Descifrar la “mitología blanca”, re-escribir el verdadero discurso de Occidente, con todas sus cicatrices, sus graffiti, sus escupitajos, sus parodias, sus solecismos, sus anagramas, sus palindromas, sus pleonasmos, sus onomatopeyas, sus prosopopeyas, sus obscenidades, sus heridas abiertas, sus marcas de cuchillo y de pluma: tal es la descomunal tarea que Joyce se echa a cuestas: comprobar la escritura. Joyce parte, “por millonésima vez”, “para forjar en el taller de mi alma la conciencia increada de mi raza”. Esa raza es una raza cultural: el Occidente. Nada puede quedar fuera de ese proyecto, pues cada palabra del hombre, por banal, corrupta o insignificante que parezca, contiene detrás de su apariencia exhausta y dentro de sus delgadas sílabas todas las simientes de una renovación y también todos los ecos de una memoria ancestral, original, fundadora. Nada es desperdiciable: Joyce abre las puertas a la totalidad del lenguaje, de los lenguajes. Verbigratia efectiva. No selección.
Las presencias tutelares se confunden con las presencias actuales. Joyce las integra a la escritura, a la metamorfosis de las palabras, a la abolición de centros tonales, a la construcción de la página como campo de posibilidades, a la sustitución de toda relación verbal unívoca e irreversible por una nueva causalidad de fuerzas recíprocas: a la escritura de novelas donde pueden coexistir todos los contrarios vistos simultáneamente desde todas las perspectivas posibles. Pero, ¿pueden llamarse novelas estos libros, estos hechos radicales de la escritura crítica que terminan por significar una demolición de los géneros, una invasión de la escritura por las ciencias fisicomatemáticas, por el cine, por la plástica, por la música, por el periodismo, por la antropología y, sobre todo, por la poesía?
La escritura de Joyce rompe el régimen tradicional de la narración y modifica la norma avara del trueque entre escritor y lector, la norma del melés y teleo. Melés, telés y noslés, le dice Joyce al lector, te ofrezco una propiedad excrementicia de las palabras, derrito tus lingotes de oro verbal y los arrojo al mar y te desafío a hacerme un regalo superior al mío, que es el don asimilado a la pérdida, te desafío a que leas mis/tus/nuestras palabras de acuerdo con una nueva legalidad por hacerse, te desafío a que abandones tu perezosa lectura pasiva y lineal y participes en la re-escritura de todos los códigos de tu cultura hasta remontarte al código perdido, a la reserva donde circulan las palabras salvajes, las palabras del origen, las palabras iniciales.
El mundo quiere que la literatura sea todo y sea otra cosa: filosofía, política, ciencia, moral. ¿Por qué esta exigencia? Porque la literatura está siempre en comunicación con los orígenes del ser parlante, allí mismo donde filosofía, política, moral y ciencia se vuelven posibles. Pero cuando ciencia, moral, política y filosofía descubren sus limitaciones, acuden a la gracia y la desgracia de la literatura para que resuelva sus insuficiencias. Y sólo descubren, junto con la literatura, el divorcio permanente entre las palabras y las cosas, la separación entre el uso representativo del lenguaje y la experiencia de ser del lenguaje. La literatura es la utopía que quisiera reducir esa separación. Cuando la oculta, se llama épica. Cuando la revela, se llama novela y poema: la novela y el poema del Caballero de la Triste Figura en su lucha por hacer que coincidan las palabras y las cosas.
Carlos Fuentes. Cervantes o la crítica de la lectura. Cuadernos de Joaquín Mortiz. México, 1976.
2 comentarios:
'Cuando la oculta se llama épica...' No sé. Yo siempre he pensado que la literatura transcendía siempre, que su objetivo es rebuscar, deformar, engrander, deglutir la realidad. Engañosos reflejos, siempre.
No hay tanta contradicción como parece con su pensamiento. Tanto "épica" como "novela" están usados ahí con las matizaciones que le imprime el resto del ensayo de Fuentes. Así, el sentido de ese "épica" viene dado en el inico del ensayo, y basado en las ideas de Octavio Paz según las cuales en la épica clásica pueden combatir dos mundos, pero esa lucha no implica ambigüedad ninguna, el héroe no duda, no se rebela, y el acto heróico o el fin de la obra generalmente tienden a restablecer el orden. Forma y contenido coinciden: nada instruye entre significante y significado. Hay que esperar muchos siglos para que el héroe adquiera consciencia de su identidad, y aún más tiempo para que se plantee las cualidades o limitaciones del lenguaje. Es probable que el análisis más detallado de un héroe nos pueda aportar nuevas ideas al respecto, y sé que usted está repasando a su admirado otro Ulises, lo que podría abrir un debate muy interesante. Cortázar situa entre los siglos XIX y XX los inicios de la preocupación del escritor por la aptitud del lenguaje como vehículo de la expresión individual.
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