Alguien dirá que una cosa es mostrar un extrañamiento tal como se da o como cabe parafrasearlo literariamente, y otra muy distinta debatirlo en un plano dialéctico como suele ocurrir en mis novelas. En tanto lector, tiene pleno derecho a preferir uno u otro vehículo, optar por una participación o por una reflexión. Sin embargo, debería abstenerse de criticar la novela en nombre del cuento (o a la inversa si hubiera alguien tentado de hacerlo) puesto que la actitud central sigue siendo la misma y lo único disímil son las perspectivas en que se sitúa el autor para multiplicar sus posibilidades intersticiales. Rayuela es de alguna manera la filosofía de mis cuentos, una indagación sobre lo que determinó a lo largo de muchos años su materia o su impulso. Poco o nada reflexiono al escribir un relato; como ocurre con los poemas, tengo la impresión de que se hubieran escrito a sí mismos y no creo jactarme de ello si digo que muchos de ellos participan de esa suspensión de la contingencia y de la incredulidad en las que Coleridge veía las notas privativas de la más alta operación poética. Por el contrario, las novelas han sido empresas más sistemáticas, en las que la enajenación de raíz poética sólo intervino intermitentemente para llevar adelante una acción demorada por la reflexión. ¿Pero se ha advertido lo bastante que esa reflexión participa menos de la lógica que de la mántica, que no es tanto dialéctica como asociación verbal o imaginativa? Lo que llamo aquí reflexión merecería quizás otro nombre o en todo caso otra connotación; también Hamlet reflexiona sobre su acción o su inacción, también el Ulrich de Musil o el cónsul de Malcolm Lowry. Pero es casi fatal que esos altos en la hipnosis, en los que el autor reclama una vigilia activa del lector, sean recibidos por los clientes del fumadero con un considerable grado de consternación.
Para terminar: también a mí me gustan esos capítulos de Rayuela que los críticos han coincidido casi siempre en subrayar: el concierto de Berthe Trépat, la muerte de Rocamadour. Y sin embargo no creo que en ellos esté ni por asomo la justificación del libro. No puedo dejar de ver que, fatalmente, quienes elogian esos capítulos están elogiando un eslabón más dentro de la tradición novelística, dentro de un terreno familiar y ortodoxo. Me sumo a los pocos críticos que han querido ver en Rayuela la denuncia imperfecta y desesperada del establishment de las letras, a la vez espejo y pantalla del otro establishment que está haciendo de Adán, cibernética y minuciosamente, lo que delata su nombre apenas se lo lee al revés: nada.
Julio Cortázar. La vuelta al día en ochenta mundos. Siglo XXI, 1967.
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