-Strauss piensa así poder separar el método de la verdad, los instrumentos del método y las significaciones objetivas enfocadas por medio de éste.

(…)

En “El pensamiento salvaje” presenta Lévi-Strauss bajo el nombre de «bricolage» lo que se podría llamar el discurso de este método. El «bricoleur» es aquel que utiliza «los medios de a bordo», es decir, los instrumentos que encuentra a su disposición alrededor suyo, que están ya ahí, que no habían sido concebidos especialmente con vistas a la operación para la que se hace que sirvan, y a la que se los intenta adaptar por medio de tanteos, no dudando en cambiarlos cada vez que parezca necesario hacerlo, o en ensayar con varios a la vez, incluso si su origen y su forma son heterogéneos, etc. Hay, pues, una crítica del lenguaje en la forma del «bricolage» e incluso se ha podido decir que el «bricolage» era el lenguaje crítico mismo, singularmente el de la crítica literaria: pienso aquí en el texto de G. Genette, Estructuralismo y crítica literaria, publicado en homenaje a Lévi-Strauss en L’Arc, y donde se dice que el análisis del «bricolage» podía «ser aplicado casi palabra por palabra» a la crítica, y más especialmente a «la crítica literaria» (Recogido en Figures, ed. du Seuil, p. 145).

Si se llama «bricolage» a la necesidad de tomar prestados los propios conceptos del texto de una herencia más o menos coherente o arruinada, se debe decir que todo discurso es «bricoleur». E1 ingeniero, que Lévi-Strauss opone al «bricoleur», tendría, por su parte, que construir la totalidad de su lenguaje, sintaxis y léxico. En ese sentido el ingeniero es un mito: un sujeto que sería el origen absoluto de su propio discurso y que lo construiría «en todas sus piezas» sería el creador del verbo, el verbo mismo. La idea de un ingeniero que hubiese roto con todo «bricolage» es, pues, una idea teológica; y como Lévi-Strauss nos dice en otro lugar que el «bricolage» es mitopoético, todo permite apostar que el ingeniero es un mito producido por el «bricoleur». Desde el momento en que se deja de creer en un ingeniero de ese tipo y en un discurso que rompa con la recepción histórica, desde el momento en que se admite que todo discurso finito está sujeto a un cierto «bricolage», entonces, es la idea misma de «bricolage» la que se ve amenazada, se descompone la diferencia dentro de la que aquélla adquiría sentido. Lo cual hace que se ponga de manifiesto el segundo hilo que tendría que guiarnos dentro de lo que aquí se está tramando.

La actividad del «bricolage», Lévi-Strauss la describe no sólo como actividad intelectual sino como actividad mitopoética. Se puede leer en El pensamiento salvaje: «Del mismo modo que el bricolage en el orden técnico, la reflexión mítica puede alcanzar, en el orden intelectual, resultados brillantes e imprevistos. Recíprocamente, se ha advertido con frecuencia el carácter mitopoético del bricolage».

(...)

En efecto, lo que se muestra más seductor en esta búsqueda crítica de un nuevo estatuto del discurso es el abandono declarado de toda referencia a un centro, a un sujeto, a una referencia privilegiada, a un origen o a una arquía absoluta. Se podría seguir el tema de ese descentramiento a través de toda la Obertura de su último libro sobre Lo crudo y lo cocido.

No hay unidad o fuente absoluta del mito. El foco o la fuente son siempre sombras o virtualidades inaprehensibles, inactualizables y, en primer término, inexistentes. Todo empieza con la estructura, la configuración o la relación. El discurso sobre esa estructura a-céntrica que es el mito no puede tener a su vez él mismo ni sujeto ni centro absolutos. Para no dejar escapar la forma y el movimiento del mito, tiene que evitar esa violencia que consistiría en centrar un lenguaje que describe una estructura a-céntrica. Así pues, hay que renunciar aquí al discurso científico o filosófico, a la episteme, que tiene como exigencia absoluta, que es la exigencia absoluta de remontarse a la fuente, al centro, al fundamento, al principio, etc. En contraposición al discurso epistémico, el discurso estructural sobre los mitos, el discurso mito-lógico debe ser él mismo mitomorfo. Debe tener la forma de aquello de lo que habla.

(…)

La totalización puede juzgarse imposible en el sentido clásico: se evoca entonces el esfuerzo empírico de un sujeto o de un discurso finito que se sofoca en vano en pos de una riqueza infinita que no podrá dominar jamás. Hay demasiadas cosas, y más de lo que puede decirse. Pero se puede determinar de otra manera la no-totalización: no ya bajo el concepto de finitud como asignación a la empiricidad sino bajo el concepto de juego. Si la totalización ya no tiene entonces sentido, no es porque la infinitud de un campo no pueda cubrirse por medio de una mirada o de un discurso finitos, sino porque la naturaleza del campo -a saber, el lenguaje, y un lenguaje finito- excluye la totalización: este campo es, en efecto, el de un juego, es decir, de sustituciones infinitas en la clausura de un conjunto finito. Ese campo tan sólo permite tales sustituciones infinitas porque es finito, es decir, porque en lugar de ser un campo inagotable, como en la hipótesis clásica, en lugar de ser demasiado grande, le falta algo, a saber, un centro que detenga y funde el juego de las sustituciones. Se podría decir que ese movimiento del juego, permitido por la falta, por la ausencia de centro o de origen, es el movimiento de la suplementariedad. No se puede determinar el centro y agotar la totalización puesto que el signo que reemplaza al centro, que lo suple, que ocupa su lugar en su ausencia, ese signo se añade, viene por añadidura, como suplemento. El movimiento de la significación añade algo, es lo que hace que haya siempre «más», pero esa adición es flotante porque viene a ejercer una función vicaria, a suplir una falta por el lado del significado. Aunque Lévi-Strauss no se sirve de la palabra suplementario subrayando como yo hago aquí las dos direcciones de sentido que en ella se conjuntan de forma extraña, no es casual que se sirva por dos veces de esa palabra en su Introducción a la obra de Mauss, en el momento en que habla de la «sobreabundancia de significante con respecto a los significados sobre los que aquélla puede establecerse»: «En su esfuerzo por comprender el mundo, el hombre dispone, pues, siempre, de un exceso de significación (que reparte entre las cosas según leyes del pensamiento simbólico que corresponde estudiar a los etnólogos y a los lingüistas). Esta distribución de una ración suplementaria -si cabe expresarse así- es absolutamente necesaria para que, en conjunto, el significante disponible y el significado señalado se mantengan entre ellos en la relación de complementariedad que es la condición misma del pensamiento simbólico». (Sin duda podría mostrarse que esta ración suplementaria de significación es el origen de la ratio misma.) La palabra reaparece un poco más adelante, después de que Lévi-Strauss haya hablado de «ese significante flotante que es la servidumbre de todo pensamiento finito»: «En otros términos, e inspirándonos en el precepto de Mauss de que todos los fenómenos sociales pueden asimilarse al lenguaje, vemos en el mana, el wakan, el oranda, y otras nociones del mismo tipo, la expresión consciente de una función semántica, cuyo papel es permitir el ejercicio del pensamiento simbólico a pesar de la contradicción propia de éste. Así se explican las antinomias aparentemente insolubles, ligadas a esa noción... Fuerza y acción, cualidad y estado, sustantivo y adjetivo y verbo a la vez; abstracta y concreta, omnipresente y localizada. Y efectivamente, el mana es todo eso a la vez; pero precisamente, ¿no será, justo porque no es nada de todo eso, una simple forma o, más exactamente, símbolo en estado puro, capaz, en consecuencia, de cargarse de cualquier contenido simbólico? En ese sistema de símbolos que constituye toda cosmología, aquél sería simplemente un valor simbólico cero, es decir, un signo que marca la necesidad de un contenido simbólico suplementario sobre aquel que soporta ya el significado, pero que puede ser un valor cualquiera con la condición de que siga formando parte de la reserva disponible y que no sea, como dicen los fonólogos, un término de grupo».

La sobreabundancia del significante, su carácter suplementario, depende, pues, de una finitud, es decir, de una falta que debe ser suplida. Se comprende entonces por qué el concepto de juego es importante en Lévi-Strauss. Las referencias a todo tipo de juego, especialmente en la ruleta, son muy frecuentes, en particular en sus Conversaciones, Raza e historia, El pensamiento salvaje. Pero esa referencia al juego se encuentra siempre condicionada por una tensión.
Tensión con la historia, en primer lugar. Problema clásico, y en torno al cual se han ejercitado las objeciones. Indicaré sólo lo que me parece que es la formalidad del problema: al reducir la historia, Lévi-Strauss ha hecho justicia con un concepto que ha sido siempre cómplice de una metafísica teleológica y escatológica, es decir, paradójicamente, de esa filosofía de la presencia a la que se ha creído poder oponer la historia. La temática de la historicidad, aunque parece que se ha introducido bastante tarde en la filosofía, ha sido requerida en ésta siempre por medio de la determinación del ser como presencia. Con o sin etimología, y a pesar del antagonismo clásico que opone esas significaciones en todo el pensamiento clásico, se podría mostrar que el concepto de episteme ha reclamado siempre el de istoria, en la medida en que la historia es siempre la unidad de un devenir, como tradición de la verdad o desarrollo de la ciencia orientado hacia la apropiación de la verdad en la presencia y en la presencia a sí, hacia el saber en la consciencia de sí. La historia se ha pensado siempre como el movimiento de una reasunción de la historia, como derivación entre dos presencias. Pero si bien es legítimo sospechar de ese concepto de historia, al reducirlo sin plantear expresamente el problema que estoy señalando aquí, se corre el riesgo de recaer en un ahistoricismo de forma clásica, es decir, en un momento determinado de la historia de la metafísica. Tal me parece que es la formalidad algebraica del problema. Más concretamente, en el trabajo de Lévi-Strauss, hay que reconocer que el respeto de la estructuralidad, de la originalidad interna de la estructura, obliga a neutralizar el tiempo y la historia. Por ejemplo, la aparición de una nueva estructura, de un sistema original, se produce siempre -y es esa la condición misma de su especificidad estructural- por medio de una ruptura con su pasado, su origen y su causa. Así, no se puede describir la propiedad de la organización estructural a no ser dejando de tener en cuenta, en el momento mismo de esa descripción, sus condiciones pasadas: omitiendo plantear el problema del paso de una estructura a otra, poniendo entre paréntesis la historia. En ese momento «estructuralista», los conceptos de azar y de discontinuidad son indispensables. Y de hecho Lévi-Strauss apela frecuentemente a ellos, como por ejemplo para esa estructura de las estructuras que es el lenguaje.

