Rafael Conte

El escritor está desnudo. Pese a todos los oropeles de la retórica, a pesar de que la literatura es siempre una trampa, un disfraz, sólo nos alcanza cuando está desnuda. Juan Ramón Jiménez quiso así a la poesía, y la llamó pura. La perfección de la palabra coincide así con la desnudez. Todo escritor, cuando es auténtico, está desnudo.

Pues ¿qué otra cosa es reflexionar sobre el mundo, reflexionar sobre el hombre? Por mucho que se refugie uno detrás de las palabras, su don maléfico está en la transparencia. No conozco un libro más transparente y más secreto que los Carnets de Henry James. En él, uno de los más grandes genios de la novela contemporánea –si no el mayor– describe con una minuciosidad de artesano las etapas de elaboración de sus grandes novelas. Cómo surge un argumento, a través de un motivo en apariencia nimio, que suele coincidir con una obsesión intelectual del escritor; obsesión a su vez convocada mediante su concepción del mundo y su testimonio personal de la existencia. Cómo también este argumento varía, se modifica al compás de una sensibilidad en busca de la ascesis, del rigor. Cómo al final, la puesta en marcha de la escritura puede volver a poner todo en tela de juicio. Pocos ejemplos existen en la literatura universal tan diáfanos, tan concluyentes.

Y sin embargo, a su través –en un libro tan diáfano, tan transparente– no se ve a su autor. Henry James se agazapa, escondido detrás del sofá de su escritura, con un pudor que podría ser enfermizo si no fuera pura estética. Para ver al escritor habrá que ir a sus novelas. Los Carnets nos ayudan a comprender estas novelas en relación con su creador. Toda obra literaria, si lo es de verdad, revela más sobre el misterio de la creación que cualquier testimonio, aun del propio autor.

Pero la literatura no es la realidad. La realidad es esta musa miserable que se prostituye cuando la buscamos y nos aplasta cuando huimos de ella, como una reina omnipotente. El escritor, desgarrado entre esa realidad obsesionante y el misterio de las palabras, se queda en la encrucijada, desnudo, al aire libre, expuesto a una muerte repentina, simultánea, incesante. Echa mano de la única arma que posee, las palabras, se adorna con ellas, las complica hasta la exasperación, las destroza como en una venganza. Todo, menos prescindir de ellas; las adora a su través, a su compás, en su compañía, en su violación. Hasta que un día descubre que no puede escapar a la maldición de esas mismas palabras, que la literatura tiene vocación de realidad, pero que no es la realidad. En ese momento hace política o la rechaza, pero, en resumidas cuentas, muere. Es ese instante brevísimo entre la revelación y la muerte –de las palabras en su relación maldita con lo real– lo que llamamos literatura. El resto es silencio.

Julio Cortázar ha muerto en cada uno de sus libros. Es tal vez el mayor ejemplo de la literatura universal de un escritor empeñado en un combate imposible: la lucha contra sí mismo. Naturalmente sobrevive a cada una de sus muertes; hace falta para ello un talento fecundado y virginal, repleto de sabiduría e inocencia, rebelde contra la literatura y alimentado por esa misma literatura. Se trata, en resumidas cuentas, del escritor imposible.

De ahí que todas las polémicas, todas las discusiones, todos los análisis e interpretaciones sean al mismo tiempo excesivos e insuficientes. Cortázar ha desvelado el misterio de las letras como nadie, se ha hundido en él y ha desarrollado las branquias necesarias para poder respirar sin atmósfera: en él se interpenetran la filosofía y la risa, la alegría y la tristeza, la política y la gratuidad, el afán de perfección y la necesidad de lo imperfecto. Cortázar predica la inmadurez con el estilo más maduro, es un poeta que escribe –al decir de los críticos y los profesores– poemas imperfectos y narraciones maravillosas. Pero al mismo tiempo –según los cánones– reduce la perfección al cuento y se desperdiga en la gran novela. ¿No será que, una vez más, pero tal vez más ostensiblemente, los cánones no sirven para nada?

Su leyenda se adelantó a sus obras, nos persiguió hasta la admiración, y se perpetúa a pesar suyo. Cuando hemos encontrado la tranquilidad de la perfección al uso, se complace en destrozarla el primero de todos. Es tal vez el mayor profeta, pero el mundo lo admira como resumen. Ha edificado perfectas construcciones para que habite nuestra buena conciencia, para luego dedicarse insidiosamente a perforar los muros de la perfección, para prefabricar las corrientes de aire más maléficas. Nos atrae, nos seduce, para arrojarnos a las tinieblas exteriores. Busca desoladamente un punto de apoyo, y lo pone en tela de juicio en cuanto lo ha encontrado.

