La idea central de Rayuela es una especie de petición de autenticidad total del hombre (I)

Usted me decía que algunas preocupaciones permanentemente suyas (el salto fuera del tiempo, la persecución de una realidad otra, la búsqueda de un centro), a partir de “El Perseguidor” cambian de centro de gravedad.

Si, en el caso de Johnny, esas angustias, si usted quiere metafísicas, están centradas en el hombre; porque lo que Johnny está buscando, en realidad, a su manera primitiva, es lo que Oliveira va a buscar con un poco más de bagaje cultural –aunque no sea mucho– en Rayuela: en definitiva Johnny se está buscando a sí mismo y está buscando a su prójimo, en una nueva escala, lo que podríamos llamar el hombre nuevo, visto con otra óptica.

Un hombre que ha conquistado un territorio más amplio, que ha violado sus límites presentes.

Claro, un hombre que por una serie de operaciones de tipo espiritual, de satoris, como dirían los maestros del Zen, haya roto una serie de limitaciones que lo convierten en una criatura desgraciada, desdichada, como se siente el mismo Johnny, el mismo Oliveira.

Aquí aparece algo que tampoco comparto en algunas críticas sobre su obra: esa afirmación de que ese intento de captar una realidad otra, la conquista de esos territorios inéditos, fracasa tanto en un Oliveira como en un Johnny por una especie de desajuste entre el propósito y la capacidad intelectual de que disponen. Si la apertura no se va a dar con los instrumentos que manejamos, la razón de que disponemos sino, digamos, a través de mecanismos parasicológicos o pararracionales, ¿dónde estaría la explicación de esa imposibilidad?

Creo, con usted, que esas críticas son totalmente falsas. Y podríamos ampliar un poco esto, preguntarnos porqué los vi y los creé así a esos personajes. Todo escritor tiene la tentación de crear personajes lo más complejos posible: primero porque facilitan su propio juego de escritor y, segundo, es más agradable trabajar con alguien que tiene, como personaje, una gran posibilidad de recursos.

A mí todo esto me pareció demasiado fácil porque me acordaba de Thomas Mann, que representa un humanismo muy respetable en su época pero totalmente quebrado que no tiene para mí, en este momento, ninguna vigencia. Cuando Mann escribe “La Montaña Mágica” o “El Doctor Fausto”, elige siempre personajes hiperintelectuales, hipercultos, y se maneja con ellos.

A mí me pareció que el tipo de búsqueda de Johnny y de Oliveira no solamente no reclamaba esa clase de intelectuales sino más bien una especie de inocencia, sobre todo en el caso de Johnny, esa especie de naïveté que se produce en el aduanero Rousseau cuando pinta obras maestras sin tener la menor idea de que lo está haciendo, desde el plano en que lo verían los críticos.

Lo que en cierta forma supone una negación de lo puramente intelectual.

Claro, pero no tome usted esa negación como una cosa demasiado sistemática. No es que yo esté ahora pretendiendo instaurar una especie de culto de la ignorancia o de la mediocridad; no, en absoluto.

Lo que pasa es que cuanto más frecuento a la gente popular, a la gente no muy culta, más me asombra la capacidad de intuición y de apertura que tiene para ciertas cosas, que no siempre tienen los eruditos y los hiperintelectuales.

Lo que usted impugna es una cierta concepción de la razón.

A la razón –aunque la palabra es un poco ambigua- entendida aristotélicamente, es decir, toda la herencia judeo-cristiana aristotélico-tomista del Occidente, que desemboca en el humanismo de nuestros tiempos. Eso es lo que Oliveira pone en crisis en Rayuela. Pero ojo, no se trata en ningún caso de prescindir de ella.

Eso parece conducir a nuevas paradojas: si Rayuela es un intento de dinamitar unos valores, una cultura determinada a través del lenguaje y determinadas formas narrativas, ¿no es bastante contradictorio que usted lo intente a través de valores, cultura y lenguaje que, quiérase o no, son también los suyos?

Siempre supe perfectamente bien eso. Por eso Rayuela está construida sobre diferentes plataformas, aunque eso no se vea siempre con claridad en el libro.