Tensión del juego con la historia, tensión también del juego con la presencia. El juego es el rompimiento de la presencia. La presencia de un elemento es siempre una referencia significante y sustitutiva inscrita en un sistema de diferencias y el movimiento de una cadena. El juego es siempre juego de ausencia y de presencia, pero si se lo quiere pensar radicalmente, hay que pensarlo antes de la alternativa de la presencia y de la ausencia; hay que pensar el ser como presencia o ausencia a partir de la posibilidad del juego, y no a la inversa. Pero si bien Lévi-Strauss ha hecho aparecer, mejor que ningún otro, el juego de la repetición y la repetición del juego, no menos se percibe en él una especie de ética de la presencia, de nostalgia del origen, de la inocencia arcaica y natural, de una pureza de la presencia y de la presencia a sí en la palabra; ética, nostalgia e incluso remordimiento, que a menudo presenta como la motivación del proyecto etnológico cuando se vuelve hacia sociedades arcaicas, es decir, a sus ojos, ejemplares. Esos textos son muy conocidos.

En cuanto que se enfoca hacia la presencia, perdida o imposible, del origen ausente, esta temática estructuralista de la inmediatez rota es, pues, la cara triste, negativa, nostálgica, culpable, rousseauniana, del pensamiento del juego, del que la otra cara sería la afirmación nietzscheana, la afirmación gozosa del juego del mundo y de la inocencia del devenir, la afirmación de un mundo de signos sin falta, sin verdad, sin origen, que se ofrece a una interpretación activa. Esta afirmación determina entonces el no-centro de otra manera que como pérdida del centro. Y juega sin seguridad. Pues hay un juego seguro: el que se limita a la sustitución de piezas dadas y existentes, presentes. En el azar absoluto, la afirmación se entrega también a la indeterminación genética, a la aventura seminal de la huella.

Hay, pues, dos interpretaciones de la interpretación, de la estructura, del signo y del juego. Una pretende descifrar, sueña con descifrar una verdad o un origen que se sustraigan al juego y al orden del signo, y que vive como un exilio la necesidad de la interpretación. La otra, que no está ya vuelta hacia el origen, afirma el juego e intenta pasar más allá del hombre y del humanismo, dado que el nombre del hombre es el nombre de ese ser que, a través de la historia de la metafísica o de la onto-teología, es decir, del conjunto de su historia, ha soñado con la presencia plena, el fundamento tranquilizador, el origen y el final del juego. Esta segunda interpretación de la interpretación, cuyo camino nos ha señalado Nietzsche, no busca en la etnografía, como pretendía Lévi-Strauss, de quien cito aquí una vez más la Introducción a la obra de Mauss, «la inspiración de un nuevo humanismo».

Fagmentos de la conferencia pronunciada en el College International de la Universidad Johns Hopkins (Baltimore) sobre «Los lenguajes críticos y las ciencias del hombre», el 21 de octubre de 1966. Traducción de Patricio Peñalver en La escritura y la diferencia, Anthropos, Barcelona, 1989.

Rayuela: la invención desaforada

Omar Prego: Al lector de Rayuela le da la impresión de que el autor se propuso hacer tabla rasa con casi (y sin el casi) toda una tradición en materia de novela, que había que partir de cero, que era preciso, llegado el caso, inventar un lenguaje. Lo que yo quiero preguntarte es esto: cuando empezaste a escribir Rayuela, ¿tenías la idea de que ibas a hacer algo que no tenía nada que ver con lo que se había hecho en América Latina hasta ese momento?

Julio Cortázar: ¡Ah, sí! De eso tenía una idea muy clara, porque cuando me puse a escribir Rayuela había acumulado varios años de Oliveira, de las meditaciones de Oliveira, de haber enfocado la realidad como Oliveira la enfoca. Eso se va explicitando después a lo largo del libro, pero ya estaba en mí cuando empecé a escribirlo. Vos sabés que las intuiciones de Oliveira -para decirlo de una manera sintética y pobre- son que estamos metidos en un camino que nos lleva derechito a la bomba atómica, a la liquidación final. Y eso, sencillamente, porque en algún momento de la evolución histórica hubo una bifurcación mal hecha, algo que salió mal, y que nos estamos yendo al diablo por ese camino en vez de haber seguido el bueno.

Oliveira no sabe, no tiene la menor idea de cuál es el bueno, él no tiene ninguna idea positiva acerca de nada, para él todo es negativo, es un mediocre, no tiene ningún talento especial. Y entonces él vuelca todo su odio en esa evolución de lo que se llama la civilización judeocristiana. Él intuye que al principio hubo otras posibilidades y que el hombre eligió esa, la posibilidad judeocristiana, y que le falló. Él al menos siente que le ha fallado.

OP: Lo que nos condujo a "la gran burrada" en la que estamos sumergidos.

JC: La gran burrada en que estamos metidos, claro. Entonces, en la medida en que él puede hacerlo (y sabe que es muy poco) Oliveira quisiera luchar contra eso. No es Oliveira sino yo quien, al escribir el libro, estoy tratando de dar algunas nuevas posibilidades para por lo menos hacer una revisión a fondo del pasado y arrancar tal vez en otra dirección, con otros criterios. Pero ahí es donde a Oliveira se le plantean desde el comienzo problemas de lenguaje.

Y tiene razón, es una cosa obvia: ¿cómo vas a hablar en contra de la civilización judeocristiana utilizando todos los moldes semánticos que ella te regala, utilizando toda la tradición mental que ella te regala? Hay que empezar un poco por destruir eso que a su manera buscaron los surrealistas. Hay que empezar por destruir los moldes, los lugares comunes, los prejuicios mentales. Hay que acabar con todo eso y tal vez así, desde cero, se pueda atisbar lo que él llama el Kibbutz del Deseo, ¿no?

La unidad, el encuentro en algo, todo eso es muy humoso, es muy vago, porque Oliveira no es filósofo (porque yo no soy un filósofo). Entonces, su metafísica es una metafísica muy simple, pero tiene una simplicidad peligrosa, una simplicidad que ha hecho que Rayuela -como libro- le haya movido el piso a dos generaciones de jóvenes. Porque no da nunca respuestas pero en cambio tiene un gran repertorio de preguntas. Esas preguntas tendientes a que uno diga: ¿pero cómo es que podemos aceptar esto?, ¿cómo es que yo sigo aceptando esto que me imponen desde atrás, desde el pasado? En el fondo, esa es la actitud de Rayuela.

OP: Claro, porque lo nuevo en Rayuela no es la idea de un texto que se comenta a sí mismo, sino esa voluntad de destrucción. Esto, como vos decís, le movió el piso a más de un escritor y/o crítico y prácticamente instauró dos categorías: la que rechazó Rayuela y la que, deslumbrada por ella, se dedicó a producir rayuelitas. A lo mejor hay que esperar la llegada de una tercera generación para que el equilibrio se restablezca...

JC: Sí, es cierto. Hay algunos escritores que se han pasado años escribiendo rayuelitas, escritores que se han quedado tan atrapados por el libro que no han podido salvarse y entonces su literatura refleja demasiado el mundo de Rayuela. Ese tipo de repeticiones, ese tipo de influencias, son negativos. Pero yo creo que tal vez Rayuela ha tenido una influencia que a mí me alegra -porque era uno de mis deseos- en el lenguaje. Ha mostrado de otra manera las relaciones orales entre los personajes, les ha mostrado una cierta manera de dialogar que yo no sé cómo definir, porque mis personajes actúan dialogando, se mueven muy poco, hacen muy pocas cosas. Todo lo que hacen o lo que van a hacer se da a través de los diálogos que mantienen con los demás. Y eso sí se puede encontrar en la actual literatura latinoamericana.

OP: Tú dijiste una vez que había un lenguaje paralelo, un lenguaje que usábamos de manera cotidiana en nuestras relaciones normales, y otro, el que algunos escritores utilizaban cuando llegaba el momento sagrado de sentarse a escribir. Un lenguaje "literario" en el mal sentido de la palabra, a menudo aprendido incluso en malas traducciones de buenos escritores. Una de las mayores virtudes de Rayuela, en ese plano, es la de haber desmitificado el uso del lenguaje, de haberse negado a aceptar una categorización del lenguaje.

JC: A mí me gustaría que tuvieras razón.

OP: Pero en cierto modo, Rayuela plantea también el tema del parricidio en las letras latinoamericanas, porque de alguna manera supone la destrucción simbólica de los modelos, de los moldes. Y eso es algo casi inevitable en las letras latinoamericanas, el afán parricida, ¿no?