Nos hace más desgraciados, pero él es más desdichado todavía; nos convence de que se trata de un escritor excepcional, para arrojar por la borda todo logro conseguido. Nunca se repite. Es incapaz de decir dos veces la misma cosa. Hasta ahora, creíamos que todo gran escritor era uniforme en su profundidad. Cortázar agujerea la profundidad y nos descubre mil abismos escondidos, emboscados. Su obra es un atentado a lo real y un canto a la realidad escondida. Una profesión de fe en la necesidad de una fe que no tiene asidero. A veces se recuerda con nostalgia y reflexiona sobre su realidad perdida, sobre esa maldición de los argentinos que es la búsqueda de su identidad. Una identidad compuesta de Buenos Aires y literatura, de tango y Mallarmé.

Hoy que tantos escritores ponen en cuestión a la literatura, Julio Cortázar nos explica la falsedad de esta operación necesaria. Nadie, ningún creador, puede discutir su arte si no se discute a sí mismo. Nadie puede destruir las palabras si no se arriesga a la autodestrucción. Tanta vanguardia pseudoestructural, tanta reflexión inane sobre el texto, tanto formalismo vacuo, para que luego venga un artista amenazado a explicarnos que la amenaza está en el interior de nosotros mismos. Toda perfección necesaria se ha convertido en humo. La metafísica es una carcajada.

Tampoco él escapa a la maldición. Toda su obra es una búsqueda de soluciones imposibles, un repaso general a su propia concepción del mundo. De ahí que sus obras más sugerentes sean las menos “admirables”, sus libros llamados menores, que, para buen entendedor, son los más iluminadores. En esto seguimos su propio camino, su sendero que parece amplísimo y se nos revela angosto hasta la exasperación, hasta el agotamiento (…).

La obra de Cortázar es una pura interrogación que sin embargo no se dirige al lector sino que es una autopregunta. Es esta participación imposible, esta compañía inolvidable, lo que el poeta nos propone, y todo lector permanece sumido en la intranquilidad y en la extraña sensación de que tal vez ningún creador le hizo jamás partícipe de una comunión semejante. Esta sensación extraña es la que provoca la obra de Cortázar.

(…) La celebérrima Rayuela, la obra paradigma de su autor. Libro inclasificable, novela que encierra varias novelas en su interior y que sin embargo es el mismo libro imperturbable, con sus mil caras, sus sucesivas transformaciones, sus juegos y sus tragedias. Cuando se habla del Cortázar novelista este libro suele ser su resumen para salvarlo o condenarlo. Y sin embargo se nos escurre constantemente de las manos. No es su obra maestra –¿o sí?– y pese a todo está presente hasta la exasperación. Libro que ha fecundado la narrativa posterior en lengua castellana, obra inimitable e inevitable, Rayuela es un resumen y una obra abierta, según los últimos cánones de la crítica. Se puede leer del derecho y del revés, con el orden de las páginas o el de los capítulos, que admite toda suerte de interpretaciones, que tiene trescientas páginas o seiscientas, que es una búsqueda de la identidad argentina, una historia desolada de amor, una crítica política, una reflexión filosófica, un experimento estructural, un análisis de variantes lingüísticas, una parodia, un rito iniciático, un descenso a los infiernos y una búsqueda del nirvana.

Alguna vez se sospecha que hemos rozado la totalidad, pero el propio Cortázar nos evita esta sospecha con una sonrisa y seguimos adelante: Una puesta en tela de juicio de la novela, una destrucción y una construcción al mismo tiempo, y ambas tareas imposibles por la resistencia de las palabras como diamantes.

(…)

¿Con qué derecho, sin embargo, hablar de salvaciones y condenas? ¿Acaso no nos ha enseñado este escritor que todos estamos sumidos en la misma peregrinación, en la misma búsqueda desesperada? Inolvidable precursor, este poeta que se niega, este asceta de la literatura nos ha otorgado la posibilidad de autocontemplarnos sin piedad y sin complacencia. Su obra tiene ante sí un futuro impredecible. Cada uno de sus libros es un resumen y una puerta, como si fuera una llave. Todo depende del lado en que se coloque el lector. Julio Cortázar ha elegido el de afuera, la intemperie, y nos incita a seguirle entre los escalofríos del riesgo. Mientras tanto, y pese a todo, Sísifos una vez más condenados y felices, sonrían por favor.

Rafael Conte. “16 escritores de Hispanoamérica”. Editorial Prensa Española y Editorial Magisterio Español. Madrid, 1977.

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