Hay por un lado –y eso es a lo que se refiere usted ahora- esa tentativa de dinamitar la razón excesivamente intelectual o intelectualizada, pero hay además en Rayuela la tentativa de hacer volar en pedazos el instrumento mismo de que se vale la razón, que es el lenguaje; de buscar un lenguaje nuevo. Al modificarse las raíces lingüísticas, lógicamente se modificarían también todos los parámetros de la razón. Es una operación dialéctica: una cosa no puede hacerse sin la otra.

De manera que no crea usted que yo no tenía plena conciencia de que estaba combatiendo a un enemigo con sus propias armas. Pero es que un escritor no tiene otras.

Pero sí, en su caso, una buena vocación de “terrorista”.

Sí, pero hay que tener cuidado de no verme como demasiado “terrorista”: yo no estoy tratando de hacer tabla rasa de la civilización occidental. De lo que se trata, más bien, es de provocar una especie de autocrítica total de los mecanismos por los cuales hemos llegado a esa serie de encrucijadas, de callejones sin aparente salida que es como ve Oliveira el mundo en el momento en que escribí Rayuela.

Alguno de esos puntos de vista han cambiado pero, en ese momento, en la década del cincuenta al sesenta, esa era también mi encrucijada. La idea de Rayuela es una especie de petición de autenticidad total del hombre; que deje caer, por un mecanismo de autocrítica y de revisión despiadada, todas las ideas recibidas, toda la herencia cultural, pero no para prescindir de ellas sino para criticarlas, para tratar de descubrir los eslabones flojos, dónde se quebró algo que podía haber sido mucho más hermoso de lo que es.

En este orden de cosas, ¿qué influencias han tenido en usted las filosofías orientales, el Zen, el Vedanta?

Creo que no hay que exagerar la influencia que esas tendencias hayan tenido en mí. Siempre me gustó la filosofía occidental. Desde muchacho la estudié bastante en Argentina: me interesaron los presocráticos y luego Platón; no me metí demasiado en la filosofía escolástica, aunque la leí un poco también, y luego, la filosofía moderna.

El vocabulario filosófico, las ideas y, sobre todo, las intenciones de la filosofía me parecieron siempre fascinantes.

Después aquí en Europa, por primera vez, empecé a leer libros de metafísica oriental, pero sin ningún espíritu de sistema; es decir, que no tengo ninguna cultura de tipo orientalista; habré leído una decena de libros sobre el Vedanta y textos vedánticos y habré leído algo sobre el Zen y algunos ensayos complementarios. Esas lecturas, por someras que hayan sido, fueron para mí, digamos, como esos cuadros medievales en dos panneaux; me daba la impresión de que yo había conocido bastante bien uno pero que el otro había quedado plegado y, de golpe, se abrió y sentí hasta qué punto el Occidente ve los sistemas filosóficos como cerrados y, en cambio, el Oriente es todo lo contrario, la apertura total y, en la medida de lo posible, la negación de los conceptos causales, en el caso del tiempo y del espacio.

Todo esto me pareció metodológicamente muy aprovechable para un hombre occidental.

Usted sabe muy bien que aquí en Europa existe el orientalista empecinado que sostiene que toda la filosofía occidental es prescindible y que hay que volverse al Vedanta. Por mi parte, creo simplemente que el Oriente ha desarrollado una estructura mental que le ha dado una metafísica diferente…

¿… que a usted le interesa como provocación a su propia cultura?

… como confrontación, además. Es decir, que cada vez que me encuentro frente a una demostración de tipo occidental sobre algo, trato de preguntarme “bueno, ¿cómo vería esto un hombre del Vedanta, cómo lo vería un monje Zen?”. Esto me resulta muy útil como experiencia personal.

Y lo contrario, ¿cómo resultará el punto de vista occidental para un hombre oriental?

También muy útil. Cada vez que he estado en la India y he tenido oportunidad de hablar con mis amigos hindúes, es muy curioso ver cómo reaccionan cuando uno les propone la versión occidental: se entusiasman, descubren una serie de cosas. Esto demuestra que estas confrontaciones son útiles en las dos direcciones.

Pero bueno: ¿qué consecuencia tiene para Rayuela el hecho de que su autor sea argentino y no japonés?

Es curiosa la pregunta y creo que está bien que me la haya hecho. Creo que Rayuela es un libro muy argentino. Porque finalmente, una característica de los argentinos es su falta de certidumbre y de bases de tipo cultural, por salir de la mezcla que salimos.