JC: Sí, yo creo que se da, pero depende de cómo se enfoque el problema. Porque lo que vos llamás "parricidio" (que en realidad es bastante comprobable en la literatura latinoamericana) es en realidad el avance de la Historia y la sustitución de una generación por otra. Si tomás la literatura francesa, por ejemplo, es fácil darse cuenta cómo a lo largo del siglo XIX la llegada del Romanticismo significa la liquidación del período neoclásico anterior. Se puede hablar de parricidio, pero más importante que la noción de parricidio es simplemente la insatisfacción que la generación joven siente con respecto a las lecturas que hace.

Esa nueva generación tiene una visión diferente, porque la Historia también está cambiando y entonces ellos lanzan una nueva manera de sentir; una nueva manera de expresarse. La prueba es que el Romanticismo francés, por ejemplo, que alcanza una intensidad tremenda porque tiene una serie de escritores geniales, llega a la cresta de la ola y se hunde en menos de veinte años y es remplazado por una nueva generación para quien el excesivo individualismo de los románticos, el excesivo sentimentalismo, la exageración (Víctor Hugo sería el mejor ejemplo) se convierten en elementos totalmente negativos. Una especie de repugnancia por la literatura. Y así empiezan a nacer los parnasianos y después los simbolistas, que escriben en un tono menor y se lanzan a exploraciones de tipo metafísico que los románticos no habían intentado nunca. A su vez esa generación simbolista francesa se fatiga también y es remplazada por la literatura llamada de vanguardia a principios de este siglo, que desemboca en el surrealismo en el año veinte.

Yo creo que todo eso entraña la noción de parricidio, pero es una expresión simbólica, no es algo deliberado. Yo no creo que ningún buen escritor se ponga a escribir para matar a sus antecesores.

OP: Tal vez no a los de generaciones anteriores, ni a los clásicos. Pero es sabido que nadie quiere deberle nada a sus contemporáneos.

JC: Se me ocurre que el parricidio consiste más bien en una liquidación de todo un sistema de ideas y de sentimientos que se reflejan en una cierta forma literaria y en su sustitución por algo que los jóvenes consideran un avance, que no siempre lo es, porque eso de avance en literatura es muy discutible. Yo a la literatura la veo más bien como un árbol, con bifurcaciones que a veces significan un avance y otras simplemente la exploración de un hueco que quedaba por descubrir.

OP: Sí, hay ramas que no conducen a ninguna parte. Pero si tomás ejemplos concretos, tal vez las cosas sean más claras. Tomemos el ejemplo de Rómulo Gallegos, que en su momento fue uno de los escritores más leídos en América Latina y que después se convirtió casi en una mala palabra. Ahora ha transcurrido una generación intermedia y comienza una revaloración de su obra. Me parece un ejemplo clásico de parricidio.

JC: Es posible. Pero no creo que eso contradiga demasiado lo que yo trataba de decirte hace un momento. Lo que pasa es que el repertorio mental, el repertorio histórico de Gallegos tenía evidentemente sus límites. Los lectores más jóvenes, de golpe, pierden el contacto que tenían los contemporáneos y entonces un libro como Doña Bárbara, que era un clásico, se convierte en un libro de escaso interés, un libro que da la impresión de ser un poco fabricado, en cierto modo bueno para gente joven que busca otra cosa.

OP: Sí, esto está claro. Pero de todos modos Balzac, en la literatura francesa, sigue siendo una cantera inagotable y un punto de mira insoslayable. Y eso a pesar del dictamen de Valéry, según el cual ya nadie puede escribir "La marquesa salió a las cinco". Hay técnicas y enfoques renovados, pero a nadie se le ocurrió matar a Balzac, simbólicamente, claro.

JC: Lo que pasa es que los parricidios nunca son totales, no abarcan íntegramente las generaciones de escritores anteriores. Y sobre todo hay escritores que -por razones que habría que analizar con mucho cuidado- están situados ya en el futuro. Es el caso de Stendhal, quien además advirtió de una manera explícita que estaba escribiendo para lectores de dentro de cien años. Y sucede que tenía razón, porque Stendhal es leído hoy con muchísima atención. Como Flaubert y Balzac. Se puede emplear la palabra "genial", pero en su época había otros tan geniales como ellos que sin embargo no pasaron el escollo generacional. Yo creo que éste es un proceso que no se da limpiamente de generación en generación. No es que una generación destruya la anterior. No; inventa, o trata de inventar nuevos caminos, pero rescata muchísimas figuras del pasado o las sigue manteniendo.

Sin ir más lejos, pensá en la admiración de muchos escritores franceses de hoy por figuras marginales como la de Alfred Jarry. Esas figuras están más vivas quizá que un Maupassant o Mérimée.

OP: Sí, claro. Y además está eso que Ortega llamaba generaciones cumulativas y revolucionarias, las que aceptan y se integran y las que rechazan. Hay generaciones que se ven a sí mismas como puentes, como tránsitos y otras que se consideran como rupturas. Creo que depende de los sacudones de la Historia, ¿no?

JC: Sí. Y además, cuando hablamos de literatura tendemos a mantenernos en un repertorio profesional, en los escritores, sus tendencias y sus obras, extrayéndolos de su contexto histórico, lo cual es una equivocación. En ese sentido, yo creo que hay que tener una visión marxista de la cosa, hay que darse cuenta de que lo que se llama una nueva generación no es sólo porque sean más jóvenes que los anteriores, sino porque además es gente que está metida en un mundo diferente, con guerras diferentes, problemas diferentes, tecnologías que avanzan en una cierta dirección. Todo eso, naturalmente, va empapando la literatura de su tiempo. Y ya que citaste a Ortega, hay que pensar en una frase suya: "Yo soy yo y mi circunstancia".

OP: También dijo una cosa muy hermosa, te cito de memoria: "Nadie puede saltar fuera de su sombra".

JC: Sí. Una generación es una generación y su circunstancia. Y la generación actual, la nuestra, la de quienes nos sentamos ante la máquina de escribir, está rodeada de unas circunstancias que naturalmente no tenía las de Balzac. Con ganancias y pérdidas, porque por un lado creo que hemos ganado mucho (yo soy un optimista en materia historia) y por el otro perdido también mucho. El mundo de Balzac tenía ciertos valores, ciertas resonancias que nosotros hemos olvidado completamente, o perdido, o dejado de lado, porque cosas como la televisión, el cine o el arte contemporáneo nos llevan en otras direcciones.

...

JC: A pesar de los años que hace que la escribí, todavía me acuerdo muy bien de algunos aspectos de Rayuela, de algunas cosas que me siguen interesando. Pero sé que hay otras cosas que deberían mencionarse, que sería útil mencionar y que se me pueden escapar en este momento. En realidad, Rayuela es un libro cuya escritura no respondió a ningún plan. Es un libro que ha sido decorticado por los críticos -la primera parte, la segunda parte, la tercera parte, los capítulos prescindibles- y analizado con extremo cuidado, pero todo eso con estructuras finales. Sólo cuando tuve todos los papeles de Rayuela encima de una mesa, toda esa enorme cantidad de capítulos y fragmentos, sentí la necesidad de ponerle un orden relativo. Pero ese orden no estuvo nunca en mí antes y durante la ejecución de Rayuela.

OP: Eso parece ir contra todo o casi todo lo que se ha escrito acerca de Rayuela...

JC: No sé. Lo que a mí me sigue interesando -porque me estoy olvidando un poco de cómo era yo en el momento en que escribí el libro- es tratar de situar, de fijar los núcleos, los elementos, los impulsos que determinaron que eso se pusiera en marcha. Rayuela no es de ninguna manera el libro de un escritor que planea una novela (aunque sea vagamente), se sienta ante su máquina y empieza a escribirla. No, no es eso. Rayuela es una especie de punto central sobre el cual se fueron adhiriendo, sumando, pegando, acumulando, contornos de cosas heterogéneas que respondían a mi experiencia en esa época en París, cuando empecé a ocuparme ya a fondo del libro.

OP: Podría decirse que no sabías que estabas escribiendo esa novela que se llamó Rayuela?

JC: Yo mismo no tenía, ni tuve nunca, una idea muy precisa de cuál era el nivel, la importancia, de esos elementos que se iban agregando. Escribía largos pasajes de Rayuela sin tener la menor idea de dónde se iban a ubicar y a qué respondían en el fondo. Fue una especie de inventar en el mismo momento de escribir, sin adelantarme nunca a lo que yo podía ver en ese momento.

OP: Sí, pero lo curioso es que tú partiste de un capítulo (ese que ahora figura en la edición anotada de Rayuela en la biblioteca Ayacucho) que luego suprimiste.

JC: Justamente, a eso iba. Porque lo primero que quería señalar era eso: que no hubo nunca un plan, ningún plan establecido. Y entonces, el hecho de que no hubiera ningún plan produjo cosas verdaderamente aberrantes pero que para mí, en el fondo, fueron maravillosas, porque fueron un poco mi recuerdo de un mundo surrealista en el que hay azares diferentes de las leyes habituales y donde el poeta y el escritor aceptan principios que no son los principios cotidianos.

OP:¿Dónde lo empezaste a escribir? ¿En París o en Buenos Aires?

JC: Yo no sé exactamente si empezó en Buenos Aires o en París. Lo que sí sé es que un día de verano, de un calor espantoso (creo que era en Buenos Aires) vi unos personajes que estaban entregados a una serie de acciones a cual más absurda. Estaban en dos ventanas, separadas por muy poco espacio pero con cuatro pisos abajo y trataban de pasarse un paquete de yerba y unos clavos. Yo empecé a escribir muy en detalle todas las ideas que se les ocurrían para tender un tablón y pasar por él de una ventana a la otra y de esa manera alcanzarse la yerba y los clavos. Los personajes estaban curiosamente muy definidos y el personaje principal de eso que yo pensé que iba a desembocar en un cuento, se llamaba sin ninguna vacilación Horacio Oliveira y era alguien de quien yo tenía la impresión de conocer desde muy adentro. Los otros dos personajes, Talita y Traveler, también me resultaban dos personajes porteños sumamente conocidos imaginariamente, porque estaban totalmente inventados.

Escribí ese capítulo, que llegó a su final (tiene como cuarenta páginas) y me di cuenta de que eso no era un cuento. Pero, ¿qué era entonces? Era un poco el pedazo, digamos una especie de cucharada de miel a la cual iban a venir a pegarse moscas y abejas después. Porque apenas escribí ese capítulo, agregué un segundo que continuaba un poco la acción y que era un capítulo muy erótico. Y cuando escribí ese segundo capítulo me detuve y ahí sí, con toda claridad, vi que yo estaba haciendo suceder una acción en Buenos Aires pero que el personaje que estaba viviendo esos episodios era un tipo que tenía un pasado en París. Y comprendí que no podía seguir escribiendo el libro así. Que a esos dos capítulos tenía que dejarlos de lado y volverme hacia atrás, ir a buscar a Oliveira, ir a buscarlo a París.

OP: Si esto es así, en realidad vos te viniste (físicamente) a París tras las huellas de Oliveira, unas huellas que apenas existían en ti mismo pero que después invadirían la realidad de París.

JC: Tampoco lo sé, pero otros elementos se fueron agregando, se fueron pegoteando a esa parte inicial. Porque yo tenía en los cajones, encima de las mesas y demás, en París, montones de papelitos y libretitas donde, sobre todo en los cafés, había ido anotando cosas, impresiones. En la mayoría de los casos son los capítulos cortos que inician el libro, el capítulo sobre la rue de la Huchette, esa serie de capítulos que son como acuarelas de París.

Ya Oliveira se mueve, hay un hilo conductor, hay un personaje que se mueve, que anda buscando. Entonces aparece el personaje de La Maga y se crea una acción de tipo dramático que hace que toda esa descripción de París se ponga un poco al servicio de una acción novelesca. En París avancé, juntando todos esos papelitos y movido por lo que había en esos papeles que jamás habían sido escritos con intención de ser una novela. Te repito que los escribí en cafés diferentes, en épocas diferentes. Entre un papelito y otro podía haber cinco o seis años, los primeros empecé a escribirlos en 1951, cuando llegué a París.

Así, sumando todo eso y empezando a inventar, empezando a ver a los personajes que se van aglutinando, que van tomando una fisonomía precisa -La Maga, Oliveira, los miembros del Club de la Serpiente- ya entré en un camino que de golpe, para mí, fue novela. Me acuerdo siempre -de eso sí me acuerdo muy bien- de la sensación de alegría que me dio, porque hasta ese momento yo había estado chapoteando en el vacío.

Había esos dos capítulos, totalmente inconexos, escritos en Buenos Aires, que correspondían al futuro de lo que yo no había hecho todavía. O sea que había comenzado en el futuro, me había vuelto al pasado y ahora, de golpe, me sentía en el presente. Porque asimilé todo lo que tenía en esos años previos y cuando empecé a escribir lo que yo sentía -que era una novela- estaba ya instalado en el presente. Y moviéndome en ese presente llegué de vuelta, después de muchísimos capítulos el personaje volvió a Buenos Aires y enlazó con toda naturalidad con el capítulo del tablón.

Fue en ese momento, porque vos lo citaste hace un rato, que suprimí el segundo capítulo que había escrito al comienzo. Lo suprimí porque me di cuenta de que duplicaba otro capítulo del libro y entonces no tenía sentido poner los dos. Es muy curioso, hay una especie de primera etapa, uno de cuyos elementos, cuando la pirámide está más o menos avanzada -o el arco gótico- yo lo retiro. Y sin embargo había sido un poco el basamento, el comienzo de la cosa. Bueno, eso es, muy groseramente dicho, el mecanismo formal de Rayuela.

OP: Es decir que para ti Rayuela, antes que un proyecto perfectamente estructurado (como uno tiene la tentación de entenderlo) es más bien una especie de precipitado.

JC: Me gusta la palabra "precipitado" en el sentido químico. Y yo agregaría cristalización, porque montones de elementos que flotaban como en un limbo fueron cristalizando una vez que yo encontré el camino, la vía. Ahora bien, cuando terminé el libro y tuve aquella idea que al principio me pareció absurda y después de golpe me pareció no absurda sino absolutamente necesaria -la de proponer una doble lectura- eso, responde un poco (después de lo que te acabo de decir) y yo diría responde un mucho, a la forma desordenada, ucrónica o fuera del tiempo normal con que yo escribí el libro. Ese salir del futuro para regresar al pasado y aproximarme al presente, todo eso le daba al libro una plasticidad que a mí me pareció que no era lógico hacerla desaparecer, aplastar el libro y ponerlo como en cualquier novela habitual en un desarrollo lineal.
Empezar por un momento y terminar por el otro extremo. No. Me pareció que esa podía ser una opción y es la primera manera de lectura. Pero también me pareció que había una segunda opción en la cual el lector podía saltar de capítulos que estaban muy adelantados a capítulos que estaban muy atrasados.

OP: Es decir que el lector, en cierto modo, reconstruye ese viaje tuyo en el tiempo.

JC: Fijate que ahí, en el libro visto como objeto, se simbolizan las nociones de tiempo, porque los capítulos que están más delante evocan inevitablemente el futuro en relación con los capítulos que están más atrás. No es exactamente eso, es una cosa simbólica, pero hace que el lector se encuentre con un libro que se le mueve un poco en la mano. Es un libro que continuamente lo está incitando en el sentido de quebrar las nociones habituales de tiempo y de espacio.

OP: Es también una incitación a la participación del lector en una reescritura de la novela.

JC: Por lo menos el balance que yo hago después de veinte años de haber escrito el libro y veinte años de leer críticas y recibir correspondencia de lectores y charlas con lectores, es que la morfología que le di finalmente a Rayuela fue aceptada sin ningún inconveniente. Es decir, por un lado la doble posibilidad de lectura y en segundo lugar la evidente recomendación que yo le hago al lector de que lo lea de la segunda manera, porque ahí es donde lo va a leer entero. Si lo lee de la primera, pierde mucho. Todo eso que al principio escandalizó y que se tradujo en unas críticas altamente estúpidas en ese plano -porque todo eso parecía hecho para épater- fue simplemente aceptado por los lectores, que son siempre los mejores jueces. Y se llegó a la locura surrealista, de la que estoy bien orgulloso (por ahí tengo cartas) de gente que me ha dicho que se había equivocado al saltar los capítulos y que entonces leyeron Rayuela de una tercera manera.

Otros me dijeron que no habían querido seguir ni la primera ni la segunda, y con procedimientos a veces un poco mágicos -tirando dados, por ejemplo, o sacando números de un sombrero- habían leído el libro en un orden totalmente distinto. Y a todos ellos el libro les había llegado de alguna manera.

OP: Tú recordás por ahí que en una de esas cartas alguien te dice que en cierto modo le robaste una idea que él tenía de escribir una novela en esa forma. Aquí lo que importa, más allá de ese caso concreto, es que la escritura de Rayuela pareció responder a una necesidad colectiva. Es decir, que en cierto modo había un público lector que esperaba (y exigía) una novela escrita así y no de la manera clásica.

JC: Sí, es cierto. Y aquí tocás un tema que merece algún comentario. Yo creo que la adhesión apasionada que tuvo el libro, sobre todo entre los lectores jóvenes, y que sigue teniendo ahora, después de tantas ediciones y de tantas traducciones, no se debe solamente a lo formal. Cada vez que voy a España, por ejemplo, los lectores jóvenes que me rodean, que me encuentran, me hablan mucho de mis diversos libros, de sus preferencias. Pero Rayuela es finalmente el centro, toda conversación termina finalmente en Rayuela. Porque todavía siguen sintiendo algunos misterios que quisieran aclarar, que yo les explique. Ese tipo de cosas.

Pero ello no se debe sólo a la modalidad formal, no es por la estructura que ese libro atrajo tanto a los lectores. Los atrajo porque fue un libro que efectivamente aglutinó en quinientas páginas una enorme serie de dudas, de problemas, de incertidumbres, de cuestionamientos que flotaban en América Latina. Un tipo de problemas que los jóvenes, de alguna manera confusa, sentían que ellos no eran capaces de elucidar, en la mayoría de los casos, y que los escritores de la época, los maestros, no les daban. Les daban otro tipo de novelas, que podían ser geniales y magníficas, pero no les daban ese tipo de cosas.

Me acuerdo haber oído decir a varios lectores jóvenes que lo que les gustaba en Rayuela era que se trataba de un libro que no les daba consejos, que es lo que menos les gusta a los jóvenes. Al contrario, los provocaba, les daba de patadas y les proponía enigmas, les proponía preguntas. Pero para que ellos las solucionaran. Y eso sí que me lo han agradecido. Si yo hubiera caído (vamos a hablar analógicamente) en un libro como La montaña mágica de Thomas Mann, un libro que como quiso hacer también Rayuela, abarca una dimensión un poco cósmica, que sale de los problemas individuales y se lanza a lo metafísico, si yo hubiera escrito una especie de Montaña mágica, donde no solo hay preguntas sino también respuestas, las respuestas de Thomas Mann que a veces son muy didácticas, a veces muy desarrolladas (es una lección), Rayuela no hubiera gustado.