Cuando uno habla con el francés medio, ve que está perfectamente seguro de sí mismo, intelectualmente. Y es porque tiene a su espalda al abuelito Pascal, al abuelito Descartes, al abuelito Montaigne. Si para este francés todo está resuelto, nosotros, los argentinos no tenemos eso, y ustedes, los uruguayos, tampoco lo tienen.

Tampoco.

Y eso que aparentemente es una desventaja de argentinos y uruguayos, en el caso de Rayuela trata de volverse un arma positiva: utilizar esa falta de continuidad, de certidumbre cultural, para tratar de moverse en terrenos nuevos. Nosotros tenemos la necesidad y la posibilidad de explorar.

Y eso es lo que los críticos europeos más inteligentes ven en lo que estamos escribiendo todos nosotros: a ellos les asombra mucho nuestra actitud iconoclasta, el hecho de que tiramos las cosas por la borda; inventamos.

A un francés le cuesta mucho inventar. Un experimento, una nueva experiencia, en Francia es un parto difícil. En la Argentina cuando se tiene talento no es muy difícil lanzarse por caminos nuevos: mire usted Borges cómo se lanzó por su camino, y Macedonio Fernández, y, entre ustedes, Felisberto Hernández, Juan Carlos Onetti, vaya…

En usted esa falta de solemnidad que usa en Rayuela –y no solamente en Rayuela, esa irreverencia ante lo consagrado, ¿de dónde arranca?

¡Ah! Ese es uno de los cócteles Molotov que yo tiro en Rayuela. Y se lo tiro a la cara a toda una clase social y a una estructura intelectual de raíz hispánica; porque una de las peores herencias que nos dejaron los españoles es la tendencia a la seriedad, al engolamiento; en otras palabras: la falta de sentido del humor. Eso explica ese ataque contra la seriedad con mayúscula.

La “Gran Costumbre”

O “Esa Señora Demasiado Escuchada” de la que hablo a veces. Ese ataque, que es un acto de guerra, forma parte de la estrategia de Rayuela.

Usted me preguntaba de dónde viene esa actitud mía y se lo voy a decir, ¿por qué no? No creo demasiado en las influencias, en un sentido académico, pero tampoco las ignoro. Sé cómo se hace una cultura, porque conozco la de los demás y la mía propia.

La influencia de la literatura anglosajona ha sido determinante para mí. El humor, o mejor, el respeto hacia el humor, a su eficacia como arma literaria, lo he aprendido de los ingleses y consecuentemente de los norteamericanos, pero sobre todo del humor inglés, de la gente del siglo XVIII.

¿Y Jarry?

Sí, claro, el humor francés también, pero es otra cosa. El humor de Jarry es el humor moderno, negro, bastante siniestro, absolutamente destructor.

Jarry demolió un montón de ídolos aquí. Claro que demoler es una forma de construir o, por lo menos, de preparar el camino; en ese sentido su valor es muy grande. Como muchos de los surrealistas, que utilizaron también muy bien el humor.

Algo muy argentino, también.

Sí, creo que sí, pero que no se refleja en la literatura. El humor de Macedonio, por ejemplo, es extraordinario, pero no hay muchos casos más.

Cierto. Pero yo pensaba en el humor del argentino como tipo humano, al margen de la literatura.

Yo diría del rioplatense: el humor del uruguayo es extraordinario también. Pero a la hora de escribir, todos nos ponemos muy serios.

Observe –parece broma- pero es lo mismo que le pasa al paisano que habla con usted con toda naturalidad y cuando tiene que escribir la cartita, se pone serio y lo único que le sale es “tomo la pluma en la mano” y “al recibo de la presente”.

No se da cuenta de que si escribiera la carta con la misma soltura con que habla con usted, no tendría ningún problema.

Eso se nota ya con los niños, a la hora de hacer la composición. Ellos que son unos vagos, unos tipos comiquísimos, al escribir se ponen serios y las maestras les fomentan eso porque hay toda una mecánica de tipo pequeño burgués que viene del fondo español, que está funcionado ahí.

Creo que había que luchar contra todas esas deformaciones, y lo intenté en Rayuela.

Ernesto González Bermejo. Conversaciones con Cortázar. Editorial Hermes. México, 1978.

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