La hubieran leído, sí, con algún interés; pero lo que les gustó fue que por un lado yo les exigía (es la palabra) una complicidad. Que no fueran pasivos, que no se dejaran poseer por el libro, que no se dejaran hipnotizar por el libro. De eso se habla mucho en Rayuela, sobre todo Morelli. Las opciones de forma ya eran una manera de ir contra esa aceptación pasiva de ir de la página uno a la página quinientos. Aquí empezábamos en la quinientos, bajábamos a la trescientos, subíamos a la cuatrocientos. Entonces hay una serie de factores que determinaron que Rayuela fuera vista no como una novela, sino como una especie de laboratorio mental, en donde el lector joven se iba encontrando poco a poco con distintos problemas que, bruscamente, él se daba cuenta de que eran los suyos, pero que él no los había formulado nunca. Entonces, donde yo me hubiera equivocado es tratando de dar soluciones. Yo mismo era incapaz de dar soluciones.

OP: Bueno, lo que ocurre es que la misión del Arte, y la del artista en particular, consiste en hacer preguntas, en proponer enigmas. La que trata de dar respuestas es la Ciencia.

JC: Sí. Rayuela es un libro cuyo personaje es un hombre que no es ninguna luminaria mental, ni mucho menos, y que busca desesperadamente cosas, sin saber cuáles son verdaderamente. Él las va designando con nombres como el "kibbutz del deseo", o el "Centro" -ese Centro que vuelve- y busca sobre todo los parámetros de la sociedad judeocristiana. Es el antiaristotélico por excelencia. Y eso, naturalmente, también tocó mucho a los jóvenes. Porque los jóvenes terminan siendo aristotélicos porque la sociedad los mete en esa línea. (La sociedad no tiene otro remedio que hacerlo, por lo demás.) Pero instintivamente, el lector joven es un hombre muy poroso que trata naturalmente de evadir y de negar todas las certidumbres que le quieren imponer por tradición, por costumbre, por religión, por filosofía, por lo que sea.

OP: Claro. Y se me ocurre que no hay que olvidar la fecha. La aparición de Rayuela coincide con una época de gran cuestionamiento en la juventud latinoamericana, es una etapa de grandes sacudimientos históricos. Por un lado, en América Latina empiezan a sentirse las repercusiones de la revolución cubana, está la crisis de los cohetes, se independiza Argelia, es el secuestro y juicio de Eichmann (que reanima los fantasmas de la tortura y de los campos de exterminio), muere Juan XXIII, está la guerra de Vietnam, el asesinato de Kennedy, se perfila la lucha de los palestinos. Es una época sísmica, de ruptura. Y precisamente Rayuela es no sólo una novela de ruptura, sino una novela revolucionaria, en el sentido de que parece escrita con un sismógrafo.

JC: Bueno, me alegro que digas eso, porque tu noción de novela revolucionaria -que no es la que tendría un militante revolucionario usual- es la que tengo yo también. Y no sólo yo, sino la crítica más lúcida acerca de Rayuela, que ha mostrado eso, que ha hecho hincapié en que un libro que no dice una sola palabra de política, que no se ocupa para nada de la geopolítica, contiene al mismo tiempo una serie de elementos explosivos que hay que considerar como revolucionarios. Yo tengo que decir que no tuve la menor idea de todo eso mientras escribía el libro. Para mí ese libro no era revolucionario ni no revolucionario, porque las revoluciones me eran totalmente ajenas en ese momento.

OP: Pero todo eso estaba en germen, la cristalización -para volver a esa imagen- estaba a punto de producirse, se había estado haciendo secretamente en ti.

JC: Estaba absolutamente en germen y coincidía con ese panorama de inquietud, de cuestionamiento y de rebelión que sentían los jóvenes latinoamericanos. Porque hay que agregar una cosa (esto ya lo he dicho alguna vez) y es que cuando Rayuela empezó a difundirse y la gente se dio cuenta de que quienes más la leían eran los jóvenes, algunos críticos me dijeron que yo había escrito un libro para los jóvenes. Eso es absolutamente falso. Yo escribí Rayuela sin pensar en el lector, era un libro profundamente vuelto hacia mí mismo. Porque además yo no tenía un contacto ideológico todavía con lo que había más allá de mí, y en ese sentido no había ninguna intención revolucionaria. Yo estaba convencido de escribir un libro para la gente de mi edad, es decir, gente de más de cuarenta o cuarenta y cinco años en esa época. Mi gran sorpresa, incluso, que reflejó mi gran ingenuidad, fue que cuando salió Rayuela y empezaron a venir críticas y cartas, las críticas demoledoras provenían de gente de mi edad, para quienes en realidad yo había supuestamente escrito el libro o a cuyo nivel pensaba haberlo puesto. Y en cambio, la crítica entusiasta, el amor en una palabra, venía de los jóvenes. Y ese día descubrí algo en lo que ni siquiera había pensado cuando escribí el libro.

OP: Sí, pero también hay otro elemento que se inserta en todo esto, y es la idea de que el libro, en alguna medida, se comenta a sí mismo y se autocuestiona. Que es un poco una actitud juvenil, ya que una de las características de los jóvenes consiste en discutir permanentemente lo que están haciendo. Y el libro, en los capítulos en que aparece Morelli, se está permanentemente cuestionando, incluso refutando. Se está haciendo preguntas de manera permanente: cómo se debe escribir, cómo se debe enfocar un tema, si esto está bien hecho, si está mal hecho, hace proyectos de novelas que después no se van a hacer. O que se harán, como es el caso de 62, Modelo para armar.

JC: Es muy cierto, es perfectamente cierto. Sólo que yo no lo sabía mientras escribía el libro. La noción de edad, de juventud, de generación, no contaban para nada.

OP: Ya habíamos dicho, creo, que era preciso considerar un antes y un después de Rayuela. Han pasado veinte años desde su publicación y en estos veinte años es evidente que el trabajo que ha hecho Rayuela ha sido demoledor por un lado y por otro ha sido intensamente creador. A mi modo de ver, es un libro que ha propuesto no imitaciones (aunque las hay) sino nuevos caminos, eso que se está viendo en algunos jóvenes escritores.

JC: Claro. Lo que pasa es que además de lo que ya hemos dicho -todas las novedades, la diferente manera de presentar una cierta realidad a los lectores- Rayuela muestra algunas obsesiones del personaje Oliveira que se van reflejando en las conversaciones, en las meditaciones, incluso en los sucesos. Una de las cosas que creo que también interesó mucho a los lectores es el hecho de que Rayuela es un libro que se presenta un poco como contranovela, aunque la expresión no la inventé yo. Que se presenta como una tentativa para empezar desde cero en materia de idioma. Sí, claro, yo me serví del idioma como cualquier escritor, pero hay una búsqueda desesperada para eliminar los tópicos, todo lo que nos quedaba todavía de mala herencia finisecular, hay una serie de continuas referencias a la podredumbre de los adjetivos. Es una especie de tentativa de limpieza general del idioma antes de poder volver a utilizarlo. Y claro, eso viene también del punto de vista metafísico de Oliveira, que sostiene que si de lo que se trata es de echar abajo una civilización que nos está llevando como único camino posible a la bomba atómica (en ese momento se usaba ese lenguaje, era el momento de la psicosis de la guerra nuclear), si la civilización judeocristiana se llevó a cabo para hacernos terminar en la bomba atómica, no sirve, hay que crear otra cosa. Hay que tratar de buscar en qué momento el camino del hombre bifurcó por la senda equivocada, cuando en realidad había opciones mejores. Porque el libro es optimista como yo. Yo creo en el hombre, el hombre va a sobrevivir a todos los avatares.

Pero entonces Oliveira agrega, y ahí creo que tiene razón (Morelli también lo dice muchas veces), que es absurdo pretender cambiar cualquier forma de la realidad si seguimos utilizando las herramientas podridas y gastadas y mentirosas de un idioma que viene cargado de toda la negatividad del pasado. El idioma está ahí, pero hay que limpiarlo, hay que revisarlo, sobre todo hay que tenerle mucha desconfianza. Y Rayuela fue escrito así. La verdad es que es muy posible que si nos pusiéramos a buscar vos y yo, encontraríamos con frecuencia lugares comunes, pleonasmos, repeticiones inútiles; pero no creo que haya tantas, porque si en alguna cosa me encarnicé (porque ahí yo era Oliveira) fue en cambiar el medio verbal que pretendía abrirse paso en cosas nuevas.

OP: Y luego está ese otro elemento que aparece en tus cuentos y en Los premios pero que en Rayuela asume características obsesivas, que es la noción de juego. Juego en ese sentido de cosa sagrada que vos le das. Y eso se advierte desde el título y desde la forma de la rayuela, que puede ser entendida como un camino que conduce hacia una forma de perfección.

JC: Y como una vía de conocimiento. Eso viene -y se nota en el libro- de que en esa época yo estaba muy inmerso en la lectura y en la práctica (en la medida en que podía) de la filosofía del Oriente, de lo cual creo que ya hablamos algo, concretamente del Vedanta, de la filosofía de la India. Esa metafísica que llegaba en su línea estética, y literaria sobre todo, se refleja continuamente en el libro.

OP: Todo eso está en cierto modo presente en la búsqueda de Oliveira, que por momentos parece perdido en el dibujo laberíntico de un mandala, en su sospecha de que de pronto una simple hoja de árbol, un piolín recogido por La Maga, son capaces de abrirle el camino del conocimiento.

JC: Sí, eso forma parte ya de esa intuición que yo siempre he tenido y que llamo las figuras. El hecho de que elementos que para las leyes naturales no están relacionados o no son heterogéneos -como puede ser este radiador, esta mesa y aquel teléfono- en determinados procesos de intuición (e incluso de distracción, como se dan en la filosofía Zen) se enlazan instantáneamente, crean una especie de figura que no tiene por qué ser de tipo material. Puede producirse a partir de ideas, sentimientos, colores. En Último round hay un texto que se llama "Cristal con una rosa adentro" en el que se describe uno de esos estados en la medida en que se puede describir. No se puede. Es una especie de iluminación instantánea en que -a mí me ha sucedido toda mi vida- el golpe de una puerta en el momento en que te llega un perfume de flores y un perro ladra, lejos, deja de ser esas tres cosas para ser otra cosa. Es una especie de iluminación, repito, que te coloca en otra realidad que no alcanzás a definir, porque instantáneamente volvés a la tuya, la fuerza de esta realidad es demasiado grande, nuestros cerebros han sido muy manipulados por la evolución histórica.

Pero para mí es la prueba de que el cerebro del hombre, su capacidad imaginativa, tiene como larvada la posibilidad de transformar la noción de realidad creando diferentes figuras. Hay un momento maravilloso en Paradiso, de Lezama Lima, en el que el personaje, creo que es José Semi, ve en la vitrina de un anticuario una serie de pequeños objetos de jade, de cristal. Y de golpe se da cuenta de que esas cosas, que componen una figura, no son objetos separados, sino que son una especie de conjunto, que se están incluyendo mutuamente. Es decir, que el movimiento del brazo de una figurita de marfil, ese dedo, proyecta una energía que va hasta un caballito de basalto que está más lejos. Es ese tipo de cosas el que se da en Rayuela.

OP: Y también hay otros elementos, que a mi modo de ver forman parte de tus obsesiones, por ejemplo, la figura del doble. Que además es una especie de contrafigura: Traveler es una contrafigura de Oliveira y Talita de La Maga. Lo que da algo que los matemáticos podrían llamar un cuadrado mágico. Y luego también está la noción de pasaje, a la que se alude de manera permanente en Rayuela.

JC: Sí. Con respecto al tema del doble, te diré que ese es un gran misterio para mí. Porque yo no fui el primero en darme cuenta de que el tema del doble circulaba mucho en mis cuentos y después aparecía en Rayuela. Y ha seguido apareciendo. Incluso en Deshoras hay un cuento con el tema del doble. Es muy misterioso para mí porque yo escribí todos esos cuentos y Rayuela sin jamás plantearme racionalmente la cuestión del doble. En Rayuela lo descubrí al final. Porque al comienzo, cuando escribí esos primeros capítulos donde están Talita y Traveler y Oliveira (La Maga no está, ella ya se ha ido), concretamente el capítulo del tablón, yo lo veía muy diferente. Talita y Traveler eran amigos de Oliveira. De ninguna manera había una relación de doble entre Traveler y Oliveira. Pero cuando escribí toda la primera parte y volví a Buenos Aires y empalmé con el capítulo del tablón y entré en la última etapa de Oliveira -que lo lleva al manicomio- ahí surgió, muy claramente, la noción del doble. La noche del descenso a la morgue, en que Oliveira le llama Maga a Talita. Y luego el hecho de que usa la palabra doppelgänger para dirigirse a Traveler.

A mí, la inteligencia no me sirve para nada para comprender por qué el doble es un elemento frecuente y recurrente en mis cosas.

OP: Yo te pregunté en una charla anterior si vos no habías establecido, a posteriori, una relación entre el regreso de Oliveira a Buenos Aires y su encuentro con Traveler, y un cuento de Henry James que en español se llama "El rincón pintoresco". Vos me dijiste que no, pero yo insisto porque más allá de eventuales coincidencias, pienso que se trata de una de esas obsesiones secretas que son comunes a todos los hombres. En el cuento de James, el personaje vuelve a Nueva York al cabo de largos años de ausencia pasados en Europa y se encuentra en su casa natal con una criatura abominable, con un fantasma. Al final, el personaje descubre que ese ser es lo que él pudo haber sido si se hubiera quedado. Y yo no sé si Oliveira no ve algo parecido en Traveler.

JC: Es perfectamente posible. No son asociaciones que se hayan operado conscientemente en mí, pero eso puede haber pasado por debajo. Hay también un cuento de Conrad, que es una maravilla, "The secret sharer", que de alguna manera puede haber tenido su influencia.

OP: Sí, se trata de un pasajero clandestino que el capitán, que acaba de tomar el mando del buque, encuentra escondido en su cabina y, sin saber muy bien porqué, oculta de la tripulación. Y finalmente asume un riesgo enorme para que el desconocido se tire a nado y pueda llegar a la costa. Y cuando el buque está a punto de estrellarse contra unos arrecifes, el capitán ve en la oscuridad la mancha blanca del sombrero del desconocido flotando en el mar. Y es precisamente el sombrero, al desplazarse impulsado por la corriente, lo que le indica el camino que debe tomar. Entonces da la orden de cambiar el rumbo. El sombrero de su doble lo salva a él y al barco.

JC: Sí, me había olvidado del final. Es un cuento admirable, como todos los de Conrad.

OP: En Oliveira existe esa noción de doble y de nostalgia al mismo tiempo. Porque uno de los elementos que está siempre presente en Oliveira es el de la nostalgia de algo que él mismo es incapaz de formular. En primer lugar, la nostalgia de un paraíso perdido, pero en segundo lugar la nostalgia concreta de Buenos Aires, de una cosa misteriosa que se le quedó allí y que en definitiva él vuelve a buscar. Porque es cierto que lo expulsan, pero hay que preguntarse en qué medida no buscó inconscientemente esa expulsión.

JC: De lo que no estoy seguro es de que Buenos Aires tenga un valor especial en la búsqueda de Oliveira, porque como vos decís, a él lo expulsan, él tiene que llegar ahí porque no tiene otro lado adonde ir. Si hubiera desembarcado en Australia hubiera seguido buscando, en cualquier lugar donde hubiera estado. Él está condenado a eso, a una búsqueda sin encuentro prometido ni definido, ni definitivo. En el fondo eso también es un aspecto que toca muy de cerca a los lectores, como me tocó a mí al escribirlo. Que quizá Oliveira resume un poco el devenir de la raza humana, porque es evidente que a lo largo de la historia uno siente que el hombre es un animal que está buscando un camino; lo encuentra, no lo encuentra, lo pierde o lo confunde, pero desde luego no se queda en el mismo sitio. De una generación a otra -aunque no cambie de lugar- cambia de clima mental, de clima moral, de clima intelectual. Está siempre buscando algo, un algo que cuando se trata de definirlo se escurre en términos abstractos. Hay quien dice que lo que el hombre busca es la felicidad. Pero la felicidad es un término al que no se llega cuando uno trata de definirlo en ese plano. Otro te dirá que busca la justicia y otro te dirá que la tranquilidad. La búsqueda existe, pero no está definida. En el caso de Oliveira está relativamente definida con la noción de Centro, porque lo que él llama Centro sería ese momento en que el ser humano, individual o colectivo, puede encontrarse en una situación en la que está en condiciones de reinventar la realidad.

Porque la realidad, para Oliveira, no es sólo la Divina; la divinidad no existe para Oliveira. La realidad es una invención humana. Entonces, ¿qué es ese Centro, ese refugio? El Centro es el resultado de la eliminación de todo lo que se va rechazando. Y en realidad Rayuela es una acumulación de rechazos. Oliveira va destrozando todo a su paso. Tira todo: mujeres, cosas, tiempo, ciudades. Porque después de haber liquidado todo lo que él quería liquidar, hay la esperanza de volver a inventar la realidad.

OP: Hay un capítulo terrible en Rayuela, ese capítulo en que asistimos a la ruptura entre Oliveira y La Maga, en el que se dan todos esos elementos que acabás de mencionar. Pero donde todo está dicho con la deliberada intención de no utilizar el lenguaje corriente con el que en una novela clásica se habría narrado esa ruptura. Allí Oliveira y La Maga hablan de todo menos de separación. Y sin embargo, la inevitabilidad de la separación se impone al lector menos avisado.

JC: Absolutamente. Incluso se toman el pelo, alguno de ellos dice "hablamos como águilas". Pero en ese diálogo hay también -aunque por supuesto mucho más en el episodio de la pianista- ese otro Centro que busca Oliveira, y que sería el Centro donde todas las emociones, donde la piedad, el cariño, donde el ser acogido por otra persona, con un sentido muy amplio, son nostalgias que él tiene y que no se le dan nunca. Y eso creo yo que completa un poco más al personaje y hace que sea tan entrañable para los lectores. Ese no querer quedarse en un aprendizaje de filósofo. Porque Oliveira no es más que un aprendiz de filósofo.

OP: Hay otro capítulo en el que manifiesta también ese pudor enfermizo que tenemos los rioplatenses (y que en el fondo está muy bien expresado en ciertos tangos), ese no querer mostrar las cartas de los sentimientos: es el capítulo de la muerte de Bebé Rocamadour.

JC: Ah, sí. Ese es un capítulo particularmente cruel y que me fue muy difícil, muy penoso. Hay algunos textos de los que me acuerdo, me veo a mí mismo escribiéndolos, y son siempre textos en los que yo he sufrido al escribirlos. Como ese, varios pasajes de "El perseguidor" y ese cuento que se llama "La señorita Cora".


OP: En Rayuela la crítica ha encontrado una serie de símbolos (Marcelo Alberto Villanueva habla concretamente de seis: la rayuela misma, los puentes, del cual el capítulo 41 del tablón es solo una variante, los ríos metafísicos, el ojo de la carpa del circo, el laberinto y el fondo negro del montacargas). ¿Tú eras consciente de ellos cuando estabas escribiendo Rayuela?

JC: No, en absoluto. Yo no.

De las entrevistas realizadas por Omar Prego Gadea y publicadas en "La fascinación de las palabras". Alfaguara, Buenos Aires, 1997.

Un capítulo suprimido de Rayuela

Conozco de sobra las trampas de la memoria, pero creo que la historia de este “capítulo suprimido” (el 126) es aproximadamente la que sigue.

Rayuela partió de estas páginas; partió como novela, como voluntad de novela, puesto que existían ya diversos textos breves (como los que dieron luego los capítulos 8 y 132) que estaban buscando aglutinarse en torno a un relato. Sé que escribí de un tirón este capítulo, al que siguió inmediatamente y con la misma violencia el que luego se daría en llamar “del tablón” (41 en el libro). Hubo así como un primer núcleo en el que se definían las imágenes de Oliveira, de Talita y de Traveler; bruscamente el envión se cortó, hubo una pausa penosa, hasta que con la misma violencia inicial comprendí que debía dejar todo eso en suspenso, volver atrás en una acción de la que poca idea tenía, y escribir, partiendo de los breves textos mencionados, toda la parte de París.

De ese “lado de allá” salté sin esfuerzo al de “acá” porque Traveler y Talita se habían quedado como esperando y Oliveira se reunió llanamente con ellos, así como se cuenta en el libro; un día terminé de escribir, releí la montaña de papeles, agregué los múltiples elementos que debían figurar en la segunda manera de lecturas, y empecé a pasar todo en limpio; fue entonces, creo, y no en el momento de la revisión, cuando descubrí que ese capítulo inicial, verdadera puesta en marcha de la novela como tal, sobraba.

La razón era simple sin dejar de ser misteriosa: yo no me había dado cuenta, a casi dos años de trabajo, que el final del libro, la noche de Horacio en el manicomio, se cumplió dentro de un simulacro equivalente al de este primer capítulo; también allí alguien tendía hilos de mueble a mueble, de cosa a cosa, en una ceremonia tan inexplicable como obvia para Oliveira y para mí. De golpe ya el primer viejo capítulo se volvía reiterativo, aunque de hecho fuese lo contrario; comprendí que debía eliminarlo, sobreponiéndome al amargo trago de retirar la base de todo el edificio. Había como un sentimiento de culpa en esa necesidad, algo como una ingratitud; por eso empecé buscando una posible solución, y al pasar en limpio el borrador suprimí los nombres de Talita y de Traveler, que eran los protagonistas del episodio, pensando que el relativo enigma que así lo rodearía iba a amortiguar el flagrante paralelismo con el capítulo del loquero. Me bastó una relectura honesta para comprender que los hilos no se habían movido de su sitio, que la ceremonia era análoga y recurrente; sin pensarlo más saqué la piedra fundamental, y por lo que he sabido después la casita no se vino al suelo.

Hoy que Rayuela acaba de cumplir un decenio, y que Alfredo Roggiano y su admirable revista nos hacen a ella y a mí un tan generoso regalo de cumpleaños, me ha parecido justo agradecer con estas páginas, que nada pueden agregar (ni quitar, espero) a un libro que me contiene tal como fui en ese tiempo de ruptura, de búsqueda, de pájaros.

Julio Cortázar. Saignon, 1973.
Revista Iberoamericana, vol. 39, nº 84/85, Pittsburgh, julio-diciembre 1973.

Julio Cortázar – De otros usos del cáñamo (Territorios, 1978)

Entre sus muchas propiedades mágicas está la de cambiar de nombre apenas cruzar el Atlántico; en España se llama cordel, en Montevideo o Buenos Aires piolín. Protagonista o intercesor de incontables metamorfosis –su nombre, sus dibujos, sus funciones– el cordel que yo llamo piolín es uno de esos elementos que pueblan imborrablemente el museo de mi infancia, y que a lo largo de la vida se han mantenido en un profundo, inexplicable contacto con mi visión de las cosas. Leopoldo Nóvoa lo sabe ahora; me bastó mirar algunas de sus obras para encontrar el rumbo y la justificación de estas líneas. Sin decírnoslo, fue como sentir que existe en el mundo una fraternidad innominada de artistas y poetas para quines el piolín vale como signo masónico, como santo y seña sigiloso. Detrás, quizás, el mito de Aracne y la inmensa telaraña de las afinidades electivas; no cualquiera, sea dicho sin énfasis, merece la hermandad universal del piolín.

Carezco de capacidad reflexiva y sintética, y no soy de los que salen a investigar si a Novalis le gustaban los piolines o si Yehudi Menuhin los aborrece; puedo en cambio retrazar las nimias memorias de mi propio ovillo desde una edad muy temprana. Muchas veces me he preguntado cuándo surgen por primera vez los seres y los objetos que habrán de elegirnos (Jean Paul Sartre me perdone) para siempre: cierto color de ojos, cierta flor, cierto jamón con huevos. De pronto están ahí, apasionadamente parecidos. Dante podrá decirnos cuándo vio por primera vez a Beatriz y cómo el tiempo detuvo su curso durante un infinito instante; pero el niño Alighieri no hubiera podido recordar el día y el lugar en que la poesía se le apareció como su futuro Virgilio. Vaya a saber en qué momento los piolines dejaron de ser para mí esas meras cosas de esparto o de rafia con que se ataban los paquetes, para dárseme de una manera inexplicablemente rica y privilegiada, ya no el ovillo utilitario al que acudía la familia con tijeras e indiferencia. Puedo, sí, recordar la maravilla de una hora, acaso la que paradójicamente me ató para siempre a los piolines: una migo de casa, que amaba a los niños y les proponía enigmas, juegos absurdos, búsquedas de tesoros y golosinas de colores jamás repetidos, me puso en las manos un aro de piolín y me enseñó el misterio de irlo cruzando entre los dedos, tejiendo, pasando por arriba y por abajo, multiplicando las figuras, llenado el aire de una siesta con una frágil geometría interminable.

Pero aún no podía saber lo que comprendí mucho más tarde, el mensaje cifrado, el largísimo y sinuoso quipu que Ariadna enviaba a su hermano minotauro para que encontrara la salida del dédalo y se reuniera por fin con ella en una libertad de praderas minoicas. En esos años de lecturas y tanteos, cordeles y cintas guardaron un prestigio penetrante de mensajerías y de enlaces; el acto de atar o desatar seguía siendo una imagen que remitía oscuramente a los arcanos y a la vez al conocimiento; eran años en que yo ataba mis secretos personales, la revelación de la sensualidad, el sentimiento de la muerte, y desataba libros, cuentos y novelas, abriendo apasionadamente los paquetes de la imaginación y la poesía.

Hay después una vasta zona de vida, las grandes elecciones voluntarias y por debajo, siempre, la recurrencia de los primeros y obstinados signos de contacto con los mundos de adentro, la fórmula intocable de la sangre individual. Por eso ciertas secuencias que desafiaban toda lógica no podían sorprenderme; nada más natural que elegir a Marcel Duchamp como uno de mis faros, en el sentido baudeleriano del término, y sólo muchos años más tarde saber de su obsesión por los piolines, sus atmósferas espaciales nacidas de insolentes telarañas. Y aún menos sorpresivo el hecho de buscar mi primer trabajo en Francia y descubrir que detrás de una función de escribiente en casa de un exportador de libros se escondía la verdadera tarea que me esperaba cada mañana: hacer paquetes, pasar horas y horas entre ovillos de piolín, distribuyendo sus pedazos por todo el continente latinoamericano. Contra lo que parecía sospechar mi patrón, ese trabajo me llenó de gozo; a mi manera, sin que nadie pudiera saberlo, yo enviaba mis mensajes a Buenos Aires, a México, a Bogotá, a La Habana, otras manos inocentes desataban allá mis paquetes para sacar el Pequeño Larousse Ilustrado o la Enciclopedia Quillet, y mis piolines multicolores iban quedando en los rincones de las librerías, acaso servían para nuevos y más modestos paquetes, reanudaban el viaje planetario…

Era casi fatal que unos años más tarde, en su último delirio de lucidez, un tal Horacio Oliveira se parapetara detrás de una terrible, precaria defensa de piolines; y que mucho después, hoy, estas palabras vinieran a encontrarse con los piolines que el arte de Leopoldo Nóvoa alza como nadie a su vocación de signos, de indicaciones, de instrumentos para una náutica que acata otras cartografías, que busca las tierras incógnitas de la sola realidad que nos importa.

Cortázar por Cortázar - Evelyn Picon Garfield

“… me di cuenta muchos años después que si yo no hubiera escrito El Perseguidor, habría sido incapaz de escribir Rayuela. El Perseguidor es la pequeña Rayuela. En principio están ya contenidos allí los problemas de Rayuela. El problema de un hombre que descubre de golpe, Johnny en un caso y Oliveira en el otro, que una fatalidad biológica lo ha hecho nacer y lo ha metido en un mundo que él no acepta… se parecen mucho en esencia. Johnny y Oliveira son dos individuos que cuestionan, que ponen en crisis, que niegan lo que la gran mayoría acepta por una especie de fatalidad histórica y social.”

“Yo tengo la convicción profunda, y cada día que pasa la siento más profundamente, de que estamos embarcados en una vía, en un camino equivocado. Es decir, que la humanidad se equivocó de camino. Estoy hablando sobre todo de la humanidad occidental porque de la oriental no sé gran cosa. Embarcados en un camino históricamente falso que nos está llevando directamente a la catástrofe definitiva, a la aniquilación por cualquier motivo –bélico, polución del aire, contaminación, cansancio, suicidio universal, lo que tú quieras. Entonces, en Rayuela sobre todo, hay ese sentimiento continuo de estar en un mundo que no es lo que debería ser porque (y aquí hago un paréntesis que me parece importante), ha habido críticos que han pensado que Rayuela era un libro profundamente pesimista en el sentido de que no se hace más que lamentar el estado de las cosas. Yo creo que es un libro profundamente optimista porque Oliveira, a pesar de su carácter broncoso, como decimos los argentinos, sus cóleras, su mediocridad mental, su incapacidad de ir más allá de ciertos límites, es un hombre que se golpea contra la pared, la pared del amor, la pared de la vida cotidiana, la pared de los sistemas filosóficos, la pared de la política. Se golpea la cabeza contra todo eso porque es un optimista en el fondo, porque él cree que un día, ya no para él sino para otros, algún día esa pared va a caer y del otro lado está el kibbutz del deseo, está el reino milenario, está el hombre verdadero, ese proyecto humano que él imagina y que no se ha realizado hasta ese momento. Rayuela es un libro escrito antes de mi toma de conciencia política e ideológica,… la idea general de Rayuela es la comprobación de un fracaso y la esperanza de un triunfo. Ahora, el libro no propone ninguna solución…”

“… cuando yo escribí Rayuela pensaba haber escrito un libro para la gente de mi edad, para la gente de mi generación. Cuando el libro se publicó en Buenos Aires y empezó a ser leído en América Latina, mi gran sorpresa fue que empecé a recibir cartas, centenares de cartas, y si tomas cien cartas, noventa y ocho eran de jóvenes, de gente muy joven, incluso adolescente en algunos casos, que no entendían todo el libro. De todas maneras habían reaccionado frente al libro de una manera que yo no podía sospechar en el momento en que lo escribí. La gran sorpresa para mí fue que la gente de mi edad, de mi generación, no entendió nada. Las primeras críticas de Rayuela fueron indignadas.”

“…Rayuela cuenta más para mí en cierto sentido que los cronopios. Los cronopios es un gran juego para mí, es mi placer. Rayuela no es mi placer; era una especie de compromiso metafísico, era una especie de tentativa para mí mismo además… en Rayuela no hay ninguna lección… lo único que tenía era un repertorio de preguntas, de cuestiones, de angustias…”

“Un día recibí una carta de los Estados Unidos, de una niña, una chica de diecinueve años, encantadora, que escribía muy bien, poeta. Me decía “Dear Mr. Cortázar, le escribo para decirle que su libro Hopscotch me ha salvado la vida. Mi amante me abandonó hace una semana. Yo tengo diecinueve y es el único hombre que había conocido, lo amaba profundamente y cuando me abandonó, decidí suicidarme. Y no lo hice en seguida porque tenía algunos problemas prácticos que resolver. Pasé dos días en casa de una amiga y encima de una mesa había un libro que se llamaba Hopscotch. Y entonces empecé a leerlo. Yo me iba a matar al día siguiente y había comprado ya las pastillas. Leí el libro, lo seguí leyendo, lo leí toda la noche, y cuando lo terminé, tiré las pastillas porque me di cuenta de que mis problemas no eran solamente los míos sino los de mucha gente…” Es por esta razón que el libro sirve también a los jóvenes como un compañero de vida, es decir un alma parecida. Por eso el libro es para mí muy optimista.”

“- … De ninguna manera puede saltar Oliveira a la rayuela.
- Él no salta. No, no, yo estoy seguro de que él no se tiró.
- Yo también estaba segura…
- Claro, estoy completamente seguro… pero hay críticos que han dicho al hacer el resumen del libro “y finalmente termina con el suicidio del protagonista”. Oliveira no se suicida… Lo que pasa es que yo no lo podía decir, Evie.
- No, decirlo sería destruir todo el libro.
- Destruir todo. Decir que no se mata es destruir todo el libro.”

“… la inteligencia por su limitación y sus imposibilidades, y la lógica aristotélica y toda la herencia de la tradición judeo-cristiana intenta dividir, hacer compartimento de cosas que deberían estar unidas.”

“…algunos de mis libros no comenzaron verdaderamente allí donde ahora está el comienzo para el lector. Rayuela, por ejemplo, comenzó por la mitad. Lo primero que yo escribí de Rayuela fue el capítulo del tablón sin tener la menor idea de todo lo que iba a escribir, antes y después de esa parte.”

“El final de Rayuela yo lo escribí todo en el manicomio, en cuarenta y ocho horas, realmente en un estado casi de alucinación… ese estado de fatiga y al mismo tiempo de lucidez, provocada incluso por la fatiga física, duró horas, horas y horas. Yo me acuerdo que mi mujer venía y me tocaba en el hombro y me decía “ven a comer”, o me alcanzaba un sándwich. Yo comía y seguía escribiendo; no, no podía separarme del libro hasta que lo terminé.”

“… hay mucha autobiografía en Horacio Oliveira o en Andrés o en Juan. Juan, Horacio y Andrés, si los pones a los tres juntos, yo creo que realmente me tienes a mí.”

“En un país con el que yo no tengo ningún contacto aparente, como es Polonia, mis libros han sido muy muy bien recibidos. Al punto que la edición de Rayuela se agotó muy pronto y fueron una vez más los jóvenes los que la leyeron. Y pidieron una segunda edición. Esta es una historia muy divertida porque de acuerdo con las leyes de Polonia, no se puede hacer una segunda edición de un libro una vez agotado porque hay un programa cultural que hace que haya que dejar su lugar a nuevos autores… Y entonces dijeron que no, que no se podía hacer una nueva edición de Rayuela. Y parece que la presión de los grupos de jóvenes, la presión popular fue tan grande, que aceptaron hacer una segunda edición. Entonces utilizaron una pequeña trampa burocrática: en vez de hacerla en Varsovia, la han hecho en Cracovia, con otra editorial, pero es el mismo plomo, han utilizado el mismo libro, es exactamente el mismo libro. Como anécdota complementaria, me contó alguien cuya palabra es absolutamente cierta, que el dirigente polaco Gierek… se quedó preocupado por esta historia de que la gente pedía una nueva edición de ese libro de un escritor extranjero. Entonces pidió el libro y en una reunión de amigos dijo que no entendía ni una palabra pero que si el pueblo lo pedía que se lo dieran. Cosa que me parece muy bien de su parte porque además es muy humilde. El podría haber dicho que a él no le gustaba por cualquier motivo pero dijo que no entendía. Eso me parece maravilloso.”

De los capítulos prescindibles: “…En Rayuela son citaciones literarias o filosóficas o anecdóticas, anuncios de periódico que están pensados en función de la novela. Es decir, de la conducta de los personajes o de los deseos o de las ambiciones de los personajes. Por ejemplo, algunos de los pequeños fragmentos los pongo en Rayuela porque lo que dicen es perfecto, no se puede decir mejor. Entonces para qué hacerles hablar a los personajes sobre este tema cuando ya está escrito, ya está dicho mejor de lo que yo podría hacer… Yo hacía fichas cada vez que encontraba algo que me interesaba, las tenía allí conmigo y luego eran los capítulos prescindibles, por fin.”

“…a Marcos y a mí nos gustan las mujeres muy adultas. Pero es la noción de la madurez, del ser adulto que hay que explorar… ser adulto y conservar al mismo tiempo una especie de actitud infantil frente a las cosas. Una actitud positiva, un entusiasmo, un sentido del juego, de lo gratuito,…
- …cuando tú pones una mujer como ideal en tus novelas, como la Maga, ella sabe jugar con una hoja.
- …por eso son los ideales, por eso son las mujeres que a mí me fascinan, y que fascinan a Oliveira… las mujeres que son capaces de entusiasmo… Es eso que tenía la Maga, también esa posibilidad de quedarse estupefacta y llena de entusiasmo porque en el suelo hay una hoja seca muy bonita y eso es mucho más importante que cualquier cosa.”

“… en todo caso la Maga existió sin ser exactamente como en el libro. Hay una modificación de su estructura en el libro. Pero fundamentalmente la mujer que dio el personaje de la Maga tuvo mucha importancia en mi vida personal en mis primeros años en París. Era como ella, no es ninguna creación ideal, no, en absoluto.”

“Hoy, a diez años de publicación… si me preguntaran cuál es el libro que tiene más peso para usted en todo lo que usted ha escrito, yo diría Rayuela. Si yo tuviera que llevar uno de mis libros a la isla desierta, yo me llevo Rayuela.”

“- Se ha dicho también que lo mejor de Rayuela se halla en los episodios específicos a modo de cuentos casi… la muerte de Rocamadour, por ejemplo.
- …Pero contrariamente a muchísimos lectores a quienes les apasiona Rayuela por esos capítulos y son los capítulos que recuerdan, a mí son los que menos me gustan en el conjunto de Rayuela, porque Rayuela estaba justamente destinada a destruir esa noción, luchaba contra esta noción de relato hipnótico. Yo quería que el lector estuviera libre, lo más libre posible, se dice muchas veces, lo dice Morelli todo el tiempo, el lector tiene que ser un cómplice y no el lector hembra. Y en esos capítulos, yo traiciono un poco, me dejo llevar por el drama, por la narración, y me he dado cuenta más tarde que los lectores quedan absolutamente hipnotizados por la intensidad de ese relato. Yo preferiría que esos capítulos no existieran así. Mi idea era hacer avanzar la acción y detenerla justamente en el momento en que el lector queda prisionero, y sacarlo de una patada fuera para que vuelva objetivamente a mirar el libro desde fuera y tomarlo desde otra dimensión. Ése era el plan. Evidentemente no lo conseguí en su totalidad. Pero esos capítulos son los que menos me gustan a mí desde ese punto de vista.
- Sin embargo… el capítulo donde está Talita sobre las tablas fue el primero que escribiste.
- Claro, y la explicación es muy sencilla. Es la primera cosa porque en ese momento yo todavía no tenía la menor idea de lo que iba a ser el libro después, y cuáles iban a ser las intenciones. Morelli no había nacido todavía. Morelli nació después.”

Fragmentos tomados del libro de entrevistas de Evelyn Picon Garfield “Cortázar por Cortázar”. Universidad Veracruzana, 1978.